jueves, 27 de marzo de 2025

F210 - El último café en Madrid

 Deslizo la oxidada puerta de la lonja, que chirría su queja sobre el raíl, la escasa luz del alba se cuela e ilumina el interior, al fondo un bulto bajo una lona gris de polietileno. Aparto ésta de un tirón, suena como el restañar de un látigo. Destapado, saliendo de su letargo, el viejo DeLorean frota legañas de polvo y clava sus faros en mis pupilas, con una mezcla de rencor y nostalgia. Abro la puerta, meto la llave en el contacto, doy un par de papirotazos al frontal del condensador de fluzo. Todo en orden. Introduzco la nueva fecha en el contador sobre el salpicadero, dejando por un momento el noviembre canario, saltando al presente madrileño.

Contemplo el café que se enfría, un café que probablemente no llegue a tomar, que quedará allá en la pequeña taza como testigo de estos pocos días. Días extraños, como de ensueño, como si hubiera vivido dentro de una burbuja. Varios, acompañado, y el último en soledad; días que susurran al oído que existe otra vida, que el destino es un vacilón, que quién sabe, que tal vez, que: ¿y si fuera Ella? Algún día les hablaré de Vera, si todavía me soporta, si ella me lo permite, si el tipo que lanza los dados entre carcajadas, allá arriba, nos da cuartelillo y no barre de un manotazo todo el tapete, volcando dados, cubilete, besos y sueños.

Madrid. El Madrid amado, el Madrid del Sabina, aunque las ambulancias ya no sean blancas, y las estufas de butano quedaran obsoletas. Madrid melancólico, para mí, que siempre traerá imágenes de aquel atardecer, cuando subí la escalera del avión, con temblor en las rodillas, miedo en la maleta, y lágrimas en los ojos. Nos da la bienvenida, a su manera, con una llovizna burlona. Ya de noche, recorremos sus callejuelas, angostas aceras escoltadas por bolardos metálicos; la vista fija en la pantallita del móvil, san gúguel mediante, en busca del piso compartido. Nos espera una habitación modesta, de lecho grande, colchón blando y mantas recias; de cuadros coloridos, armarios baratos y paredes ciegas; de calentador de aire y atmósfera gélida; los anfitriones, una pareja venezolana que huyó de lo indescriptible, que dejó su querido, y secuestrado, país y aterrizó en Lavapiés, sinónimo, como cualquier otro, de paraíso. Nos espera un piso mundano, de viejas paredes; un corredor estrecho, una vieja cocina que has de atravesar para llegar al lavabo. Una pareja tímida, humilde; una cocinita que conoció mejores tiempos, un lavabo diminuto, un todo que nos recuerda a gritos lo afortunados que somos, cada cual en su ciudad, en su rinconcito. Nos recuerda que lloramos lágrimas de cocodrilo, de queja absurda (no va internet, no llegó a tiempo el pedido que hice por Comazón, no responden al guasap, no me cuadran las vacaciones, quedó vacía la balda de postre gourmet en el supermercado…).

Quizás algún día les cuente, tal vez no. El destino es puñetero, nos enseña el caramelo y después cierra el puño. Ríe, se descojona ante nuestra frustración. De momento, Vera y este humilde juntaletras se van descubriendo. Capita a capita, como quien pela una cebolla. Construyendo nuestro castillo, piedra a piedra, beso a beso, conocedores de la fragilidad de los levantados con naipes. Nos miramos, tratando de adivinar pensamientos, cálculos y probabilidades. Nos miramos, aunque a veces yo rehúyo sus ojos. ¿Vértigo? ¿Timidez de fábrica? ¿Terror al abismo? Nos miramos queriendo hallar en el otro a la persona esperada, queriendo decir: sí, aquí es, entra sin llamar. No temas. Avanzamos paso a paso, devorando kilómetros −por asfalto, vía y aire− quemando horas a través de ondas telefónicas, dejándonos pulgares y pestañas en pantallitas iluminadas, soñando amaneceres compartidos bajo la cueva de tibias sábanas. Poco a poco, tratando de seguir el camino imaginado en nuestras mentes, intentando no salirnos de la calzada en una curva cerrada y traicionera. Nos miramos, sin palabras. Ella intenta leer mi pensamiento, trato yo de mostrarlo con sus mejores galas, valiente, ufano, seguro, deseando parar el temblor sobre el que se asienta. Yo miro sus ojos y veo timidez de serie, bondad moteada de ingenuidad, calidez, contemplo a la niña que fue escribiendo la carta a los Reyes Magos. Veo Creencia en Mí. Y entonces el nivel de miedo sube vertiginoso, cual mercurio líquido, hasta rozar el techo con seria amenaza de quebrarlo, mientras yo, sudoroso, trato de sujetarlo con enormes e imaginarios sacos de arena. Ella sonríe, pícara, dice que todavía no conozco su lado oscuro (la imagino disfrazada de Darth Vader y me entra la risa tonta). Todos tenemos encerrado en el sótano, bajo siete llaves, a nuestro Mr. Hyde, replico. Mientras cruzamos los dedos para que no aparezca su habilidad escapista.

Ella regresó, de madrugada, a su ciudad natal. Paseo sin rumbo, bajo el cielo limpio de Madrid, un cielo de acuarela azul y nubecitas de algodón que flotan, lejanas, como pegadas por un niño, sin atisbo de moverse. Camino distraído, arrastrando la maletita azul, cuyas ruedas ronronean como lo hacía mi pecho, anoche, bajo su abrazo. Tropiezo de cara con un quiosco enorme −abarrotado de periódicos aburridos y revistas estúpidas, de banderitas rojigualdas, regalitos plastificados y souvenirs de chichinabo− sin saber, pobre de mí, que entre sus baldas encontraría una joya oculta que susurró mi nombre, y tras hojearla la llevé conmigo, en la vieja mochila, por el burdo precio de dos euros (qué navajazo al orgullo del autor); una maravilla en forma de novela, de la cual, tan identificado me siento con la forma de narrar, descripciones, diálogos, símiles y metáforas, que un cartel de neón morado se enciende en mi cabeza, parpadeante reza: “Mataría por haberla escrito yo”. De autor para mí desconocido, David Torres, al que someteré, sin tregua ni piedad, a la orden de Busca y Captura. Una perla con título: “El gran silencio”. Lo mismo sucedió, la identificación, con “Tarde, mal y nunca”, de un genio llamado Carlos Zanón, y −en la vida anterior− tras leer el que sería mi último libro antes de escapar a Edimburgo: “Sed de champán”, de Montero Glez.

Cansado del paseo, decido tomar el último café en la ciudad de los sueños. Ignorando que jamás lo haría.

Opto por el bar en lo alto de un edificio. Una cafetería dentro de una cadena de negocios de cuyo nombre no quiero acordarme. Lujo; apariencia; clientes de traje, lustrosos zapatos, portátil y rostro de creerse alguien (ya lo cantó Leño: “Ese señor importante, que tiene que decidir, es un cargo relevante, no se puede prescindir”); qué nivel, Maribel; camareras con maquillaje, pinganillo, uniforme y peinado impecable; azafatas de tierra bandeja en ristre; pulcritud y sablazo sonriente: tome asiento, deguste nuestros manjares, admire las vistas y solicite un crédito.

Me siento un polizón a punto de ser descubierto.

Pido un pincho de tortilla para recibir al café con hielo, sin poder evitar la fantasía del chino picador. Sonrío, y fulmino el recuerdo. Serán cubitos vulgares, cubitos peninsulares. Nada de bloques informes con ínfulas de iceberg.

La chica de la barra, risueña, anota mi pedido −con el extremo de un bolígrafo− en la pantalla, invitándome a escoger mesa. Lo hago, una junto al ventanal que da a una terraza, la luz de Madrid baña las páginas del libro abierto, el cielo azulísimo del fondo anuncia una futura morriña.

Tras unas cuantas páginas leídas y dar cuenta de la tortilla, contemplo la taza de café. “Me quedé sin hielo, en seguida se lo traigo”, dijo la joven. Aspecto y habla con reminiscencias de haber cruzado el gran charco. Cómo no, en esta España, de sofá, aifone y Netflix, donde los jóvenes autóctonos pierden los anillos ante este tipo de trabajo. Algunos prefieren puestos de mesa, ordenador, reunión y café a media mañana. Muchos otros, hipnotizados por las CCC − chorradas cool cibernéticas−, ansían cualquier milonga de dinero fácil y rascar barriga, de fama y colección de laiks; quieren ser yutubers, tiktoquers, diyeis, influensers, o ya directamente gilipollers, como uno que declara, sin atisbo de ironía : “Yo no pedí a mis padres nacer, no tengo por qué trabajar”.

Leo otras cuantas páginas. Rozo la taza, el café frío, pero no helado…

Visito, por segunda vez, la barra. La muchacha está sola; me explica, entre tímidas sonrisas, que no puede dejar su puesto (para ir a por hielo) porque se encuentra bajo el escrutinio de unos personajes (malvados de cuento) con bolígrafo y portapapeles en mano, y quizás una manzana envenenada bajo la manga. Algo sé de eso (uno es currito) y muestro solidaridad con la moceta.

Regreso a mi escaparate que muestra torres, tejados y azoteas de la ciudad soñada. Merece la pena el desembolso, pienso, y continúo leyendo. No me atrevo a beber, ni siquiera tocar el café.

Nervioso, compruebo el reloj por enésima vez. El tren que me llevará a la ciudad norteña se encuentra a un par de vueltas de aguja a la esfera. Siempre fui un tanto agonías. Necesito colchones de horas. Me levanto.

−Lo siento mucho, maja, cóbrame sólo el pincho. He de irme ya.

La joven asiente, sin perder la sonrisa. Se disculpa una y otra vez, echando vistazos a su flanco izquierdo, donde los buitres de libreta y boli acechan. “No te preocupes”, le digo, sufriendo por ella.

Agarro el asa de la maleta azul, acomodo la pequeña mochila (refugio del nuevo tesoro) y echo a andar camino del ascensor, sin poder evitar una ojeada por encima del hombro, allí, en la lejanía, junto a la balconada de nubes y lejanas cumbres nevadas, bañada por la intensa luz madrileña, quedó una taza llena de brebaje negro y frío.

El último café que nunca tomé.




 

viernes, 21 de marzo de 2025

F209 - Rompehielos (Tenerife) (VIII)

 Me gusta el hielo de Tenerife. Sí, dije hielo, y no, no perdí la cabeza. Tampoco puse jamás un pie a tres kilómetros del Teide (nada extravié en la cima de un monte helado y las botas pesan un quintal, les digo a mis amigos vascos).  Me refiero al hielo que acompaña el café, cuando así lo demandas. En pleno noviembre, camiseta de manga corta, bermudas y chanclas; estas islas afortunadas no se tratan con el calendario. Le someten a bullying climatológico. Lo ignoran y hacen burla del nombre de sus meses: noviembre, diciembre, enero, febrero… Ja, ja, ja.

El hielo, decía. Te sirven un par de tochos, como si aquel estuviera exento del IVA, cilíndricos, incluso a veces adheridos por la espina dorsal cual siameses. Macizos como el iceberg que le susurró ¿A que no hay huevos? al piloto achispado del Titanic (su nacionalidad británica, mera casualidad). Son cubos mazados, como si hubieran montado un gimnasio en el congelador.

Ocurrió algo curioso, hoy. Tras un largo paseo (tocaba tiendas, sólo observar, nada de probarse o manosear, eso es una ordinariez: escaparates, souvenirs, perfumerías, curiosidades varias) levanté campamento en una terraza, bajo una gigantesca planta prima hermana de alguna palmera. Bolsa de tela sobre la segunda silla; libro, gafas de sol, teléfono móvil, lupas de señor mayor sobre la mesa. Sediento, pero aún temprano para degustar la cerveza local −uno vivió trece años, cinco meses y ocho días en Escocia, pero no me nacionalicé− pedí un café con hielo para engañar al momento siesta. Me sirvieron la droga legal de color nocturno, después de una larga espera. Larga pero agradable (las vistas, la sombra, brisilla, el Gómez-Jurado montando el lío al final de la saga). No existen las prisas en el planeta Holiday. Una espera dulce como la voz de la camarera, con ese deje isleño que produce relajación y excitación a partes iguales, acompañada de amable mirada, de esas que dicen: “Caballero, agradezco su paciencia, no se arrepentirá”, o algo así cuece mi cabeza soñadora. Una espera así, a la cual apoye una pizca el sabor del café posterior (muy malo tendría que saber para lo contrario) es merecedora de propina. Espero, sí, pero a gusto, recibiendo un trato exquisito… al que yo hubiera añadido un vasito de agua fría, de cortesía. Pero nadie es perfecto.

Acostumbrado como está uno al trato alternativo, más recio, más serio, allá por el norte peninsular, un pelín a cara de perro: “Qué quieres”; incluso un “¿Eh?” solitario cual Sheriff honrado en poblado de malhechores; o mi favorito: el típico gruñido, acompañado de ligera alzada de mentón, que traducido de la Lengua Moderna de Signos en Hostelería hace las veces de “Buenos días, caballero, ¿qué desea tomar?”. En alguna ocasión, ha sido tal el gesto del barman cuando indiqué un pedido, que tentado estuve de asomarme a la puerta, a comprobar si adherido al cristal se mostraba un cartel con el texto: “Se Busca por Moroso” junto a una fotografía en blanco y negro luciendo mi careto.

Imaginen la mirada.

El camarero, hoy en día, no está tras la barra para ofrecerte un servicio por el cual es remunerado, ahí se halla para pasar el rato, mandar wasaps a su pichurri, poner sus canciones preferidas como banda sonora del local −cuanto más volumen menos clientes de café cortado con pastas− y hacerte un tremendo FAVOR cuando solicitas la consumición. El vulgar acto de pagar 1,50 leuros por un café solo, tamaño escupitajo y mal hecho, es sólo anecdótico.

Y es que uno está hecho a aquel trato, fríamente hogareño, donde una sonrisa es veta dorada, dentro de la negrura de la mina. Entonces aterrizas en el paraíso (afable camarera que te hace sentir cliente número uno) y deseas pedir empadronamiento, plan de jubilación local o, al menos, asilo político. Una anécdota despierta del larguísimo letargo: etapa prehistórica, en mi pequeño pueblo norteño, camarera jovencísima y heredera del negocio paterno, sentada en taburete tras la barra (móvil en mano), ante mi petición de sobremesa: “un café con leche, por favor”, al que precedió el habitual: “Buenos días, Rosa”, obtuve tal respuesta que −se lo juro por Snoopy (diría el Reverte)− todavía la recuerdo, y ha llovido mares desde entonces:

−Jopee, Joorge −morritos, ojos de cordero degollado, sin que ninguno de los pulgares detuviera el vuelo, a ciegas, sobre la pantallita del Motorola −¿No te apetece mejor una Coca-Cola?

Y con aquellos mimbres… ¿qué hosteleros surgieron?

El hielo, les comentaba. La simpatiquísima camarera trae el café. Sonrisas a tutiplén, ese acento, mil y una disculpas. El vaso a su vera contiene un solo cubito de hielo. Que no es cubito, sino un informe pedazo de agua congelada. Un iceberg. Un bendito glaciar que sobrevivió al deshielo. Vierto el líquido negro, cálido y humeante sobre la poderosa y eterna roca. Apenas queda holgura entre ésta y el borde del vaso. Realizo la vertiginosa operación (mano temblorosa, concentración de neurocirujano, los dedos de la otra mano, cruzados) intentando no derramar una sola gota del divino veneno. Mientras estoy en ello, la mente cae bajo el ataque de una serie de escenas, otra vez la fantasía obscena pinchando cuando nadie le llama, la puñetera: dentro de la cocina, ajetreo de final de comidas, gritos de comandas, exabruptos y juramentos en diversos idiomas −como el bueno de John, en la cocina del Gimnasio de Edimburgo, cuando hacían un pedido a ultimísima hora y habíamos comenzado a recoger y limpiar, gritaba, sin miedo a ser escuchado por el cliente: “Awrite, ya feckin bastart!!” (acento puro Glasgow, como si masticara cristales)− vislumbro cocineros flameando, pinches que emplatan, ultimando postres, y en una esquina, oscura, apartada, un gran refrigerador de color cinc, sobre la superficie descoloridas pegatinas del Naranjito, Mundial de fútbol 1982, y en su interior, con esa capacidad de ver a través del metal que poseo (cual Superman de capa caída), observo lo inimaginable: un chino de diminuta estatura, punzón en ristre, dando estocadas a diestro y siniestro a un enorme bloque de hielo, el cual sujeta entre las rodillas, chas, chas, chas, hace la herramienta al atravesar el hielo. Los ojos rasgados e idos, como si estuviera en trance, como si su cerebro esclavizado tratara de emular al gran Jack Nicholson en “El resplandor” cuando, hacha en mano, destroza la puerta tras la que se esconde Wendy, su aterrada esposa: “¡Aquí está Jooohnny!”. De acuerdo, vale, se lo concedo, también podría tratarse de un riojanico de pura y canija cepa, tijeras de podar en mano, a modo de puñal… sin embargo, en mi políticamente incorrecta mente, les juro, aparece un chino con cara de mala hostia que ni el mismísimo Fu Manchú:

Ice! Ice! Ice! −gritaba en inglés, mas el grosor de la nevera lo enmudecía.

 

Nota: ya saben que tiendo a generalizar y me refugio en el humor y la exageración, a veces rozando lo caricaturesco. Por supuesto, existen grandes profesionales detrás de una barra o sirviendo mesas, gente que rebosa calidez y buen hacer, en los cuatro puntos cardinales de España. Sin ir más lejos, Marga, a cargo del Bar Leuven (Logroño) que atiende con una sonrisa, y profesionalidad impecable. Anímense a probar las mejores cervezas, y menús caseros. El hecho de que se trate de mi querida hermana… es circunstancial.

 


miércoles, 12 de marzo de 2025

F208 - Ojos de serpiente (Tenerife) (VII)

 La extraña sensación recorre mi cuerpo según piso la acera. Nada más abrir la puerta del hostal, me agacho para recoger la carterita que resbaló entre mis dedos; un coche rojo y tuneado −faldones, alerón trasero, doble tubo de escape−  cruza ante mí, un estridente chunda-chunda huye a través de las ventanillas abiertas; en el balconcillo de enfrente un tipo fuma un cigarrillo; por la derecha una mujer de edad avanzada se acerca, viste riguroso luto, sus ojos perdidos quedan anclados al encontrar los míos durante un eterno instante, como si pudieran palpar mi alma.

“Todo esto lo he vivido ya: la cartera, el deportivo rojo, el fumador del balcón, la vieja…”, pienso, mientras un escalofrío recorre la nuca.

Su mirada.

Apenas recién duchado ya comienzo a transpirar. La calidez de la noche, ligera sábana que envuelve tu cuerpo cual sudario. Se agradece la brisa que arrulla mientras roza cara, brazos y piernas, al salir de la callejuela. Todavía las imágenes revividas dando vueltas dentro la cabeza. “¿Cómo puede ser?”.

Tras un largo día de playa y exploración turística, el plan nocturno es tan sencillo como apetecible. Acercarme a uno de los bares del barrio, una vieja tasca donde se encuentran cada noche los clientes asiduos, con ese peculiar acento autóctono, soltando perlas como la que escuché la última noche − tipo flaco, rostro surcado de arrugas y marrón como cuero viejo, jarra de cerveza en mano, resto de espuma salpica la comisura de los labios−: “¡Uf, muyayo, caminé tanto hoy que ya voy por el sexto capítulo de Kung fu!”, dice a la galería. Un “Locals’ pub” que dirían en Edimburgo, refugio de algún turista extraviado, como yo mismo. El pequeño plasma en el rincón superior, a la diestra de la puerta, ameniza la velada con el habitual partido de fútbol. La barra exhibe pinchos y tapas que no logran vencer mi resistencia ni abrir el apetito, a pesar de que cada noche los observo, concediéndoles una oportunidad. Pero, alguien del norte, quien ha degustado las viandas de la calle Laurel en Logroño desde que tenía edad de patear una lata por la calle −champiñones del Soriano, patatas bravas del Jubera, zapatillas de jamón en el Villa Rica− crece con el listón muy alto en cuanto a picoteo se refiere.

Plan sencillo y apetecible, decía. Uno planea, horario, lugar, intención, y allá arriba un ser −poderoso y salvaje− estalla en carcajadas y lanza los dados sobre el tapete negro salpicado de estrellas. Si aparece siete natural dejo que este infeliz mire el fútbol mientras degusta un par de Doradas, si sale doble uno, ojos de serpiente, arranco sus alas…

Camino tranquilo, sin prisa alguna, disfrutando del airecillo que trae olor salobre a pesar de la lejanía del mar. O quizá sea mera autosugestión, ¿quién sabe? Apenas hay gente por la calle, escasos coches sobre el asfalto, a lo lejos ubico la rotonda con palmeritas en su centro. Voy pensando en mis cosas, contando con tristeza los días que restan para regresar a la península.

Llego al paso de peatones, frente a una de las salidas de la rotonda, que es bastante corto y atraviesa dos carriles de una estrechez que roza las medidas reglamentarias. Miro hacia la derecha, a la rotonda, vía libre, miro a su vez a la izquierda, un par de coches que suben la empinada cuesta detienen la marcha, cediéndome el paso. No existe semáforo. Levanto la mano izquierda, en señal de agradecimiento, mientras cruzo delante del morro del primer vehículo, alcanzando el ecuador del paso de cebra…

Un golpe de aire alcanza mi rostro y brazos desnudos, incluso mueve ligeramente la camiseta que visto por fuera del pantalón; como hace escasas cuarenta y ocho horas, sin embargo, esta vez con mucha más fuerza, y de frente. El instinto empuja mi cuerpo hacia atrás, sin mover los pies un centímetro del suelo como si estos hubieran quedado adheridos a la pintura blanca de las franjas, echando cintura y pecho hacia atrás cual recortador una miaja torpe.

Quedo petrificado.

El coche cruzó como una exhalación y, al mismo tiempo, lo vi a cámara lenta, como en las películas. Imagen congelada: ventanilla bajada, conductor muy joven, cuya cabeza apenas rebasaba la altura del volante, rostro pálido, cabello corto y negro, hachazo por flequillo, mirada extraviada. Sus ojos miraron sin verme o quizás sin desearlo. Ojos vacíos que no reflejan expresión alguna, no muestran miedo, ni siquiera un pequeño susto, no expresan odio, ni siquiera sorpresa. Tan sólo indiferencia. Como si a su portador le hubiera dado lo mismo aquella masa informe en la calzada, fuera un conejo asustado, un perro callejero, una vaca buscando pasto, un maldito bolardo de plástico blando. Sólo mero bulto en mitad de unas franjas blancas. Yo mismo.

Un peculiar silencio envuelve la escena, como dentro de campana en laboratorio, ausencia de música, sin ruido de bocina, ni grito de advertencia. Ni siquiera una risa enajenada. Tan sólo un rostro de mirada vacía girado hacia mí, ésta última atraviesa el obstáculo sin detenerse a identificarlo, una mirada de “me la pela olímpicamente”. No tocó el claxon, ni el pedal de freno, no giró un mísero grado el volante. Pasó con su máquina −mil quinientos kilogramos de acero, cristal y caucho− rozando mi frágil cuerpo (que mano invisible detuvo) en mitad del paso de cebra, a medio camino de la vida, a un paso de la muerte.

Silencio.

Oscuridad, rasgada por el cono luminoso de la farola.

Incredulidad, que se convertirá en temblor pasados unos minutos.

Observo el flanco izquierdo, tratando aún de sumar dos y dos, de averiguar qué diablos ha sucedido y por qué estoy de pie y no tumbado sobre el asfalto. Mis brazos quedan en posición de ¿en serio?, cuando alcanzo a ver la parte trasera del coche, ya bastante lejos, un Golf antiguo de color negro, con menos luces que un barco pirata.

Los dados mostraron un dos y un cinco: el siete natural.

Un rato después, más tranquilo, frente a una Dorada fría como el futuro, una canción de pubertad saltará a las tablas, evocando el cálido pasado, tardes de sábado en el Club Juvenil de mi pueblo, olor a regaliz y Tigretón, ruido de futbolín; mientras desde un respetuoso círculo contemplábamos cómo los chavales mayores, Coca-Cola en mano, estrujaban los sesos frente a un tablero de ajedrez.

La calle desierta, la noche ideal

un coche sin luces no pudo esquivar

un golpe certero

y todo terminó entre ellos de repente

¿No resulta curioso, la asociación que establece el cerebro cuando archiva canciones, aromas, recuerdos?

Cruzo la mirada con el conductor que sí se detuvo. El haz de luz permite que vea su aspecto. Pelo salpimentado, cortado a cepillo, bigotazo cual sargento de la Benemérita en los ochenta. Éste baja la ventanilla y pregunta si estoy bien. Asiento más que vocalizo, haciendo el gesto de todo ok con el pulgar derecho, como si fuera un maldito guiri que miró en el sentido contrario. El señor menea la cabeza, un No lastimero, y parece pensar: “Volvió a nacer, muchacho,  ahora es usted un canario más”.

Termino de cruzar la calzada como quien logra alcanzar la otra orilla del Rubicón. Ya sano y salvo sobre el pavimento, contemplo el cielo y lanzo un beso, agradecido, una vez más, por Su protección, la de mis dos ángeles de la guarda, que continúan echando horas extra.

Si no estuviera de vacaciones quizás me hubieran picado el billete (como dice mi querido Reverte), pienso, todavía asustado. Esta isla mágica te impregna de tranquilidad, y ello me hizo cruzar sosegado, sin prisas ni horario que cumplir; tan sólo el sencillo plan de birra y fútbol en la agenda, lo cual evitó que completara el singular, y absurdo, hábito que arrastro al cruzar la carretera: una vez detenido el coche, miro al chofer, levanto la mano en agradecimiento… y realizo un pequeño trote cochinero hasta la orilla, al más puro estilo Joe Biden.

Si me hubiera hallado en la península, quizás camino de una cita, tal vez rumbo al trabajo, o repasando la lista de la compra mentalmente, es probable que no lo habría contado. No me hallaría tecleando esto para ustedes, sino ante los ojos de serpiente.