domingo, 30 de junio de 2013

f46- Vida de Estudiante (III) (Junio 2003)

Ciertas personas entran en nuestra vida y jamás la abandonan. Da lo mismo si las conocimos durante cinco minutos o fueron años de convivencia. No importa si tratamos a diario con ellas o no volvemos a verlas en años. Poseen un aura especial que impregna de bondad y felicidad a cuantos moran a su alrededor. Durante todos estos años en Edimburgo la fortuna o el destino me han brindado la oportunidad de conocer a varios de estos seres especiales. Seres cuyas almas amenazan con escapar  constantemente de sus cuerpos, a través de sus ojos, su voz, su tacto, su aroma.

Wendy y Marta pertenecen a este tipo de personas.

Hace un par de semanas me encontraba en uno de mis cafés favoritos, degustando una taza gigantesca de agua hirviendo con una miaja de café –americano, lo llaman− sumergido en las vidas de otros –más sabios y valientes que yo− a lo largo de las viejas páginas del libro que sujetaba entre mis manos. Levanté los ojos y la vi. Su mirada limpia y azul, su rostro angelical, su cabello rojizo recogido en la nuca. Habían transcurrido muchos años desde aquel maravilloso curso y aquella mujer conservaba el mismo aspecto, el mismo halo de dulzura la envolvía. Allí estaba Wendy –mi profe querida− a dos mesas y diez años de distancia.

Me acerqué a saludarla. Tímido, inseguro. Sabedor de que no me recordaría. Imposible que me reconociese entre los cientos de caras de alumnos que habrán pasado ante sus ojos todos estos años.

“Hola Jorge, ¿qué tal estás?”

Me sorprendió gratamente ser reconodido. Pronunció mi nombre a la perfección –con su jota, su erre, su ge− sonriendo y posando su dulce mirada sobre mí. Ante su ofrecimiento tomé asiento y compartimos más café mezclado con recuerdos, anécdotas y sueños. Transportándonos al pasado en una imaginaria máquina del tiempo, un viejo DeLorean trucado propulsado por el más poderoso de todos los combustibles: la nostalgia.

La clase está al completo. Nadie hizo novillos hoy. Hay tensión y nervios en la atmósfera, el examen para el First Certificate está próximo y todos los candidatos sentimos que sabemos menos inglés del que realmente controlamos. El murmullo es continuo y monótono. Un murmullo políglota. Una veintena de personas hablando a la vez en cinco o seis idiomas diferentes. Una torre de Babel contemporánea. Wendy se retrasa, algo que no es habitual en ella. Al fin aparece por la puerta con su habitual “Good morning!” y todos callamos. El silencio se desliza entre las sillas y los pupitres. Algo va mal. Algo es diferente al resto de los días. Wendy sonríe, como es habitual en ella, pero lo hace de una manera diferente. Es una sonrisa a medio camino. Una sonrisa que no le alcanza a los ojos. Su mirada es triste, ligeramente acuosa. Todos callamos. Todos miramos a nuestra querida profesora con respeto e incertidumbre.

“Tengo algo que comunicaros”

Le tiembla ligeramente la voz. Se la ve preocupada, incómoda. Esta no es mi Wendy, me la han cambiado y no me di cuenta, pienso de repente. Su mirada líquida se pasea entre nosotros. Nos mira uno a uno, muda de repente.

Como nadie dice nada y yo en clase siempre fui un poco bocazas, exclamo algo para romper ese silencio helado que lo ha paralizado todo. Lo digo con una ligera risa estúpida:

“¿Qué sucede Wendy? ¿No irá a dejarnos?”

Y entonces ella rompe a llorar. Comienza una llantina insonora que se me clava en las entrañas. Derrama grandes lágrimas sobre sus sonrojadas mejillas. No hace amago de secarlas. No hace amago de nada. Todos la miramos sin saber qué hacer, qué decir. Más de veinte personas y ni un triste kleenex que ofrecer.
Cuando por fin se tranquiliza un poco nos dice que debe dejar el curso de forma inmediata. No puede acompañarnos en estos últimos días previos al gran examen. Le ha surgido una oportunidad profesional que no puede rechazar.  Una academia privada. Nos ruega que le perdonemos, odia abandonarnos en el momento más inoportuno. Nos ofrece toda la ayuda extra-escolar que necesitemos, incluso apunta su correo electrónico personal en la pizarra blanca.

En seguida reaccionamos y todos tratamos de calmarla, de tranquilizarla. No se preocupe, estaremos bien. ¡Pasaremos ese examen! ¡Lo haremos por usted! ¡Lo bordaremos en honor a la mejor profesora que jamás hayamos conocido!

Nuestras bravatas y algarabía –sobre todo por parte de los ibéricos− arrancaron su sonrisa. Esta vez su sonrisa de siempre, aquella que nacía en sus labios y culminaba en sus preciosos ojos azules.

...

Y de mi amiga Marta, esa otra personita especial, les contaré en otra ocasión.


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