Ciertas personas entran en nuestra vida y jamás la
abandonan. Da lo mismo si las conocimos durante cinco minutos o fueron años de
convivencia. No importa si tratamos a diario con ellas o no volvemos a verlas
en años. Poseen un aura especial que impregna de bondad y felicidad a cuantos
moran a su alrededor. Durante todos estos años en Edimburgo la fortuna o el
destino me han brindado la oportunidad de conocer a varios de estos seres
especiales. Seres cuyas almas amenazan con escapar constantemente de sus cuerpos, a través de sus
ojos, su voz, su tacto, su aroma.
Wendy y Marta pertenecen a este tipo de personas.
Hace un par de semanas me encontraba en uno de mis cafés
favoritos, degustando una taza gigantesca de agua hirviendo con una miaja de
café –americano, lo llaman− sumergido
en las vidas de otros –más sabios y valientes que yo− a lo largo de las viejas
páginas del libro que sujetaba entre mis manos. Levanté los ojos y la vi. Su
mirada limpia y azul, su rostro angelical, su cabello rojizo recogido en la
nuca. Habían transcurrido muchos años desde aquel maravilloso curso y aquella
mujer conservaba el mismo aspecto, el mismo halo de dulzura la envolvía. Allí
estaba Wendy –mi profe querida− a dos mesas y diez años de distancia.
Me acerqué a saludarla. Tímido, inseguro. Sabedor de que
no me recordaría. Imposible que me reconociese entre los cientos de caras de
alumnos que habrán pasado ante sus ojos todos estos años.
“Hola Jorge, ¿qué tal estás?”
Me sorprendió gratamente ser reconodido. Pronunció mi nombre a la perfección –con su jota, su
erre, su ge− sonriendo y posando su dulce mirada sobre mí. Ante su ofrecimiento
tomé asiento y compartimos más café mezclado con recuerdos, anécdotas y sueños.
Transportándonos al pasado en una imaginaria máquina del tiempo, un viejo DeLorean trucado propulsado por el más
poderoso de todos los combustibles: la nostalgia.
La clase está al completo. Nadie hizo novillos hoy. Hay
tensión y nervios en la atmósfera, el examen para el First Certificate está próximo y todos los candidatos sentimos que
sabemos menos inglés del que realmente controlamos. El murmullo es continuo y
monótono. Un murmullo políglota. Una veintena de personas hablando a la vez en
cinco o seis idiomas diferentes. Una torre de Babel contemporánea. Wendy se
retrasa, algo que no es habitual en ella. Al fin aparece por la puerta con su
habitual “Good morning!” y todos
callamos. El silencio se desliza entre las sillas y los pupitres. Algo va mal.
Algo es diferente al resto de los días. Wendy sonríe, como es habitual en ella,
pero lo hace de una manera diferente. Es una sonrisa a medio camino. Una
sonrisa que no le alcanza a los ojos. Su mirada es triste, ligeramente acuosa.
Todos callamos. Todos miramos a nuestra querida profesora con respeto e
incertidumbre.
“Tengo algo que comunicaros”
Le tiembla ligeramente la voz. Se la ve preocupada,
incómoda. Esta no es mi Wendy, me la han cambiado y no me di cuenta, pienso de
repente. Su mirada líquida se pasea entre nosotros. Nos mira uno a uno, muda de
repente.
Como nadie dice nada y yo en clase siempre fui un poco
bocazas, exclamo algo para romper ese silencio helado que lo ha paralizado
todo. Lo digo con una ligera risa estúpida:
“¿Qué sucede Wendy? ¿No irá a dejarnos?”
Y entonces ella rompe a llorar. Comienza una llantina
insonora que se me clava en las entrañas. Derrama grandes lágrimas sobre sus
sonrojadas mejillas. No hace amago de secarlas. No hace amago de nada. Todos la
miramos sin saber qué hacer, qué decir. Más de veinte personas y ni un triste kleenex que ofrecer.
Cuando por fin se tranquiliza un poco nos dice que debe
dejar el curso de forma inmediata. No puede acompañarnos en estos últimos días
previos al gran examen. Le ha surgido una oportunidad profesional que no puede
rechazar. Una academia privada. Nos
ruega que le perdonemos, odia abandonarnos en el momento más inoportuno. Nos
ofrece toda la ayuda extra-escolar que necesitemos, incluso apunta su correo
electrónico personal en la pizarra blanca.
En seguida reaccionamos y todos tratamos de calmarla, de
tranquilizarla. No se preocupe, estaremos bien. ¡Pasaremos ese examen! ¡Lo
haremos por usted! ¡Lo bordaremos en honor a la mejor profesora que jamás
hayamos conocido!
Nuestras bravatas y algarabía –sobre todo por parte de
los ibéricos− arrancaron su sonrisa. Esta vez su sonrisa de siempre, aquella
que nacía en sus labios y culminaba en sus preciosos ojos azules.
...
Y de mi amiga Marta, esa otra personita especial, les
contaré en otra ocasión.
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