domingo, 21 de julio de 2024

F193 - De gabachos, abrazos y amenazas pseudoliterarias

 En ocasiones veo… fechas. No puedo evitarlo. Acuden a visitarme sin pedir permiso. Tan sólo aparecen y dicen: “Hola, ¿recuerdas lo que sucedió tal día como hoy hace equis años?”. Tampoco ayuda el hecho de que acostumbre a registrar ciertos acontecimientos, anécdotas y rutinas en diarios, libretas y papeles huérfanos. Mi vida son papeles dentro de cajas de plástico.

Hace poco se cumplió una de esas fechas. Una que pertenece a la categoría: aniversarios dolorosos. No todas iban a ser veinte de febrero, con su pinta de Guinness y sonrisa melancólica.

Tocaba visita a la pequeña capital norteña. Aquella de la que huí hace tantísimos años. Cosas de la vida, de las cuales algo conté en su día. Tocaba ver a la familia, disfrutar de las sobrinas, recordar los orígenes, meter tradición por vena. Tocaba Logroño. La dichosa fecha, mera excusa, día del santo patrón cuando, según cuentan los que saben de batallas y banderas, las gentes de la ciudad resistieron al acoso de los franceses. Allá por 1521, el Sitio de Logroño.  Como cada año, hubo salvas de cañonazos, pasacalles, dulzainas, mercado renacentista, representación de la batalla (con jovial abucheo al gabacho), juegos de época para niños, bailes, disfraces y desfiles. Mas todo aquello no pudo borrar de mi mente el numerito del calendario. Habían transcurrido ya unos cuantos años…

La felicidad era nuestro sustento. Apenas unos meses antes habíamos retornado de Escocia. Sí, en plural. Marina y yo. Con voraz apetito. Nos íbamos a comer el mundo, juntos, empezando por las patas de España. Unos meses rellenos de esperanza, salpimentados con ese amor que todavía hace cosquillas en las entrañas, aderezados de ilusión. Planes que eran sueños, sueños que fueron planes. Unos meses de hoteles, maletas, distancia y besos con lágrimas sobre andenes. Unos meses utópicos, cuando aún crees en duendecillos que se esconden, tras los arbustos del jardín, para dar un susto al rey Baltasar.

Tras escuchar que regresaba después de trece años por Edimburgo, un amigo dijo que me preparase para la sorpresa. “No vas a reconocer el país, de hecho, no lo reconoce ni la madre que lo trajo al mundo”, fueron sus palabras. Y añadió, “para bien y para mal”. Esto último parapetado tras la copa de vino. Quizás para esconder una sonrisa cínica… o el sonrojo.

Y aquel día, precisamente en aquella fatídica fecha, pude comprobarlo…

Salgo a la calle sin ser consciente de ello. No recuerdo haber abierto la puerta del portal, algo curioso porque siempre he de buscar el botoncito. Además, la puerta es de hierro forjado, pesa tres toneladas y media. Empujarla, deja huella. Ha sido una noche queda, noche eterna. Uno tras otro, todos los números del reloj fosforescente pasaron revista frente a mis ojos. Quizás uno me la jugó, cruzó veloz, cómplice del agotamiento. Renuncié a la ducha, la canjeé por un rápido aseo, tratando de no romper el silencio de la madrugada. Temía despertarla.

Fue nuestra última noche.

El olor de los adoquines recién regados dice: “¡Buenos días!”. La brisa mediterránea,  ya cálida y húmeda y salina a pesar de la temprana hora, me acaricia el rostro. Siento alivio, liberación. Ya está, se acabó. Todo ha terminado. Siento un alivio que rezuma incongruencia pues gruesas lágrimas anegan mis pestañas. Cuesta el abrir los ojos. Los vehículos aparcados, el barrendero, las señales, todo aparece borroso, como si me hallara bajo el quicio de la puerta que comunica con un mundo paralelo.

Camino por la acera, cuesta abajo, por la sencilla razón de que la gravedad tira de mí. Incapaz de subir en el otro sentido. Me dirijo a la parada del metro, de ahí iré a la zona de la estación de Sants. Todavía es pronto, el tren sale en unas horas, así que deambularé por los alrededores y buscaré un bar donde ahogar (alcoholizar) las penas. Suena a tópico, me digo, sabiéndome incapaz de digerir un café, ni siquiera una taza de chocolate caliente. La brisa pega la camiseta contra mi piel. Porta partículas de sal que, arrastradas desde el mar, buscan unirse a sus hermanas en mi sudor, en mis lágrimas, en mis heridas.

Todo terminó con un abrazo. Un abrazo en el rellano de las escaleras. Vestido yo, ella en camisón. Un abrazo que supo a final. Un abrazo sentido, pleno, en el que te das cuenta de que jamás volverás a sentir la tibieza de su cuerpo. Que nunca tendrás sus ojos a escasos centímetros de los tuyos. Que jamás volverás a nadar en su mirada. Ese tipo de abrazo.

¡Putas lágrimas, no logro enfocar las dichosas líneas de colores en el metro!

Recuerdo sus consejos, cuando pisé por primera vez Barcelona. Consejos para un riojanico en la gran ciudad. Consejos que se graban a fuego, llevándolos al extremo. Mantén los ojos bien abiertos cuando bajes al metro. No pierdas de vista la maleta. Guarda cartera y móvil en los bolsillos delanteros. Mantén la mochila hacia delante. No permitas que nadie se te acerque demasiado. No entres al trapo de conversaciones o preguntas absurdas. Consejos para niños pequeños. Consejos para pueblerino. “Estate atento, cariño, que tú eres muy despistado”. Quizás no fueron sus palabras exactas, quizá ni siquiera las instrucciones. Pero así transcribe mi cerebro los recuerdos.

Entro en el establecimiento, cansado de vagar por las aceras que van llenándose de gente. Con la mochilita, y la maletita cuyas ruedas hacen: trrrrr, trak, trrrrr, trak, sobre los surcos del pavimento. El bar está casi desierto, un par de parejas en sendas mesas, cafés, tazas de chocolate y bollería diversa. Un señor gordo, en la esquina de la barra, disfruta una copa de licor mientras hojea el diario Sport. El día despereza entre bostezos.

El camarero es un tipo entrado en años, pero de aspecto impecable. Mediana estatura, enjuto, moreno. Cabello espeso, peinado hacia atrás, un solitario mechón blanquecino rompe su negrura, sobre la sien izquierda. Polo blanco nuclear, de anuncio televisivo, planchado con primor, adornado por un ribete rojigualdo (sólo tres barritas) alrededor del cuello y de las mangas recortadas. Un clásico, a la par que temerario. Le pido un puñado de melindros para excusar la cerveza. Ni se inmuta, ni siquiera levanta la vista. Como si hubiera pedido primero un chocolate a la taza donde ahogar los bizcochos. No ve nada, lo ha visto ya todo detrás de la barra.

La estación de Sants es enorme, como todo en esta ciudad. Maletas rodantes, niños gritones, parejas enamoradas, mochileros guiris con sonrisa de iluminados y cabellos largos, solitarios, cuello alzado mirando las gigantescas pantallas, japoneses de cámara y palo. Yo con mi maletita azul y sus ruedecitas. Yo con mi mochilita azul hacia delante, todavía emparanoiado, pero distraído. Mi mente está en ese planeta donde a veces busca refugio. No sucede a menudo, gracias a Dios. Pero a veces, durante unos segundos, me sorprendo mirando a Saturno, incluso a Plutón (a pesar de que a éste lo sacaron, los listos de turno, de la lista planetaria).

Estoy en una de esas fases… y no la veo venir.

Allí está, de repente, a mi vera. Aparece por el ángulo muerto. Mi vista periférica suspende el examen. Un cero. Para septiembre.

Mi mente, a través de los ojos, debió de tomar una fotografía de aquella mujer. Los rasgos los vi tras reaccionar. Primero fue sólo sombra. Lo digo porque mi reacción fue tan rápida, tan intrépida, que casi resultó instantánea. Sin tiempo a “observar” aquella persona. Una reacción nacida del miedo a lo desconocido. No dejes que nadie se te acerque demasiado. Consejos para niños pequeños. Una chica joven pero no cría. Baja estatura. De tez morena que no negra. Cabello largo, rubio oxigenado. Ojos oscuros, bajo cejas de considerable tamaño, sin vello, como coloreadas con rotulador. Tejanos ceñidos, sandalias que lucen dedos finos, uñas de diferente color, un anillo rodea el dedo medio. Hermosos dedos que a punto estuve de machacar.

−¿Me regala dos euritos, guapo? −dijo, su acento había cruzado un océano. Mas no pude identificarlo. Todavía no tenía Netflix con sus series de narcos.

Como he dicho, reaccioné de puro susto. Mis manos ni siquiera esperaron órdenes del cerebro, tan sólo se lanzaron a sus quehaceres. Agarré el asa de la maleta y la traje hacia mí. Un movimiento brusco a la par que eficaz. Pero no fue un movimiento perfecto. La chica dio un respingón hacia atrás. Un pequeño salto, a su vez sorprendida. Las ruedas de la maleta pasaron a milímetros de sus hermosos dedos multicolor. Entonces sucedió lo inesperado. Entonces nació una frase que más de una futura pesadilla traería.

−¡Si alcansa a golpearme le cortan el pie, pendejo!

Eso dijo aquella mujer mirándome a los ojos. Luego giró sobre si misma y se alejó.

Ignoro qué fue lo que más me aterró, si fue su mirada, que buscaba detrás de mis pupilas; su  voz, educada −ese usted intrínseco− y dulce,  pero fría y oscura y húmeda, como un canto rodado en el fondo de una poza profunda; la original crudeza de la frase; o quizás, el uso de la tercera persona del plural en aquella amenaza sin filtro, que implicaba un “ellos” oculto y desconocido.

Cabía otra posibilidad, que la doña fuera entusiasta lectora de Stephen King, y se hubiera inspirado en el personaje coprotagonista de “Misery” para ilustrar su amenaza. Descripción tan cruda, que incluso “los señores de Hollywood” tuvieron que modificar para la versión filmada.

Esta última la descarté de inmediato. No tenía pinta de mucho leer. Su amenaza lucía el sello de autenticidad… y eso acojonaba.

 

                                                     


sábado, 13 de julio de 2024

F192 - Soportando el peso de la Historia, (Bruselas XII)

 ¡No voy a caer! No me someteré al cliché fotográfico. No claudicaré ante el yugo de la foto suprema del postureo. Niet, como decía Oleg Yasikov a Tesa Mendoza. ¡Me niego! ¡Jamás!  De hecho, rehusaré visitar ese racimo descomunal , en plan rebeldía post mediana edad, no pondré un pie a menos de tres kilómetros de aquella monstruosidad, delirio de grandeza, estructura mastodóntica o monumento a quién los tiene más grandes.

Todo eso, y más, decía la vocecita que me acompaña en el asiento de copiloto, ante la posibilidad de visitar y fotografiarme frente al Atomium. El símbolo de Bruselas por excelencia. ¿Y al final qué sucedió? Me temo que la ilustración de portada se marca un espóiler de libro.

Al turrón, que diría el bueno de Paquito, quién me tiene enganchado con sus investigaciones −el Mikael Blomkvist holandés, lo llamo− y la manera en que cuenta sus peripecias por Holanda (si es que todavía puede usarse dicha denominación).

Nueva excursión en tren, tras la habitual visita al rincón escondido de los nostálgicos del papel. Es un viaje tranquilo, como ya va siendo habitual, sin contratiempos, ni siquiera unas chiquillas siendo chiquillas. Puse empeño en no saltarme las reglas y subí directamente en el vagón número tres, lejos del primero que parece ser el glamuroso, y no lo reconocí como tal. Más tarde, descubrí la identificación: Primera Clase, rezaba el cartel de marras. Casi con chulería. Cosa que no reflejaba la realidad vivida.

Renuncié a mi compañero de vida, a mi fiel escudero, aquel que me protege cada día del mundo exterior, que me arropa con la calidez de sus hojas. Renuncié al libro. Lo guardé en la mochilita y cerré, poco a poco, la cremallera, mientras escuchaba sus quejidos. Lo condené a una oscuridad no merecida. Tal vez, temeroso aún de aquellas voces roncas y oscuras y húmedas, que detallaban asesinatos, tormentos y profanación de tumbas.

La inmensidad del complejo te daba la bienvenida desde lejos, aquel armatoste se divisaba a cientos de metros, imposible ignorarlo. Las enormes bolas brillaban perezosas, rayos de sol arrancaban destellos en la superficie, rompiendo la neblina que las envolvía. Me detuve a disfrutar de tal visión, no pude evitar imaginarla como un hotel futurista, sus esferas refugio de viajeros espaciales que aguardaban la nave que los transportaría a una muy, muy lejana galaxia...

Por supuesto, me hice la dichosa fotografía.

 El día invitaba a ello. El resto de los visitantes también. Resultaba fácil, casi obligatorio, pedir a uno de ellos que sujetara mi móvil, a cierta distancia −tuviera la amabilidad de no echar a correr con él… otra de mis paranoias− y disparara dos o tres instantáneas con la estructura de fondo; la menos mala lleva premio: quince minutos, o días, de fama. Bombardeo a contactos, redes sociales y gente aburrida que pulula por el ciberespacio: un tipo con exceso de ropa y aspecto cansado, a contraluz, gafas de sol, amago de sonrisa y cierta sorpresa en el rostro.

 La vida son decisiones. Caminos que elegir. Una bifurcación en la autopista con varios ramales. ¿Abono la entrada para el Atomium? ¿Elijo visitar Mini Europa? ¿Me conformo con la foto de postureo? ¿Entro en ambos y los recorro con un ojo sobre lo expuesto y otro en el reloj?

Las prisas no me caen simpáticas. Si acostumbran a leerme, lo sabrán.

Debido al horario y, en cierta medida, a don euro, debía escoger. Mirar la pela no suele ser mi modus operandi, pero tampoco me gusta tirar el dinero. Existen atracciones y eventos cuya entrada es un malgasto que puede ser evitado. Poseo poco metal dorado, mas le tengo cariño. A modo de ejemplo, como en la escuela: ¿recuerdan la exposición madrileña de cuyo nombre no quiero acordarme? ¿O tengo que ponerles falta por no atender? Si hubiera pagado un mísero euro, habría sido un euro arrojado a la fuente, sin tan siquiera la ilusión de un deseo. Para mi gusto personal, e intransferible, sobra recalcar.

Mini Europa, una exposición que representa las principales ciudades europeas en miniatura, con sus monumentos y lugares famosos. El primer impulso fue de rechazo. Asociaba, de forma absurda, lo de Mini con Infantil. Cosa para niños, y niñas (no se me enfaden). Los descuentos para familias y niños pequeños corroboraron mis sospechas. Levantó cierta curiosidad, pero no la suficiente. Luego, a toro ya en chiqueros, eché un vistazo en la web turística y no hubiera estado mal la visita.

Elegí las canicas gigantescas.

Llamaron a gritos mi  atención. Seguro que están huecas y vacías. Incluso puede que sean de cartón piedra, con una capa de pintura plateada para darles ese aparente brillo. Un timo, vaya. ¿Cómo va a haber ahí dentro algo, o alguien? Como mucho entra una docena de personas, me decía. Pero la experiencia fue bien distinta.

En pocas, y profanas, palabras: la construcción representa un cristal −conjunto de átomos− de hierro, ampliado miles de millones de veces. Quisieron construirlo con dicho metal, por coherencia, pero descartaron la idea, debido a una mezcolanza de peso, dimensiones y presupuesto. Se decantaron por el aluminio (y acero) y lo bautizaron Atomium (atoms, aluminium).

 El ingeniero que tuvo la idea debía de ser primo, o familiar lejano, del tipo que diseñó el Guggenheim, éste un día comiendo una lata de berberechos se vino arriba, o quizás un compañero de almuerzo le dijo: “¿A qué no hay huevos?”. Pues el belga parecido, en plena partida de petacos, la bolita ding, dong, clinc, clinc, clinc, le vino el engendro a la cabeza, dicho desde el cariño.

Tan sólo tres o cuatro de las nueve bolas podían ser exploradas. No lo recuerdo con exactitud. Pero mereció la pena. Las vistas eran espectaculares, a cien metros del suelo. Las exposiciones curiosas, sobre todo donde explicaban, paso a paso (con mapas, planos, documentos, vídeos, maquetas) todo el proceso que llevó a la construcción de aquella locura con aspecto de portada de manual químico o base extraterrestre . Tan sólo verlo afuera, desde el aparcamiento, recuerdo exclamar en voz alta: ”¡Están locos, estos belgas! ¡lo que han montado con un puñado de canicas gordas!”. “Ni que fueran de Bilbao”, añadí mentalmente.

Y allá estaba yo, como uno más, pasando a la posteridad con las canicas gigantes al fondo. A mi regreso, más de un conocido afirmó tener un calco de aquella foto.  Vaya, que de originalidad cero. Yo, que me había jurado no caer en el cliché. No dejarme arrastrar por el más mundano de los postureos. ¡Yo, viajero, mochilero, descubridor de callejuelas perdidas, bares recónditos y autóctonos peculiares! Pues nada. Caí de morros, y sonriendo. Desde entonces una pesadilla recurrente desvela mi sueño: me hallo en Pisa, visto pantalones cortos, camiseta sin mangas, chancletas; luzco gafas negras sobre mi cabello, sonrío a cámara, brazos extendidos y la torre inclinada al fondo… como si la sujetara. Silencio roto por una serie de clics y una voz que grita “¡Ya está, saqué tres por si acaso!”, entonces despierto, me incorporo como un muelle, empapado en sudor y el corazón a cinco mil revoluciones por minuto.

Para culminar la visita, ascendí hasta la última bola, a través de un pasillo automático cual túnel futurista, con efectos luminosos y acústicos, lo más parecido a un cambio inter dimensional que he experimentado (al menos, sereno). Tuve la sensación de ser abducido por un platillo volante, chiquitín, camino de la nave nodriza. Una vez arriba, un bar restaurante, a todo lujo, imponentes vistas, camareras solícitas y risueñas, mesas y barritas para consumir alrededor de la esfera. La barra de servicio en el centro.

Sorbito a sorbito, disfrutaba aquel manjar de trigo fermentado. La camarera tuvo su participación, sugiriendo tal cerveza. Con su uniforme impecable, todo sonrisas y amabilidad. Hablamos un rato en inglés, hasta que sabedora de mi nacionalidad cambió al español. Lo había estudiado desde chiquilla, dijo, como pequeño homenaje a un abuelo perdido antes de nacer, el cual había emigrado desde León, y se enamoró de su abuela, una señora de Lieja que cuenta noventa y tres años, y chapurrea con gracia y esmero el castellano. Así que no me importó sacrificar un rato la práctica de la jerga shakespeariana, en beneficio de mi lengua materna, y más si así ayudaba a tan aplicada estudiante.

Observo la prueba del delito, la foto culpable a la par que benévola, no aparezco mal, gracias al contraluz; uno tiende a no gustarse en las instantáneas. Sin previo aviso, el recuerdo de la pesadilla asalta, cuchillo entre los dientes, mi paz mental. Los pelillos de la nuca se erizan, un escalofrío, una visión: la foto futura, la torre inclinada, colgada en feisbuk, bajo un titular que reza: “Aquí, sufriendo, alguien ha de soportar el peso de la Historia”, seguido de un emoticono sonriente y otro que muestra un brazo luciendo bíceps.

Tentado estoy de resucitar el Nokia.




jueves, 4 de julio de 2024

F191 - Tres muchachas al rescate, (Bruselas XI)

 Superados ya los efluvios futbolísticos −tampoco es cuestión de aventurarme con la Eurocopa− retornemos a Bruselas.

Cierro el libro y abro los ojos. Abro los ojos al mundo exterior −al paisaje salpicado de caserones, puentes, muros tatuados con grafiti, prados, postes de la luz, túneles, vacas que nos miran− que pasa veloz al otro lado del ventanal. Es una lucha constante, cada vez que disfruto del trayecto en tren, una lucha entre mi yo interno y el mundo exterior. El primero me pide continuar metido en la historia que tenga entre las manos, con la novela que me roba tiempo y aliento. El último me grita, ¡eh estoy aquí, échame un vistazo a través del cristal!, incluso existo a tu alrededor. Soy el resto de los pasajeros, el vagón que traquetea, la voz queda de la megafonía, las luces sobre el techo, las butacas, el olor a perfumes varios, el pasillo, el revisor…

Ahí esta el tipo, larguirucho, uniforme gris como recién salido de la sastrería, gorrita, con chapa de sheriff, ligeramente inclinada hacia un lado, como si él mismo quisiera quitarse importancia, como si su alma rebelde (algo queda de ese adolescente que fue) le retara a saltarse un poquito las normas.

−Billete, por favor −dice, en inglés. Supongo que me vio cara de guiri y quiso saltarse todo el protocolo idiomático: francés, neerlandés, alemán… para acabar hablando inglés. ¡Ay, cómo nos comieron la tostada los hijos de la Gran Bretaña con el idioma del turisteo!

Le acerco la pequeña cartulina, todavía con la tinta fresca de la maquinita. La observa durante unos instantes, alza los ojos clavándolos en los míos, quizás midiéndome, tal vez retándome cual pistolero solitario “¿qué hace en mi ciudad, forastero?”, quizás valorando qué tipo de pasajero soy (¿tramposo, violento, despistado, estúpido…?).

−Este billete es incorrecto −dice su boca, “a mí no me la pegas, ladronzuelo”, dicen sus ojos.

San Pedro LE negó tres veces seguidas, yo me disculpo otras tres.

¡Sorry, sorry, sorry!

El tipo sonríe, tal vez envalentonado ante mi rendición temprana, ni siquiera tuvo que desenfundar, quizás piadoso ante mi despiste.

−Es un billete de clase turista, este vagón es primera clase −añade, sin necesidad. Sin necesidad porque es la segunda vez que me sucede. La primera ocasión en la que subí a un tren en Bruselas me ocurrió lo mismo. No aprendo la lección, deberían darme cien latigazos, colocarme un ridículo gorro de papel, arrojarme en marcha, o al menos sancionarme.

Me incorporo con torpeza, libro, gafas de viejo, mochilita, chaqueta, me faltan manos. Observo a mi alrededor mientras salgo del vagón. Nadie mira, otro guiri despistado, lo cual mi rostro encendido agradece. Contemplo, examino, ojeo, escudriño, me quedo sin verbos y no logro hallar la diferencia, el privilegio, el glamur. Mismas butacas, misma distancia de pasillo, mismas ventanas. Incluso el vagón privilegiado es más chiquito. Accedo al segundo vagón, y sigo sin notar la diferencia por la cual el pobre es de Segunda División (quizás le faltó el presupuesto para jugar en Primera, tal vez tuvo un presidente corrupto que robó los caudales y se perdió en las Bahamas, puro en mano y carcajeándose de La Liga, la Copa del Rey y la Copa de su Prima de Calahorra). Tanto fútbol me verdea las metáforas.

Localizo una butaca libre y me acomodo.

Abro el libro. Cierro los ojos, cierro los ojos a ese mundo exterior extraño, complicado para mí. Quizás nací despistado, me arrancaron de cuajo el gepese y de paso me arrojaron encima un caldero de despiste frío. De acuerdo, la metáfora se me fue por la línea de córner. Tarjeta amarilla, quizás incluso roja.

Tonterías aparte, me encantó el Tren en Bélgica. Así en mayúsculas. Me río solo, aquí en mi pequeño cuarto. Río, aunque nadie lo escuche. Tan sólo las fotos de los más cercanos (que sonríen benévolos), o el gondolero del cuadro que tengo enfrente (quien parece girar sobre sí mismo y burlarse). Me río ante lo de “Bélgica”, como si hubiera atravesado el país de norte a sur, este a oeste, en lugar de haber improvisado un par de excursiones, de las cuales en una me extravié.

Me encantó el Tren.

Ese chaval amable y simpático, de inglés afrancesado. Su paciencia para conmigo. Aquel señor (sí, seguro que me definió como tal) perdido, con su libretita naranja y cursi –“Hoy me voy a comer el mundo”−, incapaz de descifrar las maléficas pantallas que cambian orígenes, trenes, horas y destinos en tres idiomas a la velocidad del rayo, como si la encargada de manipularlas fuese una adolescente aburrida con pulgares voladores. Aquel joven nunca sabrá lo que me ayudó, lo que supuso para mí el descubrir aquel tesoro analógico en forma de enormes carteles, papel amarillento, tras una cristalera sobre uno de los muros recónditos de aquella  estación central. Desde aquel día todo fue más sencillo. Entraba en cualquier estación y enfilaba con decisión a la Sección Abuelos Desorientados en Lucha Contra la Tecnología. La sección analógica, pasando olímpicamente de pantallas digitales, móviles que nos observan y graban (incluso, se lo juro, nos leen el pensamiento), y localizaba mi destinito en aquel despliegue tríptico de papel, y junto a él, se indicaba la horita de salida, el recorrido, las paradas y demás horitas en cada una de ellas. Una maravilla.

Me encantó el Tren. Tentado estuve de emular al chiflado Sheldon Cooper y permanecer a bordo para siempre, como mucho apearme en cada estación, extraer de la máquina un sándwich de queso y ternera con salsa barbacoa, y una barra de chocolate Mars, y abordar otro convoy. No pisar la calle, el mundo exterior, lleno de gente, confusión, normas, ruidos y señales.

Hubo dos cualidades que me sorprendieron. Para bien y para mal. Orden y silencio. Silencio y orden. Los pasajeros actuaban cual bailarinas de natación sincronizada, pero en secano. Como si desde pequeñitos en la escuela les hubieran entrenado a subir, bajar y comportarse dentro de los vagones. Los observo, incrédulo, cómo esperan a las puertas del tren, hasta que el convoy está detenido, entonces, todo el mundo se ordena, como si de militares se tratara, forman dos filas en ángulo de cuarenta y dos grados exactos con respecto a la entrada del tren, una fila a cada lado de la puerta, la cual permanece totalmente despejada para que los viajeros que llegan puedan salir sin dificultad alguna. Y entonces, hasta que el último de ellos no ha alcanzado la seguridad del suelo firme, absolutamente el último (aunque sea una viejecita, un niño o un despistado), nadie osa poner un pie dentro del vagón. Lo hacen como si un árbitro malhumorado observara, silbato en labios y dedos rozando el bolsillo. Como si tuvieran pánico de recibir una segunda amarilla y acabar expulsados del terreno de juego, del andén. Entonces embarcan, por riguroso orden de llegada, despacio, sin empujones, sin griterío. En plan ciudadano cívico. Impresiona sólo verlo.

El silencio.

Escucho los diálogos de la novela. Se lo juro a ustedes. Escucho mis propios pensamientos teniendo conversaciones con los personajes del libro. Un silencio escandaloso envuelve todo. Algo casi claustrofóbico. Nadie habla, nadie escucha videos de reggaetón en el móvil a todo volumen sin cascos. Nadie entabla videoconferencias o chateovídeos,  o como diantres se llamen, con la mamasita que dejaron en Colombia; nadie charla, móvil alzado a modo tostada, con el amante que está de Rodríguez en el apartamento matrimonial de Laredo; nadie discute con su jefe ciscándose en sus muertos por un despido improcedente, jurando venganza. Todos leen en silencio, libros, revistas, móviles, tabletas −se observan auriculares, de cable o pinganillo− algún abuelo incluso luce algo parecido a un periódico. O se evaden a través de la ventana.

Los personajes del libro me hablan. Empiezo a agobiarme. Una cosa es silencio y otra cosa es que unos tipos (asesinos despiadados, descuartizadores de machete y punzón, mala gente) escapen de la página y se sienten a mi vera a susurrarme amenazas.

Entonces las escucho.

Es un sonido celestial. Un sonido de campanillas tañendo entre nubecitas de algodón. Rompe el silencio enfermizo del vagón. Viene a mi rescate.

No puedo evitar la curiosidad. Me incorporo y asomo la cabeza. Y las veo, son tres, permanecen de pie, junto a la puerta, esperando que el tren alcance la siguiente parada. Hablan con volumen excesivo, ríen escandalosas, un instante, para dar paso a risas contenidas, al otro; esta última es una risita nerviosa, tímida, como si temieran dejar escapar otra carcajada. Una risa que tan sólo las adolescentes dominan. (Añoro el verbo inglés que la define de un modo perfecto: giggling.)

Son tres muchachas, visten uniforme colegial; tres muchachas que, hartas de la coraza metálica de aquel vagón claustrofóbico, rompen el silencio, vociferan, sueñan y juegan; ríen el presente, como si temieran la incertidumbre del futuro, que nos quiten lo bailado, deben de pensar. Y gritan, de manera comedida, gritan al estilo nórdico sin alcohol de por medio, incluso pegan saltitos y se persiguen en aquellos dos metros cuadrados. Se amenazan, amagan golpearse y se protegen con carpetas pegadas al pecho. Ríen, siguen riendo.

Bendito trío adolescente.

Esas tres chavalas me liberaron de aquel vacío, del pozo silencioso, de los vozarrones novelísticos que abrumaban mi cerebro. Tres jovenzuelas dando un poco de guerra, en un vagón aburrido. Esas tres mocetas me devolvieron al mundo exterior, al mundo (que suena, que roza, que incomoda), al desorden, al riesgo, a la vida.