domingo, 31 de mayo de 2020

F138 - Doce uvas, café con hielo y chanclas (diciembre 2005)


¡No me lo puedo creer! Ya es mala suerte lo mío. He sido precavido. Todo lo planifiqué al dedillo. Días, horas, enlaces. Pienso una y otra vez, jadeando, dolorido por el esfuerzo, rezando por lo bajini. No, Dios mío, no, por favor. Olvida todos esos pecados de baratillo que acumulo en mi lista y apiádate de mí. La mochila pesa como una mala decisión. Pero menos mal que opté por ella. Trato de consolarme. Tamaño medio, cómoda, se adapta a la perfección a mi espalda. No quiero ni imaginar cómo lo hubiera hecho con la maleta de ruedas. Corro a pequeñas zancadas. Marca de la casa. Zancadas rápidas, seguras, no vaya a ser que me rompa los cuernos. Corro por aquellos inmensos pasillos. Esquivo señoras, caballeros, niños, niñas, japoneses despistados, adolescentes besucones, pilotos chuletas con gafas de sol de piloto, azafatas pintarrajeadas con ridículos sombreritos. Sorteo maletas, trolleys, globos brillantes en forma de corazón, tablas de surf. Lo mío es una carrera de obstáculos con carga incluida. El sudor recorre mi frente. Un par de gotas invaden mis ojos. Escuecen un horror. ¡Madre mía cuánta gente! ¿No tenéis casa, o qué? Mi visión se vuelve borrosa. Estoy a punto de tragarme una gigantesca maleta de tres pisos. ¿Qué carajo lleva la gente de vacaciones? La esquivo en el último instante, emulando a Fernando Alonso. Atajo por el pasillo central. Consiste en una de esas cintas que se mueven hacia adelante. Como unas escaleras automáticas aplanadas por el peso de su mala conciencia. ¡Qué maravilla! Parezco Carl Lewis en sus años mozos. Lo peor es el final. El cambio de superficie movediza a otra quieta. A punto estoy de dar con mis costillas en el suelo. Recupero el equilibrio y continúo la carrera.

 Me encuentro en Heathrow, uno de los mayores aeropuertos de Londres. Estoy a punto de perder un vuelo a Tenerife.

Mas comencemos por el principio.

            Mi espíritu continuaba decaído. En realidad iba arrastrando las orejas por el piso. No lograba sacarme a Erika de la cabeza. Dormía hecho un ovillo, cual niño chico. Contemplaba nuestras pocas fotos compartidas. Olía el perfume que todavía conservaba una camiseta que le presté para dormir. Me torturaba con pensamientos absurdos. Con planteamientos utópicos. ¿Y si hubiera dicho esto? ¿Y si habría hecho aquello? Durante las pocas horas que caía rendido en un sueño low-cost, mis dientes rechinaban. Un desvelo tras otro. La mandíbula no obedecía las claras órdenes enviadas por mi cerebro. Se cerraba por voluntad propia. Qué bien. Una mandíbula indepe, sin referéndum ni nada. Ella a su bola, pasando del gobierno central. Tenía que usar un paquete de clínex, medio lleno, como mordedor. Al menos aquello parecía consolar a los dientes soberanistas, cual inyección estatal multimillonaria.  Una ruina todo. 

Un día dije basta. La bombillita se encendió en mi mente como en los tebeos que leía de crío.

̶  Maggie, atravieso una mala racha. Necesito vacaciones  ̶   holidays, dije en su idioma, por supuesto. Una de las primeras palabras que se incorpora a filas en tu vocabulario de españolito inmigrante, junto con ‘money’, ‘job’, ‘flatmate’, ‘pint’, ‘flight’, ‘payslip’, ‘party’, y algunas otras.
La buena señora me observa en silencio. Sus ojos no se atreven a invadir los míos. Me mira “a la inglesa”. A la escocesa, en este caso. Me mira sin mirar. Pasando por encima, o quizás a través. Al fin sonríe. I got cha! Digo para mis adentros. ¡Te tengo! O como dicen en las películas de sobremesa: ¡Bingo!
̶  Está bien, Jorge. Han sido días difíciles y estoy muy satisfecha de cómo te has adaptado al turno de día. Los compañeros hablan maravillas de ti. Dispón de los días que necesites.
Adoro este país. Saben lo que deben decirte, y cómo hacerlo,  en cada circunstancia. Es un arte que manejan a la perfección. Incluso cuando el mensaje es negativo, ellos le dan la vuelta para que luzca como bonito regalo, con lazo incluido. No es el caso. Ignoro si me está arrojando confeti de colores o si es sincera. Me da lo mismo. El ambiente con mis compañeros es exquisito. Eso sí lo sé. Quizás tan sólo le pesa la mala conciencia tras su traición con el cambio de turno. Como aquel mal árbitro que te concede una falta, inexistente, al borde del área porque se tragó un clamoroso penalti a tu favor, cinco minutos antes.

            De esta manera sucedió. Entré en internet con voracidad perruna. Recorrí todas las páginas de vuelos que conocía. Rompí el cerdito que me miraba con cara de pena, tratando de mantener su integridad física mediante chantaje emocional. No funcionó. Hice un par de llamadas. Unos buenos amigos vivían en Santa Cruz de Tenerife. Piso de estudiantes. Lo dejarían vacío durante las vacaciones de Navidad, en busca de unas fiestas más tradicionales. Frío, nieve, familia. Esas cosas. Yo lo haría a la inversa. Recibir el año bajo el sol. Playa. Terrazas. Hielo, sí, pero en el cubata.
Y aquí me hallo. Jugándome el tipo, a la carrera. Haciendo slalom para no llevarme por delante a algún chino con cámara incluida.

            Todo estaba bien planeado. Mas el primer vuelo salió tardísimo desde Edimburgo. El que manda allí arriba no hizo caso de mis plegarias, lanzadas desde el asiento junto a la ventanilla, mientras me ajustaba el cinturón. Quizás no las oyera, bajo el rugido de los motores. Era muy tarde. Las sonrientes azafatas, y un azafato, explicaban las medidas de seguridad, con un ridículo chaleco amarillo ceñido a la cintura. Miro el reloj. No llegaría al enlace del vuelo con Monarch, Londres – Tenerife Sur. ¡Maldita sea mi estampa!

Llegué a tiempo.

El último tramo lo anduve a paso ligero. No fuera a ser que les resultara sospechosa mi carrera a los ojos tras las mil y una cámaras que allí había. Un tipo sudoroso, vestido de verano en pleno diciembre, mochila al hombro, corriendo como un poseso, la mirada perdida. Sus labios en movimiento, parecen orar. 11-S. Aviones. Nueva York. Mejor camina tranquilo, Jorge. Ya se aprecia la fila de pasajeros. Está subiendo a bordo.

            Fue uno de los finales de año más extraños, y felices, de mi vida. Desde entonces, Tenerife, junto a sus gentes, tiene reservada una parcelita en mi corazón.

̶  Sí, dígame.
̶  Papá, soy yo. ¡Feliz Año Nuevo!
̶  Gracias, hijo. Igualmente. ¿Cómo va todo?
̶  Bueno, aquí trabajando duramente. Te llamo desde una terraza en Tenerife, manga corta, chancletas, café con hielo.
̶  ¡Qué cabrón, menuda nevada cayó anoche en Logroño. Un frío que pela nos trajo!  ̶  dijo, tras su típica gran sonrisa que pude apreciar desde el otro lado de la línea.

martes, 26 de mayo de 2020

F137 - Un monstruo agazapado tras la esquina (diciembre 2005)


La belleza no está en el envoltorio. Nos lo dicen, lo leemos, casi deseamos creerlo. La apariencia es tan sólo un bonito embalaje de regalo. La esencia, lo que realmente cuenta se encuentra en el interior. Año 2020, un año redondo, coqueto, chulo como un ocho, envuelto en papel de colores salpicado con motivos alegres: vaquitas, tal vez, quizá corazoncitos, o pudiera tratarse de medias lunas acompañadas por su pequeño séquito de estrellas. Año 2020, el twenty-twenty, que dirían por aquellos lares escoceses. Un año prometedor, cargado de buenos deseos, mejores acciones, salud, dinero, amor. Una euromillones ganadora. Así lo previmos, lo deseamos, casi lo creímos en la Nochevieja del 2019 mientras entre risas, euforia contenida y alguna lagrimilla, chocábamos nuestras estiladas copas de champán. ¿Quién nos iba a decir, durante aquella mágica noche, que el año modélico entrante, antes de hacer su paseíllo por la pasarela Cibeles, nos golpearía con saña, zas, zas, zas, sin piedad, con su látigo en forma de virus, dejando miseria, caos, incertidumbre y tormento, y muertos por doquier? 

            Yo también me las prometía muy felices, durante aquel lejano diciembre del 2005, creyendo dar la patada definitiva a un año que me concedió la miel y el veneno, ansioso por dar la bienvenida al nuevo candidato, 2006, que lucía atractivo y enigmático,  y el cual, si engullía las doce uvas, ya próximas, estrenaba gayumbos rojos y brindaba con sidra asturiana mirando a los ojos de mi acompañante, al tiempo que cruzaba los dedos de la mano izquierda y hacía la pata coja sobre la pierna derecha, me concedería los tres deseos de Aladino, más la bola del bonus extra. Sin saber que todos aquellos rituales supersticiosos no lograrían detener uno de los acontecimientos más tristes de mi vida… Ignorante de que el 2006 me dejaría solo ante el mundo, fulminando, con su impía indiferencia, ese último apoyo incondicional al que recurrir si un día todo venía torcido; un año que grabaría su sello de hierro incandescente sobre mi piel de ternerito tierno, imprimiendo la ‘H’ mayúscula de Hombre, haciendo desaparecer, mediante su dolor, la perezosa figura de Peter Pan.

            Diciembre de 2005. El gran supermercado huele a Navidad. De hecho, tal aroma se percibe desde primeros de noviembre. Fue enterrar la cuba siniestra de Halloween, repleta de calabazas con sonrisa de psicópata, y al día siguiente abarrotar toda la nave comercial con motivos navideños. Tesda wish you Merry Christmas! (Consulte en nuestro mostrador de Atención al Cliente nuestro Especial Crédito Personal).

Reina la felicidad, el buen rollo, el compañerismo incondicional. Incluso el Gran Jefe pasea por la tienda, en mangas de camisa, saluda a diestro y siniestro como un torero por la puerta grande, ofrece su apretón de manos, arenga a la tropa cual general invicto, insufla valor ante el enemigo en forma de muchedumbre con mono de gastar (¡Ánimo chavales, sois los mejores!; ¡venga chicas, pertenecéis a la gran familia Tesda!; We can! ). Compartiendo, de espíritu, nuestro sudor proletario de apiladores de cajas. Incluso el bueno de Obama copió de este señor, con planta de modelo de Gucci y gafas de intelectual, aquel recurrido eslogan  ̶ más tarde, nuestro peculiar Coletas lo confiscaría para uso particular y propio beneficio ̶  . El big boss de aquella catedral del consumismo luce una sonrisa mundana, más verosímil, más humana, alejada de aquella de anuncio Profiden que se pone como sempiterna mascarilla personalizada. Las cajeras cantan, las nubes se levantan. Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva. Las dinner ladies, orondas, risueñas, de coloradas mejillas, te ofrecen sus grasientos manjares en la cantina, creedoras –ingenuas ellas ̶ de estar recompensando tu esfuerzo con dosis de energía y buenos nutrientes, en lugar de cañonazos de colesterol para tus arterias: salchichas chorreando grasa, salsa gravy a paletadas, patatas fritas sin escurrir como acompañante permanente de cualquier ingrediente protagonista. Hamburguesas, lasaña, pastel de carne. Brócoli, coles de bruselas y zanahorias, aliados, codo con codo, resisten en minoría tras la trinchera, empeñados en combatir al Capitán Colesterol y sus numerosas tropas, mas caen derrotados tras la última avanzadilla enemiga, en forma de baño en queso fundido con tres dedos de grosor. No hay esperanza. “¿Oiga, si…, póngame con el enemigo? Paren la guerra, que me suelte un poco el cinturón”.

La Felicidad da su  golpe de estado habitual por estas fechas. Imponiendo su dictadura. ¡Sonríe! ¡Baila, canta, celebra! ¡Sé feliz, imbécil! Mas mi ánimo se convierte en fuerza de guerrilla ante tal atropello. Una Navidad más sin ese alguien especial que todo lo transforma en luz y pompones. Otra Navidad solitaria, rodeado de gente. ¿Existe algo más triste que una Navidad sin pareja? Estremezco por exigencias del guión, no por novedad; mi humilde zurrón  ̶ ropo pom pom, ropo pom pom ̶  acumula infinitas Navidades solteronas. Sin embargo, la aún tibia ausencia de Erika duele como un bolazo de nieve dura en toda la cara.

Espumillón de brillantes colores; relucientes campanas colgantes; muñecos de nieve de corcho; villancicos ñoños entrañables; estrellas plateadas, doradas, con lunares; un gigantesco abeto benévolo escolta la entrada, junto al viejo gordo de la Coca-cola ho, ho ho,  ̶ comprad, comprad malditos  ̶   quien hace tintinear una campanilla con su brazo mecánico , tilín, tilín, tilín, como si hubiera tomado lecciones de un gato chino; globos con un empacho de helio, proclamando la buena nueva, escupiendo mensajes de amor con exceso de glucosa: ‘White Christmas’; ‘love U’; ‘Santa is coming’; ‘Be good’  ̶  mi caaasa, teléeefono  ̶ ; ‘Eat!’; ‘Drink!’; ‘Get drunk, you idiot!’; ‘And do Not Forget: buy, buy and buy!’, Compra, compra, compra hasta que tu tarjeta de crédito coja la baja por estrés. 

Adornos y más adornos. Santas rojos, verdes y algún pirado de amarillo chillón. Tal vez es daltónico, o ciego, el pobre. Regalos, envoltorios, lacitos. Mas ni un sólo Belén, no vaya a ser que algún cliente, empleado o jefe se moleste. Un supermercado de herejes.

Espero con ansia el año entrante para lamer las heridas, lucir las cicatrices, recibir todas esas buenas nuevas prometidas…

Ajeno a la existencia de un monstruo al acecho, agazapado, a la vuelta de la esquina.

lunes, 11 de mayo de 2020

F136 - El Abismo (y III): "No te quedes ahí parado" (noviembre 2005)


                                   "Todo empezó 
                                   Una mañana toledana
                                   Llegó a su puerta
                                   Y picó el botón
                                   Del piso al que llamaba
                                   Tembló una voz
                                   Y le sobraron las palabras”


Y se hizo el Silencio. Con mayúscula. Desapareció el bip bip de sus mensajes de texto. El na na ná de Kylie Minogue ya no significaba su voz inmediata, su risa de niña traviesa, sus bromas, su hola guappo que hacía temblar mis piernas.

Y se hizo el Silencio. Fui extraído de su entorno como el aire de un sobre de jamón ibérico al vacío. Sin contemplaciones, sin piedad. De un tirón, como quien retira una vieja tirita. Con la intención de no dañar. Sólo que la herida aún sangraba. Tan fresca, tan reciente.

“You mean the world to me”. Dijo, sus grandes ojos verdes abnegados de lágrimas, tornando castaños, quizás por pena, por la tristeza provocada, por la flecha disparada. Lo significas todo para mí; fue su frase de despedida, la lápida sobre una fugaz relación, el final del cuento de hadas montado en 3D por mi estúpida imaginación. “You mean the world to me, pero lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”, habría añadido si su español hubiera madurado en barrica riojana.

            ̶  Pásate el sábado por la mañana. ¿A las once? ¿Está bueno para ti?
Así acordamos mi última visita a su casa. Recoger mis cuatro cosas. Dejar aquello de manera civilizada. Quizás un último abrazo. Tal vez un beso fugaz. Aspirar su cabello. Ahogarme en sus pozuelos de líquida esmeralda. Rozar su mejilla con la yema de mis dedos.

Y el sábado, ante mí, se abrió el Abismo.

            ̶  Soy yo.
            ̶  Ah, Jorge, ehh, sí, ¿ya viniste?, sube, sube ("no te quedes ahí parado").

Aquella escena, ante el portal de su casa, pulsando el botoncito del portero automático,  marcó como una cuchillada uno de los temas de Estopa. Lo encadenó para siempre dentro de mi alma. Condenándolo, sin remedio, a su recuerdo, a su voz, sus atropelladas palabras. La asociación era falsa. No hubo engaño. No hubo traición. Aquella fatídica noche ya no estábamos juntos. Mas el corazón enamorado no entiende de hojas de calendario.

                              “Ella le invitó a subir
                                   Diciendo entra
                                   No te quedes ahí parado
                                   Y él se dio cuenta”

Un desagradable prrr franqueó mi acceso al edificio. La luz iluminó el zaguán por arte de magia, más bien por algún tipo de detector de movimiento. Los buzones abrían sus fauces, riendo a carcajadas, señalándome con sus pequeñas cerraduras. Subí aquellos tramos de escalera más despacio que nunca. Esta vez sin la intención de saborear el momento, tan sólo retrasar lo inaplazable. Mis pies gritaban de dolor. Las piernas, pesadas como si en lugar de vaqueros vistiese unos pantalones de montaña, con mosquetones, piqueta, pala y otros artilugios colgando del cinturón.  Mi mano, carente de tacto, dormida, un ejército de hormigas recorriendo sus dedos, ¿congelada por la gelidez de la escalada?, se apoyaba en la barandilla metálica. Sólo faltaba el casco, que me protegiera, me aislara de una realidad imposible de ocultar. Subía, escalón a escalón, respirando despacio, como si estuviera ascendiendo el Aconcagua, en vez de al segundo izquierda.

Abrió la puerta casi al instante de que hollara la cima. Como si hubiera intuido mi presencia, escuchado mis lúgubres pisadas, mi áspera respiración, o quizás observara mi borrosa imagen tras la mirilla.

                              "Que estaba mintiendo
                                   Que le había engañado
                                   Que estaba mintiendo
                                   Que le había engañado”

Tenía el cabello húmedo, suelto. Lucía una camiseta de andar por casa, junto a unos pantalones ajados que ya nunca verían la calle. Iba descalza. No pude evitar reparar en sus pequeños dedos separados. Siempre llamaron mi atención. Hubiera matado por acariciarlos. 

            ̶  Pasa, estoy secando pelo. ¿Quieres tomar algo, un vaso de agua?
Eso dijo. Así lo pronunció, con esa mínima incorrección, ese pequeño secuestro de vocablos que me volvía loco. Y aquello fue lo que me ofreció, un vaso de agua. Tal vez deseaba recompensar mi escalada, quizás intuyó que me ahogaba, que el oxígeno no alcanzaba mis pulmones por más que lo intentara.

            ̶  No, gracias  ̶  contestó la estupidez en forma de orgullo.
Entonces lo noté, por primera vez. La forma de mirarme. Sus ojos se encontraban con los míos, huían, se lanzaban a través de la ventana, regresaban y volvían a encontrar mi mirada. Se movía a pasitos pequeños. Manejaba el secador con manos temblorosas. Lo apagó, dejándolo sobre el edredón. Absurdamente pensé en advertirle del riesgo que ello entrañaba. Mis labios no se abrieron. No pude más. Aquello me estaba rompiendo por dentro. Su distancia, el escudo invisible e impenetrable, sus brazos pegados al cuerpo y, sin embargo, extendidos hacia mí con un mudo alarido: ¡no te acerques, no me toques!

Y al fin, lo comprendo. 

Es miedo. Temor físico por mi masculina presencia. Y me quiero morir. Deseo saltar dentro del agujero negro de ese puto Abismo que se ha abierto ante mí, perderme en la profundidad de su ojo oscuro, camino de la nada.

No puedo más. No lo soporto. Abismo. Oscuridad. Perdición.

            ̶  Erika. Soy yo eh. Soy Jorge. No voy a hacerte nada. Jamás te haría daño.
            ̶  Lo sé. Lo sé. Perdona. De verdad. Estoy nerviosa. Es difícil para mí. Tú no creas.
Silencio. Unos segundos disfrazados de horas.

Lo rompe una sintonía de teléfono móvil. Corta. Por duplicado. Desde su móvil.
Se agacha para cogerlo. Reposa sobre la mesita de noche, a su alcance. Echa un rápido vistazo a la pequeña pantalla que permanece iluminada, sin tiempo a apagarse. Teclea con dedos hábiles. Apenas unos segundos.

Ante su sorpresa, y la mía propia, sonrío. Recordando. Cuando le dije por teléfono que sabía que Mr. Farola la había visitado aquella noche. Que yo tenía la certeza de que él era más que un amigo, Erika quedó asombrada. Casi pude ver su boca abierta a través de la línea invisible de nuestros móviles. Los españoles sois algo brujos. Dijo. Veis cosas sin verlas. Concluyó.

Una vez más, mi instinto lo dice a gritos. Leo, sin alcanzar a verlo, el intercambio de esemeses como si estuviera escrito con tiza, a gruesos trazos, sobre un gigantesco encerado detrás de nosotros:
            (Mr. Farola):   ̶  ¿Todo ok?  ̶  teclea agazapado tras el volante de su coche, abajo, en el aparcamiento.
            (Erika):   ̶  Sí, ok.
Se lo hago saber a ella. Trato de mostrarme tranquilo, sonrío. Las manos en los bolsillos. Nuevamente se sorprende. Su ingenuidad kiwi me enternece, una vez más.

            ̶  Dile que esté tranquilo. Ya me voy.

                         

            Ha sido una experiencia difícil para mí, recordar todo aquello. Tantos y tantos años después. La exageración, junto al humor e imaginación, a menudo fieles escuderos, han tratado de ayudarme. Erika siguió en mi vida, de una forma u otra. Incluso me acompañó a España, conoció a mi familia. Maravilló, con aquella dulzura, a mi padre, unos pocos meses antes de que él se fuera para siempre, dejándome solo ante el mundo. Velando por mí, ya junto a mi madre, desde allá arriba, en un aula celestial repleta de alumnos que tendrán seis años de edad eternamente.

            Erika persistió en mi existencia. Nunca la abandonó. Tiempo, silencios, distancia, otros amores, alegrías, desgracias. Nada la borró del recuerdo de aquel 2005. Y wassap, invento del Maligno, obra el milagro de la continuidad.

Erika, si algún día te ves reflejada en estas humildes líneas: gracias por tu vida.