El constante murmullo alrededor llenaba mi tercera
noche de trabajo. El Templo estaba a rebosar. Lo habitual, como pronto
aprendería. Aquel incesante trasiego de camareros, maîtres, comensales y managers transformaba aquel inmenso lugar en un
hervidero de nervios, estrés y temores. Mi falta de experiencia me convertía en
un barco chiquitito, perdido en alta mar, con oleaje traicionero, espesa niebla
y rasgadas velas.
Mis dedos, algo más calmados, realizaban pequeños
trucos de magia, convirtiendo aquellas servilletas enormes, gruesas, color salmón,
en apretados triángulos isósceles, que luego depositaría en una enorme bandeja
de plata. Doblar, aquí, allá, vueltecita, y zas, a la bandeja. Doblar, aquí,
allá, vueltecita, y a la bandeja. Mi mente ensimismada en tal aparatosa
empresa, temerosa de hacer un giro erróneo, y que en lugar de una monada de
triangulito, resultara un churro arrugado y deforme.
−Hola, guapo.
Eso tiene un aspecto espectacular– dice Luna, devolviéndome al planeta Tierra,
a Escocia, Edimburgo, aproximadamente las diez de la noche de un miércoles.
−Gracias, maja–
respondo, levantando la cara, algo azorado, sin poder evitar la riojana
expresión.
Se aleja, con
paso decidido, luciendo como nadie aquel sencillo uniforme de camarera. Tras
unos segundos de atolondramiento, contemplando el vaivén de su corta melena
negra mientras atravesaba, por enésima vez, las puertas batientes de la cocina
para recoger más pedidos, retorno a mi harta complicada tarea. Dobla que te
dobla, servilleta tras servilleta.
Luna me
tranquilizaba y al mismo tiempo hacía que mis rodillas temblaran.
−Excuse me– dice una grave voz, femenina, a mi espalda.
Me doy la
vuelta, sonriente, esperando encontrar otra vez a Luna con renovadas ganas de
bromear conmigo. Sin embargo, no es ella, sino una altiva señora, con un traje-chaqueta
gris impecable, y una plaquita en la solapa con su nombre, que no llego a leer.
−Tú debes de ser
George– afirma en inglés, sus labios finos tratando de esbozar una sonrisa, con
poca ansia, sin mucho éxito.
−Jorge, mi
nombre es Jorge– respondo, retador, aunque mi rostro refleja una simpatía
extrema. Retador, pues comienzo a sentir un poco de hartazgo ante el forzado
re-bautismo en cada nuevo puesto de trabajo. Esa absurda normalización del nombre que mis padres, con tanto amor, para mí
eligieron. Incluso, por unas décimas de segundo, sopeso la idea de contestar al
estilo 007, tan elegante, tan
británico, tan borde sin aparentar serlo: Ariz,
me llamo Jorge Ariz, para demostrar mi total integración en estas
peculiares islas. Afortunadamente, mi sentido de supervivencia económica
deshecha la estúpida ocurrencia.
La estirada señora
me observa, ladea un poco su cabeza, el amago de sonrisa pasó a mejor vida:
− ¿Cuál es el
vino blanco que ocupa el tercer lugar en la carta?– dispara a bocajarro.
−Ehh.
−Chop, chop!– exclama,
usando la absurda y vulgar expresión inglesa, para meter prisa.
−Mmm– mi mente
queda en blanco, como el vino cuyo nombre solicita la impaciente señora.¿Era el
Chardonnay australiano o el Merlot chileno? Shite!
(juro para mí en escocés).
Y para mi
asombro, al cabo de dos segundos más, la dama de hierro gira sobre sus altos
tacones y se aleja, erguida, ufana, melena al viento, porque yo lo valgo.
Dejándome atrás, mudo, cariacontecido, con el regusto virtual del maldito vino
de ultramar.
Al final de la
noche, en un pequeño receso, Luna tuvo la amabilidad de resumirme las
principales características y detalles, de la flora y fauna que componían
nuestro escalafón de mando: Brian, El Hombre Tranquilo, afable, educado,
tímido, encantador; Steven, El Mafias, serio, profesional, estricto pero justo
y Hazel, La Thatcher, borde, exigente… y jefaza. “Veo que has conocido a La
Tiesa”, fueron sus primeras palabras, mientras devoraba con feroz ternura su
emparedado de pavo. “Tranquilo, a la tiesa, si le sigues el juego no muerde”,
concluyó mientras regresábamos al bullicio del comedor, aunque yo albergaba
serias dudas.
Luna eclipsaba a
las estrellas.
Nieta de
emigrantes, sangre gaditana galopa por sus venas. Su cuerpo de muñeca, ¡menudo
cuerpo!, enloquecida coctelera, en la que se agitan desparpajo, picardía y
ternura. Sus ojos gitanos te paralizan, cual potentes faros halógenos a un
desvalido cervatillo que cruza asustado la oscura y desierta carretera. Su
eterna sonrisa, ingenuamente traviesa, compensa la tensión, la plancha, los
nervios, los estirados clientes, la arrogante jefa. Su aroma, ¡oh, su aroma!,
dulzón, sensual, a crema corporal de leche condensada, te transporta a la íntima
semi-penumbra de su pequeño cuarto de baño, a su desconchada bañera de latón,
rodeada de velas, blancas, rojas, negras, donde la contemplas, desnuda, en
ceremonioso trance, abridor de latas en mano, trac, trac, trac, trac, rajando las chapas de los botes de la dulce
leche, cual moderna, y algo trasnochada, Cleopatra…
−¡Jorge!...
¡Jorge, guapo!, que vayas a tomar la comanda de la mesa número siete.
−¡Ah! sí, perdona
Luna. Sí, claro, ya voy.
Me mira, sus
ojos chispeantes, sabiendo, leyendo mi mente, cuatro pueblos y dos gasolineras
por delante, como toda mujer, ríe como
una intrépida muchacha, y se gira, alejándose, dejándome flotando allí en la
inmensidad, como un barquito chiquitito, un barquito chiquitito que no sabía,
que no sabía navegar, desorientado y a la deriva en aquel mar de mesas, en la
fría bruma de una noche de miércoles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su opinión me interesa