lunes, 5 de junio de 2017

F89 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (IX) (2 de junio 2017)

     Llegó el ansiado fin de semana, tras días eternos de fría espera. Trabajando duro a base de madrugones y músculos doloridos, pero con una sonrisa torcida en el rostro, fruto del emotivo aliciente: ¡Nos vamos a Cardiff! Es increíble el poder de la ilusión. Las cajas pesan menos, el jefe parece más simpático, incluso la borde de turno exhibe un aura luminosa cada madrugada, como si, de repente, hubiera hecho un pacto con su ángel bondadoso particular.

     Mi estudiado plan es de una compleja sencillez. Nada puede fallar. Todo saldrá bien. Viernes noche, vuelo desde Bilbao a Londres Stansted, a las dos de la madrugada autobús a otro de los aeropuertos metropolitanos, Heathrow. Paso el resto de la noche entre sus gélidas paredes y subo al primer tren de la mañana del sábado, que en otras tres horas me dejará en Cardiff. La ciudad anhelada. Mi renovada Lisboa. El retorno dominical, tras el partido y la noche de cánticos o lloros,  de idéntica manera pero a la inversa. Es un plan perfecto. Salvo un pequeño detalle, o dos, sin importancia: no dispongo de entrada, ese escondido tesoro, ni de alojamiento. Pero, ¿quién dijo miedo?

     Una bolsa de fina lona a la espalda. Una muda, unos bocatas. El cargador del móvil con su adaptador británico. Un mínimo kit de supervivencia. Me aseguro de llevar mis amuletos madridistas, repartidos entre los numerosos bolsillos: la preciada entrada para la final de París 2000 (regalo de mi hermano); el casi desvaído llavero formado de un pequeño balón, una bota y el escudo, recuerdo de mi presencia en el Bernabéu cuando el bueno de Valdano, en 1995, devolvió al Real Madrid a “su lugar en la Historia”, endosando un 5-0 al Barcelona, la manita, con gol incluido de un tal Luis Enrique…; una pequeña fotografía de Glasgow 2002; y por supuesto, una pulserita añil adquirida en aquella ciudad melancólica y bulliciosa que robó mi corazón, Lisboa 2014. Nada podía fallar.

     Sin embargo, la realidad, el destino, la fortuna, los dioses, pongan ustedes el sujeto que gusten en la frase, tienen su propia manera de jugar las cartas. Aquel que maneja los hilos de todo este tinglado, mira hacia abajo, o hacia arriba (uno ya muestra serias dudas, con la que está cayendo), te observa, te estudia, se frota las manos y dice: “Mira ese pringao. Presumiendo. Ufano de sí mismo. Publicando fotografías. Escribiendo sus basuras. Colocándose tapones de corcho en los oídos, para que no se desborde su rebosante ego. Nos vemos en Cardiff. Nos vemos en Cardiff”. Da un puñetazo en la mesa terrenal, haciendo vibrar toda su superficie sólida y líquida. Provocando, incluso, un pequeño tsunami en Honolulú, sin graves consecuencias. Y todo tu estudiado plan se va al carajo.

     Todo comenzó torcido.

   Loiu, aeropuerto de Bilbao. Viernes, 19,45 horas. La tarde-noche se muestra desapacible, a cara de perro, una niebla ligera, acompañada del característico sirimiri, envuelve a los aviones que, incansables, despegan y aterrizan inmunes a la adversa climatología. Mi vuelo a la City parte a las diez de la noche. Tiempo para repartir y regalar. Me aproximo a una de las pequeñas pantallas, para cerciorarme de que todo va bien, guiado por un extraño presentimiento, que surge de mi interior y alcanza la superficie de toda mi piel, el cual trato de alejar de mi mente: “Jorge, no me seas agonías”.

               London Stansted: retrasado: tiempo estimado 20 minutos.

     Leo el mensaje y lo sé. El futuro más inmediato. De repente. Nítido y claro, en mi mente. Es como si alguien me lo estuviera susurrando al oído. Como si el tipo que mueve los hilos me tocara con los dedos en el hombro, y al volverme lo contemplara, con su otra poderosa mano sobre la boca, tratando de contener las carcajadas: ¿Adonde dices que vas a volar tú, monigote?

     Aprovecho el momento para cambiarme la camiseta, empapada de la primera ansiedad, asearme un poco, estirar las adormecidas piernas. Tratar de relajarme. Observo el ajetreo del lugar. Siempre me encantó pararme a contemplar la gente que trasiega por los aeropuertos. Tan diferentes, tan idénticos. Prisas, abrazos, sonrisas, libros, lágrimas, filas, maletas, lloros de bebés… vida. Me acerco de nuevo a la pantalla que decidirá mi destino, nunca mejor dicho. Elijo una diferente, más grande, más chula, más amable a mis supersticiosos ojos.

               London Stansted: retrasado: tiempo estimado 1 hora, 10 minutos.

     Un muro de malos recuerdos se derrumba ante mí. Aplastándome con sus zafios y burdos ladrillos. Asfixiándome. Otro vuelo. Otro año. La misma compañía. Quince pasajeros, obligados a abandonarlo. Sin razón aparente, sin razonable explicación. Truncando la primera Navidad que planeaba disfrutar con mis seres queridos, tras años de estancia en Edimburgo. “Jorge, no te emparanoies”, me digo, con la fe mostrando el piloto rojo de entrada en Reserva.

    Busco una mesa tranquila, previo paso por el mostrador de una de esas cafeterías extrañas. Cafeterías guiris, en suelo patrio (todavía), donde amables camareros preparan el oscuro y caliente brebaje, a nuestra manera. Olvidándose de reglas y maneras usadas en los países anfitriones de sus denominaciones. Apoyo la bandeja sobre la impoluta superficie. Café americano, con un poco de leche aparte, acompañado de una gigantesca muffin (la magdalena de toda la vida), mandando a paseo la estricta dieta que ha sido mi sombra durante semanas. Echando en falta, como un yonki en pleno mono, un libro, siempre mi fiel escudero. Dejado atrás, sobre la colcha de la cama, debido a mi obsesiva restricción de objetos en la minúscula mochila.

                                       London Stansted: CANCELADO.

     La odiosa palabra, en rojo, ríe en tres idiomas (español, inglés, euskera), con su odiosa intermitencia, eco de las odiosas carcajadas del tipo loco que mueve los hilos de todo este tinglado:

     CANCELADO PRINGADO CANCELADO PRINGADO CANCELADO...

    Sorpresa, presentimiento confirmado, incredulidad, frustración… cansancio repentino. Filas, más filas. Amables azafatas de tierra que tratan de seguir siéndolo. Preguntas lanzadas al aire, sin dirección, sin destino, sin respuesta. Nadie sabe nada. Todos desconocen todo. ¿Vuelo, qué vuelo? ¿De qué me habla usted? Pozo vacío, escabroso barranco, nubloso acantilado. Carretera desierta. Palabras etéreas. Sueños secuestrados. Celestiales y prometedoras Entradas, llenas de emborronados números y letras. Amargas lágrimas. Almas sin tierra. Almas sin cielo

     Tan lejos de ti, equipo de mi infancia, tan cerca. Revientas en mi interior, te alejas, te alejas…

    ¡Cómo no te voy a querer!
    ¡Cómo no te voy a querer!



Continuará…






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