No deja de sorprenderme la prisa que tiene el
tiempo. Corre, vuela, se tele-transporta. Intenta escapar de su propia
existencia. El presente ya es pasado, en un rápido pestañeo. Cada año que cargo
a mis espaldas resulta más veloz que el anterior en su andadura. Sin piedad,
sin memoria, sin detenerse a pensar en que mi mente apenas tuvo posibilidad de
adaptarse a sus días, semanas, meses. Deshoja, inmisericorde, las hojas del
calendario que cuelga sobre la pared de mi humilde cuarto, paisajes de la bella
Escocia que se precipitan, tristes y melancólicos, al oscuro fondo de mi
papelera.
Ya está aquí de nuevo. Ya llegó el carnaval
futbolístico. La guerra de colores. El circo del pueblo. El opio para olvidar,
para soportar esta perra vida, tan llena de políticos embaucadores y gente sin
escrúpulos. Esta vida, en la que ser honrado sale caro, mientras robar, engañar
y abusar del prójimo acarrean un dorado bonus, un premio, un hotelito cinco
estrellas en tu casilla de monopoli. El espectáculo del balompié, “una excusa
para ser feliz”, dijo el bueno de Jorge Valdano. ¿Cómo definirlo mejor?
Estadio Santiago Bernabéu. Día 2 de mayo. Minuto 86
de partido. Penalti, a favor del Real Madrid, el cual vuelve a enfrentarse a su
rival y vecino, Atlético de Madrid. Partido de ida de la semifinal de la
Champions, la Copa de Europa de toda la vida. Ese muchachote, alto, bronceado y
musculoso, como recién tuneado, se dirige al punto fatídico con la confianza de
los ganadores. La fé ciega de los iluminados, también. Sonríe, mirada risueña
de niño grande estrenando su primer balón de reglamento. Chuta. Gol. Su tercera
muesca en el revólver. 3 a 0. Un marcador cruel, que no entiende de
sentimientos colchoneros. Que arroja cubos de agua fría sobre los credos y
oraciones del brujo Simeone. Un marcador que, sin embargo, provoca dentro de mí
ese cosquilleo agradable y, al mismo tiempo, un incómodo desasosiego.
París, Glasgow, Lisboa… Cardiff. Mi alma blanca, de
nuevo, me susurra al oído sus cantos de sirena. El espíritu de Lisboa inunda mi
corazón, trayéndome gratos recuerdos de aquella aventura. Retándome a repetir
la locura, a lanzarme al vacío sin tan siquiera saber el resultado del partido
de vuelta. Otra vez, sin entrada, sin plan, sin miedo.
¿Por qué no?
A menudo, dejamos de cometer esas pequeñas locuras
por razones estúpidas. Por el qué dirán. Por miedo a lo desconocido. Por temor
al fracaso. Por sensatez. Porque no es lo más inteligente. Por dinero. Por…
A menudo, posponemos las mejores opciones para
mañana. Guardamos el mejor cava catalán, ahí en la alacena de la cocina, para
cuando haya algo importante que celebrar; el mejor de nuestros atuendos,
cuidadosamente enfundado, en el fondo del armario, para esa gran ocasión que
algún día llegará; reservamos ese gran libro, pues deseamos leerlo tranquilos,
cuando dispongamos de unos días de asueto; visitaremos Nueva York, viajaremos a
Buenos Aires a ver a nuestros primos, contactaremos con aquella vieja amiga en
Nueva Zelanda, conoceremos a esa mamá-bloguera de Leipzig, pronto, algún día,
cuando dispongamos de vacaciones en condiciones, si nos toca la lotería,
mañana, mañana, mañana… Planeamos y planeamos, soñamos con amores de película
hollywoodiense, buscamos al Príncipe Azul Celeste, a la Bella y Cenicienta
Durmiente, pensando que, tal vez, si acumulamos suficientes tapas de yogures,
algún día seremos premiados. Malgastamos un tiempo hermoso, que no regresa, que
no se detiene, como el agua de una cascada, planeando esa Casa Perfecta, Pareja
Perfecta, Trabajo Perfecto, Vida Perfecta… sin darnos cuenta que esa vida, es
el frío parqué que pisamos, descalzos y somnolientos, cada mañana.
¿Por qué no?
El avión puede caerse la próxima semana. Nuestro
cansado reloj de cuco puede decir basta, arrojar la toalla y cesar de emitir su
tic-tac, esta misma noche. Un borracho a lomos de su caballo de acero, puede
borrar tu cansada y renqueante zancada, en ese matutino entrenamiento. Una
radiografía puede escupirte a la cara, a la vuelta de la próxima curva.
¿Por qué no?
Tras el pitido final y los cánticos del Bernabéu, me
dejo llevar por un arranque de entusiasmo. Me levanto de un salto, acercándome
a la barra para pagar por mi cerveza, al grito de “¡muchas gracias!”, ante la sorprendida
camarera, que juguetea con su móvil de última generación, moviendo los pulgares,
de uñas decoradas, a una infernal velocidad, y salgo a la carrera del bar. Una sonrisa
pinta mi rostro, como un boceto infantil. La felicidad debe de parecerse un
poquito al reflejo de la luna, sobre la acera mojada, camino de casa, dando
gracias al equipo que me devuelve la infancia. Pues, como bien afirma el maestro Manuel
Alcántara – ese “discreto madridista”, salvo si juega contra su querido Málaga−:
“Hay que ser agradecidos con la gente que nos divierte, aunque sea sólo porque
nos hace olvidar a los que se esmeran por amargarnos la vida”.
Abro mi portátil, me conecto a la red y comienzo a
buscar vuelos, trenes y autobuses. Destino, Cardiff, Gales.
Regreso al Reino Unido.
Los nervios exigieron su protagonismo en el partido
de vuelta. Mis dedos no cesaban de rotar, una y otra vez, el botellín de
cerveza. Aficiones enfrentadas. Colores de guerra. Vikingos con sus hachas,
Indios con sus arcos y flechas. Pancartas ofensivas, contra insultos cantados.
Pero sobre todo, ilusión, sentimiento, pundonor, fe y emoción.
Una parcelita de mi corazón quedó entristecida con
el desenlace final. Nuevamente, los orgullosos atléticos dijeron adiós a su
sueño europeo. Rabia y pundonor no fueron suficientes contra la fe merengue, contra
la magia al borde de la línea de Benzema. Creer no basta, contra un niño grande,
y orgulloso, que colecciona sombreros de ensueño, esos maravillosos hat-tricks.
Otro sombrero, imaginario, me despojo una vez más,
ante la afición del Manzanares. Despidiendo a su eliminado equipo con aires de
hazaña y cánticos de victoria. Nunca dejarán de creer. Nunca dejarán de querer.
Casi puedo contemplar, con los ojos que mejor ven, los ojos de la imaginación,
a las dos jóvenes e intrépidas guerreras, rostros luciendo sus colores de
guerra, entre la multitud rojiblanca, alzando con orgullo y rabia sus caras al
cielo madrileño, apretando sus mandíbulas y, con sus manos, haciendo girar, una
y otra vez, de forma enloquecida, sus bufandas colchoneras, invocando a gritos,
con sus cánticos de ánimo, a un Neptuno, quien, misericordioso y complacido,
las corresponde con un último, y consolador, diluvio sobre el Vicente Calderón,
que arrastrará sus lágrimas a las oscuras profundidades del océano.
¡Nos vemos en Cardiff!
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