Dicen los sabios en la materia que únicamente recordamos
el último sueño. No importa cuántos experimentemos durante nuestro descanso,
sólo podremos relatar vagamente el último de la lista, justo tras despertar,
antes de que su contenido desaparezca para siempre por el desagüe, arrastrado
por el agua caliente de la ducha matutina.
No logro entonces comprender por qué yo recuerdo, con
abrumadora nitidez, el que tuve en mi primera noche pasada en el piso de la
australiana, Penny. Quizás se deba a su propia naturaleza, pues más que un
sueño abstracto se trató de un recuerdo disfrazado de sueño. Un sueño tan
vívido por haber sido vivido, de sabor dulzón, envuelto con el rastro amargo
dejado por las lágrimas que se filtran por la cavidad interna de la nariz, para
morir en el paladar. El desasosiego de una pesadilla, camuflada con sus mejores
galas de sueño maravilloso, como un mal presagio, como si Morfeo quisiera
haberme advertido a gritos. Pero los gritos siempre son mudos en las
pesadillas, incluso el último desgarrador alarido al despertar brota como
tímido quejido.
Soñé con ella. No
con aquella cuyo aroma se coló en mi maleta, sino con otra ella.
Vestida de blanco, zapatillas deportivas, fajín rojo que
se reflejaba en sus encendidas mejillas. Cabello negro y corto, cuyo flequillo,
pegado por el sudor, sus finos dedos retiraban una y otra vez con mecánica
delicadeza. Sudor que yo ya había probado, posando un beso tímido sobre su
desnudo cuello, mientras bailábamos y reíamos al ritmo de ‘La conga de Jalisco’.
Para mi sorpresa, giró su rostro, sus grandes ojos castaños sonrieron y sus
labios entreabiertos buscaron los míos.
Con su espalda apoyada en la barra del bar, me concedía
ofrendas en forma de besos cargados de Peché de melocotón. Un intercambio del
helado licor mezclado con cálida saliva, amenizado con un suave contoneo de
nuestros cuerpos, al compás de la vieja canción de Gabinete Caligari:
“Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar”
Todo ello provocando un terrible enfado en nuestra amiga
común, la cual se arrepintió de inmediato de habernos presentado unas horas
antes.
De repente todo se torció.
Supimos lo que deseábamos no saber. Conocimos la noticia
que egoístamente habríamos elegido ignorar. El final desolador que nadie se
atrevió a anticipar en alta voz, pero que todos adivinábamos en nuestro
interior.
Bailamos, cantamos, reímos, nos besamos esa bochornosa
noche sanferminera, mientras los encapuchados sin alma asesinaban cobardemente
la Inocencia, maniatada, de rodillas, en la oscuridad de un bosque.
Aquella temprana madrugada corrimos sobre el húmedo y
resbaladizo empedrado, asustados como dos chiquillos extraviados, nuestras
manos entrelazadas, tratamos de alejarnos de los gritos y del ruido del correr de la muchedumbre, encontrando al fin cobijo en una callejuela oscura y tranquila,
desconociendo si huíamos de la Policía, de los salvajes o del cansado pueblo
navarro en busca de justicia, con tintes de venganza.
Nunca más pude degustar el amelocotonado licor.
Desperté sobresaltado, empapado en sudor, con el surco
salado de las lágrimas sobre mis mejillas. Miré a mi alrededor desconcertado,
perdido por un eterno momento, ignorando si seguía en Pamplona, en Logroño o
dónde diablos estaba. Vi las paredes de color melocotón, la foto de mis padres
sobre la blanca mesilla de noche, mis cajas aún cerradas apiladas en una de las
esquinas del cuarto. Escuché la lluvia torrencial que golpeaba sin piedad la
ventana huérfana de cortinas y persiana. La luz amarillenta de la farola
cercana me devolvió a la realidad, al presente. Era enero del 2004, me
encontraba a salvo en Edimburgo, en mi nueva cama, mi nuevo piso, con mi nueva
compañera.
Paredes de color melocotón… ahora lo comprendo todo.
Un relato perfecto, como siempre.
ResponderEliminarJaja, bueno, perfecto, perfecto... pero gracias, como siempre.
EliminarQue paso,para que nunca mas pudieras degustar el amelocotonado licor?
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarBuenas tardes
ResponderEliminarEs lo que tienen las mujeres, hiel y miel al mismo tiempo, todo en uno, sin posibilidad de disociarlas.
Pero no por ello nunca dejaremos de caer prisioneros de sus encantos.
Santurtziarra
PD: Te voy a mandar un correo, que he visto el patio pelín revuelto.
Gracias por comentar Antxon.
EliminarEn este caso no fue realmente así. En mis recuerdos de aquella madrugada: ella puso la miel, la hiel la pusieron unos desalmados.
Un saludo.
(Ahora lo leo)
Pues yo tengo ahí una intriga a partir del "de repente todo se torció". ¿Qué noticia habríais elegido ignorar?. Los encapuchados, la Inocencia de rodillas, el bosque... ya sé que es un sueño pero ¿qué es todo eso?
ResponderEliminar¿En próximas entregas?
Un abrazo,
viki
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarDe todas maneras, será la inocencia, no "la Inocencia". A no ser que la australiana se llamase Penny Inocencia. En ese caso un misterio resuelto.
ResponderEliminarviki
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