¡No me lo
puedo creer! Ya es mala suerte lo mío. He sido precavido. Todo lo planifiqué al
dedillo. Días, horas, enlaces. Pienso una y otra vez, jadeando, dolorido por el
esfuerzo, rezando por lo bajini. No, Dios mío, no, por favor. Olvida todos
esos pecados de baratillo que acumulo en mi lista y apiádate de mí. La mochila
pesa como una mala decisión. Pero menos mal que opté por ella. Trato de
consolarme. Tamaño medio, cómoda, se adapta a la perfección a mi espalda. No
quiero ni imaginar cómo lo hubiera hecho con la maleta de ruedas. Corro a
pequeñas zancadas. Marca de la casa. Zancadas rápidas, seguras, no vaya a ser
que me rompa los cuernos. Corro por aquellos inmensos pasillos. Esquivo
señoras, caballeros, niños, niñas, japoneses despistados, adolescentes
besucones, pilotos chuletas con gafas de sol de piloto, azafatas pintarrajeadas
con ridículos sombreritos. Sorteo maletas, trolleys,
globos brillantes en forma de corazón, tablas de surf. Lo mío es una carrera de
obstáculos con carga incluida. El sudor recorre mi frente. Un par de gotas
invaden mis ojos. Escuecen un horror. ¡Madre mía cuánta gente! ¿No tenéis casa,
o qué? Mi visión se vuelve borrosa. Estoy a punto de tragarme una gigantesca
maleta de tres pisos. ¿Qué carajo lleva la gente de vacaciones? La esquivo en
el último instante, emulando a Fernando Alonso. Atajo por el pasillo central.
Consiste en una de esas cintas que se mueven hacia adelante. Como unas
escaleras automáticas aplanadas por el peso de su mala conciencia. ¡Qué
maravilla! Parezco Carl Lewis en sus años mozos. Lo peor es el final. El cambio
de superficie movediza a otra quieta. A punto estoy de dar con mis costillas en
el suelo. Recupero el equilibrio y continúo la carrera.
Me encuentro en Heathrow, uno de los mayores
aeropuertos de Londres. Estoy a punto de perder un vuelo a Tenerife.
Mas
comencemos por el principio.
Mi espíritu continuaba decaído. En
realidad iba arrastrando las orejas por el piso. No lograba sacarme a Erika de
la cabeza. Dormía hecho un ovillo, cual niño chico. Contemplaba nuestras pocas
fotos compartidas. Olía el perfume que todavía conservaba una camiseta que le
presté para dormir. Me torturaba con pensamientos absurdos. Con planteamientos
utópicos. ¿Y si hubiera dicho esto? ¿Y si habría hecho aquello? Durante las
pocas horas que caía rendido en un sueño low-cost,
mis dientes rechinaban. Un desvelo tras otro. La mandíbula no obedecía las
claras órdenes enviadas por mi cerebro. Se cerraba por voluntad propia. Qué
bien. Una mandíbula indepe, sin referéndum
ni nada. Ella a su bola, pasando del gobierno central. Tenía que usar un
paquete de clínex, medio lleno, como mordedor. Al menos aquello parecía
consolar a los dientes soberanistas, cual inyección estatal multimillonaria. Una ruina todo.
Un día dije
basta. La bombillita se encendió en mi mente como en los tebeos que leía de
crío.
̶ Maggie, atravieso una mala racha. Necesito vacaciones ̶ holidays, dije en su idioma, por supuesto. Una de las primeras palabras que se incorpora a filas en tu vocabulario de españolito inmigrante, junto con ‘money’, ‘job’, ‘flatmate’, ‘pint’, ‘flight’, ‘payslip’, ‘party’, y algunas otras.
La buena señora me observa en
silencio. Sus ojos no se atreven a invadir los míos. Me mira “a la inglesa”. A la escocesa, en este
caso. Me mira sin mirar. Pasando por encima, o quizás a través. Al fin sonríe. I got cha! Digo para mis adentros. ¡Te
tengo! O como dicen en las películas de sobremesa: ¡Bingo!
̶ Está bien, Jorge. Han sido días difíciles y estoy muy satisfecha de cómo te has adaptado al turno de día. Los compañeros hablan maravillas de ti. Dispón de los días que necesites.
Adoro este país. Saben lo que deben
decirte, y cómo hacerlo, en cada
circunstancia. Es un arte que manejan a la perfección. Incluso cuando el
mensaje es negativo, ellos le dan la vuelta para que luzca como bonito regalo,
con lazo incluido. No es el caso. Ignoro si me está arrojando confeti de
colores o si es sincera. Me da lo mismo. El ambiente con mis compañeros es
exquisito. Eso sí lo sé. Quizás tan sólo le pesa la mala conciencia tras su traición con el cambio de turno. Como
aquel mal árbitro que te concede una falta, inexistente, al borde del área
porque se tragó un clamoroso penalti a tu favor, cinco minutos antes.
De esta manera sucedió. Entré en
internet con voracidad perruna. Recorrí todas las páginas de vuelos que
conocía. Rompí el cerdito que me miraba con cara de pena, tratando de mantener
su integridad física mediante chantaje emocional. No funcionó. Hice un par de
llamadas. Unos buenos amigos vivían en Santa Cruz de Tenerife. Piso de
estudiantes. Lo dejarían vacío durante las vacaciones de Navidad, en busca de
unas fiestas más tradicionales. Frío, nieve, familia. Esas cosas. Yo lo haría a
la inversa. Recibir el año bajo el sol. Playa. Terrazas. Hielo, sí, pero en el
cubata.
Y aquí me
hallo. Jugándome el tipo, a la carrera. Haciendo slalom para no llevarme por
delante a algún chino con cámara incluida.
Todo estaba bien planeado. Mas el
primer vuelo salió tardísimo desde Edimburgo. El que manda allí arriba no hizo
caso de mis plegarias, lanzadas desde el asiento junto a la ventanilla,
mientras me ajustaba el cinturón. Quizás no las oyera, bajo el rugido de los
motores. Era muy tarde. Las sonrientes azafatas, y un azafato, explicaban las
medidas de seguridad, con un ridículo chaleco amarillo ceñido a la cintura.
Miro el reloj. No llegaría al enlace del vuelo con Monarch, Londres – Tenerife Sur. ¡Maldita sea mi estampa!
Llegué a
tiempo.
El último
tramo lo anduve a paso ligero. No fuera a ser que les resultara sospechosa mi
carrera a los ojos tras las mil y una cámaras que allí había. Un tipo sudoroso,
vestido de verano en pleno diciembre, mochila al hombro, corriendo como un
poseso, la mirada perdida. Sus labios en movimiento, parecen orar. 11-S.
Aviones. Nueva York. Mejor camina tranquilo, Jorge. Ya se aprecia la fila de
pasajeros. Está subiendo a bordo.
Fue uno de los finales de año más
extraños, y felices, de mi vida. Desde entonces, Tenerife, junto a sus gentes,
tiene reservada una parcelita en mi corazón.
̶ Sí, dígame.
̶ Papá, soy yo. ¡Feliz Año Nuevo!
̶ Gracias, hijo. Igualmente. ¿Cómo va todo?
̶ Bueno, aquí trabajando duramente. Te llamo desde una terraza en Tenerife, manga corta, chancletas, café con hielo.
̶ ¡Qué cabrón, menuda nevada cayó anoche en Logroño. Un frío que pela nos trajo! ̶ dijo, tras su típica gran sonrisa que pude apreciar desde el otro lado de la línea.