Permítanme que eche el freno de mano a la vieja y cansada
máquina del tiempo por unos instantes, o al menos, que me disponga a cabalgar a
saltos entre pasado y presente. ¿Acaso no lo hacemos todos los días? ¿No
vivimos recordando, o tratando de olvidar, episodios que quedaron impresos en
nuestra memoria, quién sabe por qué? Capítulos mundanos para cualquier
observador, pero de un valor impagable para nosotros. Anécdotas que en su día
nos parecieron triviales, mas el paso del tiempo las enmarcó con un aura
dorada, reluciente, casi sagrada, en nuestro recuento del ayer.
Como aquella lejana noche navideña, cuando yo llevaba ya
tres o cuatro años en Edimburgo, en la que nos reunimos una vez más John, Jenny
y yo, esta vez en el Pub Haymarket (ahora absurdamente remodelado: aniquilaron
su encanto, su sencillez, su calidez casi humana, su abierta hospitalidad;
levantando un engendro tan selectivo y posh
que la mismísima Victoria Beckham dejaría escapar un par de gotitas en su sedosa
e íntima lencería). Tomamos unas pintas de cerveza, nos pusimos al día sobre
nuestras idas y venidas, nos felicitamos entre besos y abrazos las recién estrenadas
Navidades, y ellos me entregaron un regalo. Estaba en una bolsa de plástico, un
paquete rectangular, casi plano, blando al tacto, envuelto en papel rojo
brillante, salpicado con pequeños trineos tirados por renos. “Abre, abre”, me
urgió John, tras esa sonrisa de pillastre (dientes frontales ligeramente
separados) y ese acento de guiri de sangría y paela. Jenny sonreía también, tímida, algo colorada debido a los
vapores de la cerveza. Mis dedos obedecieron, al principio lentos, torpes y
trémulos, temerosos de romper el bello envoltorio, luego, vencidos por la
impaciencia, ligeros, decididos y salvajes, rasgando aquel maldito papel que
impedía ver el anhelado contenido.
Era la camiseta oficial del Real Madrid.
“Para ti, amigo. Recuerda: número dos del mundo, número
uno, Seltic”. Contemplé aquella vestimenta
adidas, blanca, impoluta, resplandeciente, con la leyenda publicitaria de
aquella temporada: “SIEMENS mobile” ̶ la eme en rojo ̶ acaricié ese escudo coronado, por el
cual tantas patadas y zancadillas recibí de crío, vistiendo otro uniforme
similar, manchado de barro, tratando de alcanzar, como buen número nueve ̶ Santillana ̶ la portería contraria ̶ cuyos postes eran dos grandes piedras y el
larguero invisible, calculado a ojo de buen cubero por acuerdo común ̶ antes de que el más bruto del pueblo me
rompiese la tibia, o algo peor. Acaricié una vez más ese escudo y mis ojos se
llenaron de lágrimas (¡debido a la cerveza!) mientras me fundía en un abrazo
con mis viejos amigos.
Hace unas semanas me paré a recordar todo aquello, y
retrocedí más todavía, a aquella maravillosa aventura en Glasgow. No podía
creer que hubieran pasado doce años. ¡Eso es una barbaridad de tiempo! Doce
años en blanco, nunca mejor dicho. Doce años desde que conocí a mi reventas
particular: aquel tipo de Newcastle, alto, cachas y tatuado, con un acento casi
incomprensible para mí. Doce años desde la maravillosa volea de Zidane, de la
lluvia que vino después, enviada por los dioses del fútbol, para aclarar las lágrimas
de la derrota entre los alemanes, para disimular las lágrimas de victoria en
los rostros de los madridistas. Una docena de años, los mismos que llevo en la
vieja Escocia. Entonces una vocecilla comenzó a susurrar dentro de mi cabeza: “Joorgee,
vee a Lisboaa”. Traté de ignorarla, es absurdo, sin entrada, sin vacaciones,
olvídalo. Y la vocecita insistía, llegando a ponerse pesada: “Joorgee, has de
ir a Lisboaaa. Tu Madrid te necesita. Sin tu presencia cercana no lograrán la
victoria”.
Creo que nunca se lo conté a ustedes, pero estuve en
París, en la final del año 2000, contra el Valencia. La precedente final
española. El Real Madrid ganó la octava Copa de Europa. Como ya saben, acudí a
Glasgow, en el 2002, los blancos se llevaron a casa la novena, y yo pude
relatarlo. La décima estaba en juego. Jorge, la décima depende de ti.
Así que según llegar del trabajo, antes incluso de
solicitar los días libres, abrí la tapa del portátil, tecleé easyjetpuntocom y
adquirí los vuelos de ida a Lisboa y de retorno (tampoco era cuestión de
quedarse allá a vivir, con copa o sin ella).
“A por la Décima, Jorge, a por la décima”, me animé
mientras elaboraba mentalmente alguna excusa que ofrecer en el trabajo.
Continuará…
Pues que continúe pronto!!! que me has dejado mordiéndome las uñas... ;)
ResponderEliminarJaja, bueno, el resultado ya lo sabes ;-)
EliminarPor cierto, te esperaba por aquí para Marzo?? cambio de planes?
xx