miércoles, 29 de enero de 2025

F205 - Matando gigantes a pedradas (Tenerife) (IV)

El incidente, confusión, sangre sobre la acera…

Había sido otro día cualquiera. Desayuno, caminata al centro, guagua a la playa. Explorar, catar menú canario, disparar una foto aquí, otra allá, al tuntún, nunca fui buen fotógrafo, ni siquiera aficionado. Las fotos te roban el momento. La realidad escapa ante tus ojos mientras tú observas un sucedáneo a través de la pantallita esclavizadora. ¡Muerte al teléfono inteligente! ¡Larga vida al viejo Nokia!

Cansado ya, decido coger el autobús, camino del apartahotel. Mis piernas dijeron basta, ni de coña vamos a subirte por esas dichosas cuestas. Somos piernas de secretario, de oficinista, de escritor frustrado. Búscate unas de maratoniano. Dijeron, un tanto ofendidas. Así que esperé la fila, compré el tique y me desplomé sobre aquel asiento de plástico verde. Cerré los ojos.

Era otro día cualquiera. Un día más en esta isla mágica, que logra olvides la vieja rutina, el pisar la calle en plena madrugada, somnoliento y enfadado con el universo, el cargar cajas y cajas sin fin, pelear cada día por sobrevivir, aquel insomnio que se retroalimenta voraz e insaciable. Hace que olvides tu existencia trivial en una lejana península donde los políticos mienten y las gentes callan… hasta que un día hagan algo más que callar. Me acercaría al apartamento, tomaría una ducha rápida y saldría a degustar una caña, o dos, por el barrio. En busca de esa aventura que nunca llega. En busca de una damisela en apuros, ayúdame, por favor, vienen a por mí. Quizás de un extraño, altísimo, traje gris plateado, ojos almendrados tras unas gafas de sol negras en pleno anochecer, sobre orejas ligeramente puntiagudas, venga conmigo, nuestro líder supremo desea conocerle. Algo así, esas cosillas que siempre sueñas salten de las páginas de la novela a tu vida mundana.

Otro día cualquiera.

Regreso contento, que no bebido, tan sólo luzco esa capa de optimismo que te aportan un par de rubias (cervezas, digo, de las otras ya sería euforia). Ese lustre que pringa la tez, el torso, los brazos y piernas. Un optimismo de ciencia ficción, de repente crees poder con cualquier cosa, te sientes capaz de doblegar al mismísimo Goliat, o ligarte aquella heroína pelirroja y asilvestrada que vivía en una aldea perdida de las Tierras Altas de Escocia. De nuevo, el Bunbury, …te sientes tan fuerte que piensas que NADIE te puede tocar ¡uah!. Un barniz de optimismo, de precipicio, de peligro. Lo mismo acabas en la cama con una morena juguetona o tirado en una cuneta mientras tratas de averiguar qué se torció por el camino… y de fondo, continúan atronando los Héroes:

Amanece tan pronto

Y yo estoy tan solo

Que no me arrepiento

De lo de ayeeer.

Regreso solo, el paso iluminado por la luna… bueno, y por las farolas. Es un barrio de clase obrera, no una favela brasileña.

Mentalmente he anotado un par de señales, para no extraviarme. Una gasolinera Disa aquí, un supermercado Dino allá. Cruza aquella rotonda, la de las palmeritas, fíjate en la salida donde al fondo se lee MAX en rojo. Mi amor platónico, Erika, solía aconsejarme, sabedora de mi pelea continua con la orientación, ella, exploradora insaciable, trotamundos de mochila, sonrisa y cantimplora: Tú fíjate siempre en referencias altas e inamovibles. Una torre, un reloj antiguo, un rascacielos solitario, una colina en punta. Ese tipo de pistas. Y desde entonces, camino por ciudades desconocidas mirando a las alturas, como un iluminado a la espera del platillo que le lleve a la nave nodriza y le transporte, para siempre, lejos de este mundo plano, gris e injusto.

¿Seguro que sólo tomaste dos cervezas, Jorge?

Alcanzo la rotonda cuyo centro luce palmeras, clavo mis ojos en la tercera salida, al fondo, el luminoso rojo anunciando MAX. Esa es mi ruta. Pasado el cartel, primera calle a la derecha, luego, la callejuela a la izquierda. Jódete, señorita gúguel, hoy te quedas en el bolsillo, castigada por sabelotodo.

De repente, todo es azul a mi alrededor…

−¡Osti, la nave nodriza! −casi grito.

Me detengo, congelado en la acera. No, no, no, digo temblando. En serio, tan sólo bromeaba, tíos. No me llevéis a vuestro lejano planeta, a tumbarme en una camilla fría y meterme tubitos y sondas por todo el cuerpo. Dije mundo gris e injusto. Pero No, que no, esta Tierra es multicolor,  y nació una abeja bajo el sol… −se te va, Jorge− llena de luz y sus gentes son de un buen rollo que te deja en fuera de juego, de pura bondad…

Entonces oigo las sirenas.

La nave nodriza sobrevuela la calzada a toda velocidad. La luz azulada ya no me envuelve, sino que va alejándose. Resultó ser un coche de la Policía. Noto el vacío que sigue al sopetón de aire que alcanzó mi rostro, como si un aspirador tamaño industrial hubiera hecho de las suyas a mi vera. Sin saber que cuarenta y ocho horas más tarde tendría la misma sensación tras casi perder la vida.

Después pasa otro. Y a lo lejos, cerca de la primera calle a la derecha (mi ruta), gira un tercero.

¡Mierda, van camino del hotel! Dice mi mente adivinando lo que tan sólo era una probabilidad entre mil.

Cruzo la ya famosa rotonda. Tomo la tercera salida, cartelito en rojo al fondo, encaro la primera calle a la derecha. La oscuridad gana consistencia, como si estuviera metiéndome en las entrañas de un dragón moribundo. Giro a la izquierda. La callejuela. Mi callejuela. A mi mente acuden aquellas risas, aquel humo de cigarrillos que buscaba el cielo estrellado. ¿Serán ellos?

Un coche patrulla bloquea el acceso sobre la calzada. Camino despacio por la estrecha acera, esquivando los coches mal aparcados cuyos retrovisores rozan, casi literalmente, la pared. Me admira la pericia de los vecinos, incluso en estas circunstancias. Al fondo, un remolino azulado me indica que otro coche patrulla corta el callejón.

Estoy a escasos metros de la puerta del hostal con ínfulas de hotel.

Varios policías en la acera, y sobre la calzada. Parecen respetar un semicírculo, como si custodiaran un tesoro. O como si acosaran (de espaldas, difícil) a un individuo peligroso, o como si protegieran a una víctima.

Resultó la tercera opción.

Es un chaval joven, pero no tanto. Cercano a la treintena, calculo. Su vestimenta, veraniega, bermudas color burdeos, camisa abierta y estampada en diversos colores. Cabello abundante, castaño, revuelto, con un tupé maltrecho, ondulado, y un tanto anacrónico. Ojos grandes, quizás todavía bajo el efecto del susto o del alcohol o de ambos. Parece un chico pijo tras la fiesta de fin de curso del Colegio Mayor. Está sentado, despatarrado sobre la acera, la espalda apoyada sobre la pared. Mirada perdida. Parece no oír las palabras de los dos policías que, por turnos, tratan de comunicarse con él.

Su rostro gotea sangre. La mano protectora impide saber si brota de la nariz, los labios, quizás la ceja. Junto a él, sobre el bordillo, la blancura mancillada de rojo de un par de clínex acompaña la escena.

Alcanzo el portal (el chico justo al lado de la puerta), y contemplo a los policías que se han girado al escuchar los pasos. Los miro, pidiendo permiso sin decir palabra.

−¿Es amigo suyo? ¿Lo conoce? −dice el más veterano de los uniformados.

−No, es la primera vez que lo veo.

Uno de los polis, apenas un crío, fuerte cual Conan 2. 0, mira de reojo. El veraniego uniforme muestra sus poderosos brazos; el izquierdo, totalmente pintado desde la muñeca hasta donde la tela oculta el tatuaje. Siento la mirada vacía, y obscena, que lanzan las cavidades de una calavera grabada en su hipertrofiado bíceps.

El otro policía trata de establecer comunicación con el muchacho herido. Al menos, un contacto visual. De fondo, se escucha otra sirena, la ambulancia.

Prueba en inglés vallecano de cuando el Rayo estaba en tercera división, también chapurrea algo que suena alemán resacoso en Magaluf.

La cerveza, ese optimismo que vence gigantes a golpe de honda, habla por mí:

−¿Necesitan ayuda? Hablo inglés.

El policía mayor me observa. Gesto amable, de aquí no salgo esposado ni apaleado. Sonríe, inclinando ligeramente la cabeza.

−No, gracias, caballero. Dice ser italiano, no comprende inglés ni castellano.

En un gesto simbólico (virtual, sólo en mi mente) me echo las manos a la cabeza, al tiempo que introduzco el código de apertura: quintada del noventa y uno: 7391. ¡Madre mía, si no podemos comunicarnos con un italiano, que es primo hermano!

Luego, benévolo, pienso que el chaval está en su mundillo paralelo. En su cuneta particular preguntándose cómo diablos llegó ahí. Y maldiciendo los pares de rubias, Dorada, que cruzaron su camino.

 


lunes, 13 de enero de 2025

F204 - Maldito Duende (Tenerife) (III)

 Noche apacible, como cualquier otra en este paraíso terrenal. Rondarán los veintitrés grados, una ligera brisa sube por la empinada cuesta, trayendo consigo aroma de mar.

El instinto me hace mirar a un lado, a otro, hacia atrás. “Jorge, deja la paranoia planchada y dobladita”. Las aceras son estrechas, coches mal aparcados por doquier hacen que seguir por ellas resulte complicado. Avanzo por la callejuela del hostal con aires de grandeza (el hostal, no yo). Los vecinos que fumaban y reían ya no están. Siento un ligero alivio de pueblerino. De todas maneras, su ausencia no aporta tranquilidad, quizás incluso lo contrario.

Es un barrio alejado de la ciudad turística, de la que sale en portada de guías vacacionales, de las modernas terrazas abarrotadas de guiris, de los navideños escaparates, de los trasatlánticos amarrados a puerto e iluminados cual casinos flotantes; un barrio un tanto desangelado. Observo los bares, los comercios, a los transeúntes. Gente humilde, trabajadores, inmigrantes, solitarios aburridos, delincuentes anónimos al  acecho de su oportunidad; parados de larga duración a la espera del siguiente lunes al sol con el corazón lleno y la cartera vacía, soñadores en busca del décimo que les saque de allí el cercano veintidós de diciembre, y algún que otro insomne potencial que camina ligero para ver si, por fin, esta noche hace las paces con la somnolencia. Un tipo que enreda el interior de un contenedor con un palo largo en forma de gancho, una señora de edad indefinida y vestimenta escasa dialoga consigo misma, hace aspavientos y mira al cielo reclamando explicaciones que nunca llegan; como no lleva móvil encima ni advierto ningún pinganillo en su oído, opto por guardar prudencial distancia, a los iluminados los carga el diablo, y los dispara la imprudencia.

La cuesta abajo resulta liberadora. Mis gemelos gritan aliviados, sonríen, guiñan su ojo inexistente dándome las gracias por el descanso. Jorge, me digo, ascendiste dos cuestecitas de puerto de tercera, no el puto Tourmalet.

Alcanzo la civilización. Gente por doquier, motos que pasan a toda velocidad, semáforos, risas, sonidos de claxon, niños que gritan, muchachas de exótica hermosura, cuyos ojos retan a la vida, villancicos que resultan anacrónicos escapan por las puertas entreabiertas de tiendas trasnochadoras, guiris de aspecto británico (los tengo calados) que sonríen a la noche, con rostro bobalicón, todavía incrédulos de su fortuna, quizá recordando a sus camaradas que andarán ya borrachos por la lluviosa Main Street de su ciudad natal, persiguiendo escotadas rubias descalzas, y de largas piernas desnudas, que a leguas del estado de sobriedad caminan sobre los charcos, ufanas y escandalosas, sintiéndose princesas repudiadas, en aquella otra isla gris, nubosa y de Europa exiliada.

De nuevo, bajo el látigo de gúguel maps.

Continúe recto. Gire a la izquierda. Atraviese la rotonda. Salude a la luna. Su destino está al fondo a la derecha. Vaya, otra callejuela oscura. Esta noche vamos para Bingo. La luna llena, enorme, preside la escena, asomando entre las montañas, sobre las casas bajas, en lo alto del callejón.

El aparato esclavizador comienza a pitar, histérico; la pantalla lanza destellos que rompen por un instante la penumbra, mi dulce amante berrea que alcancé dicho destino −un bar llamado Héroes− pero tan sólo noto quietud, aceras estrechas, coches aparcados sobre ellas rozando la pared, ni rastro del heroico local. Palpo el Silencio, apenas quebrado por un murmullo de tráfico lejano. Tal vez me halle ante un homenaje oculto al mismísimo Bunbury y sus colegas maños.

He oído que la noche

es toda magia

 y que un duende te invita a sooñaaar.

¿Dónde diablos está el maldito duende?

Contemplo lo que parece un pub, a unos metros de distancia. Está cerrado a cal y canto. Una persiana metálica, llena de pintadas, trae una sonrisa a mi rostro, evocando aquella otra callejuela, aquella otra persiana cubierta de grafitis, que me llevó al restaurante donde me estrellé a doscientos cincuenta kilómetros por hora.

De repente, la veo.

Es una mujer joven, voluptuosa, de espaldas a mí. Dudo un instante, no se ve a nadie más. Somos los únicos habitantes de este planeta en forma de callejuela perdida de la mano de Dios. Ella da unos pasos, sobre el bordillo, a derecha e izquierda, como si estuviera inquieta, frente a la persiana pintarrajeada. Decido acercarme, ella se gira en cuanto escucha mis pasos. Cabello alborotado, rostro moreno, ojos grandes de miel, pantalones de lino color crema, top fucsia de generoso escote.

Quedan cinco minutos para que comience el evento.

−Disculpa, ¿conoces el bar Héroes?

−¿Viniste a ver los Monólogos? −responde a la gallega.

Le digo que sí, ¿quizás ella también? Entonces señala el local anterior. Una cristalera anónima, mal iluminada, que podría bien ser una zapatería escasa de género. Es aquí, dice. Yo soy la monologuista.

La chica es todo simpatía. Le confieso que carezco de entrada, que no logro hallar la forma de adquirirla mediante el diabólico móvil. Con amabilidad, la mujer va explicándome los pasos: entra en esta web, regístrate acá, di que no eres un robot allá, promete que no planeas atentar contra la vida del Presidente acullá, solicita localidad, abónala mediante bizum, paypal, tarjeta de crédito, de débito o por cómodas cuotas de un euro al mes durante los próximos dos años… okey, tal vez exagero un pelín.

Tras el máster acelerado, Instagram y el Universo Web, obtengo mi tique.

Un biip, miro la pantalla: Iraya y su amiga están de camino.

La cristalera engañaba. El local anónimo y soso de fachada, resultó acogedor. Aspecto discotequero, de guateque y bailables. La imaginación le otorga identidad setentera, vaya usted a saber por qué. Veo, respiro, el humo inexistente de cigarrillos que forman una neblina que sube hasta el techo. Casi puedo olerlo. Divertido, sonrío ante el surrealista bandazo musical en mi cerebro. En un plis plas, de Héroes del Silencio a Desmadre-75.

“Saca el güiski, Cheli, para el personal

Y vamos a hacer un guateque

Llévate el casete pa poder bailar

Como en una discoteque”

Echo en falta la esfera de cristalitos brilli, brilli girando en el techo. Barra a la izquierda, grandes espejos tras las botellas, mini escenario junto a la pared opuesta, sillas plegables dispuestas en cuatro filas.

Humor desordenado, moderno y escandaloso, carente de moldes y complejos. Choca Esos Micros. Mujeres que agarran el micrófono con suave firmeza y dicen a viva voz: ¡Eh gente, Estamos Aquí! Un alivio que aparcaran lo políticamente correcto, al menos por unas horas. Más que un monólogo, un diálogo, pues son dos las mujeres que montan el espectáculo. Incluso se une una tercera, de más popularidad en el mundillo del monólogo, dicen las anfitrionas. Sale del público, al modo voluntaria que quiere colaborar. Ignoro si fruto de la casualidad o estaba ya preparado.

Río a carcajadas, cayendo en cuenta de la cantidad de tiempo que no lo hacía. A veces, la vida es tan sencilla. Y nosotros, empeñados en complicarla.

A modo de buque rompehielos, el dúo pide al público colaboración. Echo a temblar porque no me agrada ese tipo de show donde has de interactuar. Por fortuna, estamos junto a la barra, de pie, y las artistas parece que la han tomado con los sentados cerca. Preguntas incómodas, chascarrillos, burlas bien llevadas. Un potencial infierno para mí. Me refugio tras la enorme copa donde los hielos enturbian el gintonic.

Al entrar, nos dieron una cuartilla de papel, a cada uno, junto a un bolígrafo de plástico: “Por favor, escribid anónimamente, la pregunta más absurda que se os pase por la cabeza”. Fueron las instrucciones, ante nuestra atónita mirada. Finalizada la actuación, leerían todas las preguntas, respondiendo lo primero que se les ocurriera. Improvisación, con mayúscula.

Uno a uno, fueron extrayendo los papeles doblados, como si de un sorteo se tratara. Caras de asombro ante los disparates lanzados, risas, gritos, silbidos. The show must go on!

−En serio, estáis fatal de la cabeza −dice, entre risas, la segunda monologuista, mientras continúa leyendo, y tratando de dar respuesta, a las curiosas preguntas: “¿Por qué una cómoda se denomina cómoda y una cama, cama, cuando la cama es más cómoda que la cómoda?”

−Esperad, esperad, que salió un filósofo: “¿La verdad es absoluta, relativa, o relativamente absoluta?”

−Pues éste tampoco se queda corto: “¿Por qué si ordinario significa vulgar, extraordinario significa maravilloso?”

Apenas quedan tres papeletas en la improvisada urna. ¿Y la mía? Me digo.

−Buenooo, esta persona, en serio, háztelo mirar. Un poquito de terapia nunca viene mal. Eso, o una pareja argentina, que convalida −dice la tercera monologuista, entre risotadas, y procede a leer:

−“¿Qué come un oso hormiguero cuando está a régimen?”

Todo el local estalla en carcajadas. La música de fondo cesa. Los camareros derraman las copas al servir. Risueña, Iraya me mira cómplice, sabedora de mi aportación. Río, me sonrojo, la enorme copa queda diminuta como parapeto.

A veces, la vida es tan sencilla.