De vez en cuando, debe uno mirar por el planeta, por lo verde, lo ecológico y toda la parafernalia. De vez en cuando, toca turisteo regional, de kilómetro cero, local, emisiones free, el paquete completo.
Me decanté por una gira por norte del norte, pero sin atisbo
del mar.
La idea resulta sencilla, un autobús te recoge al lado de
casa, te lleva a tres o cuatro pueblecitos con encanto, piedra encalada y mucho
verde, y alguna que otra vaca que finge no observar; te deja en cada uno un par
de horitas y al final uno es devuelto a territorio urbanita, ya de noche, con
los huesos cansados, pies doloridos, y los párpados a media asta.
El autocar −cruzo los dedos para que sea propulsado mediante
gas, electricidad, luz solar, o viento (para no cargarme el propósito inicial)−
está repleto hasta el banderín. Las numerosas cabelleras blanquecinas −la sal
derrotó a la pimienta, en la expresión inglesa “salt and pepper hair” −y
calvas relucientes conducen a la incertidumbre. ¿Jorge, te habrás confundido
otra vez? ¿Será un bus del IMSERSO rumbo a un balneario asturiano? El conductor,
micrófono en ristre, esclarece toda duda mediante berreo a volumen
discotequero. No hubo equívoco. Pueblecitos. Encanto. Verde y piedra. Piedra y
verde. Basílicas con ínfulas de Vaticano, ermitas, caminitos de cabras, el río
manso sirviendo de guía.
No obstante, el ambiente es alegre, distendido, casi feliz,
salvo algún que otro ataque de tos cercano que hace añorar tiempos de
mascarilla y gel hidroalcohólico. Tan festivo que te planteas, otra vez, lo de
los prejuicios y te abroncas por lo bajini. Dicho entusiasmo colectivo llama a
tu imaginación traicionera que sube al escenario, y ves a los ocupantes de las
cuatro primeras hileras de asientos, alzando los brazos, sincronizados, de lado
a lado, mientras entonan, a voz en grito, aquello de ¡El señor conductor
tiene novia, tiene novia, tiene novia! ¡Tiene novia el señor conductor!,
y la entrañable viejecita, en puesto de copiloto, gira el rostro, que luce dos
rosetas, azorada cual colegiala de Hermanas Agustinas.
Un bache colosal me saca del ensimismamiento.
Primer destino, todavía temprano, el sol entibia, pero sin
castigo. Me vengo arriba y camino tras la muchedumbre turística. A paso ligero,
como en la Puta Mili, casi puedo escuchar los gritos del Sargento Bernedo: ¡izquierda,
izquierda, izquierda- derecha- izquierda! La cosa se pone fea cuando
compruebo que nos alejamos un poquito de las cuatro casonas que, bien
separadas, dan nombre al pueblo. De repente, el adoquín tornó gravilla y ésta
pedruscos, cantos rodados y demás primos lejanos de la familia roca. Es lo que
tiene nacer sin gepese de fábrica, que has de seguir a quien supones
guía interesante. Observo a mi alrededor, pantalones de montaña, botas recias,
goretex a cascoporro, bastones de colorines; mochilas de verdad (no de
mentirijillas como la que yo porto); ellas con despeinados extraños, ellos con
pañuelos alrededor del cuello. Perros atados, perros sueltos, niños
asilvestrados que gritan, corretean y se ríen a carcajadas del presente, del
futuro, de la vida, de los cadáveres andantes que les rodeamos. ¡Mierda!, piensas,
estos tipos son profesionales, son montañeros. Este camino de cabras lleva al
maldito monte. ¿Qué diantres perdí yo en la cima de un cerro rocoso? ¡Meeedia
vueltaaa, ar!
Contemplo mi atuendo, a modo de excusa, no es por no
caminar, sudar, ver pajaritos y acariciar cabras. Visto zapatos de domingo (de
críos nos mudábamos los festivos), vaqueros recién extraídos de la
secadora, gafas de sol negras estilo Caiga Quien Caiga, la
chaquetilla a la cintura pues-acá-nunca-se-sabe; mochilita a la espalda,
en cuyo interior atesoro la botellita de agua con tapón tocapelotas (¡Gracias,
señor aburrido en poltrona bruselense! La próxima vez, ¡rellene Sudokus!), el
folleto de la excursión, una bolsa de frutos secos, las gafas de viejo, y
cuatro caramelos de menta pues-acá-nunca-se-sabe.
Soleado sábado de un noviembre que siempre soñó mudar en septiembre.
Con mi singular horario, más sueño que alma. Café por vena en cada parada de
autobús. La napolitana de chocolate, que huele a manjar en peligro de
extinción, me pone ojitos y susurra con lascivia: “cómeme, Jorge, cómeme
toda”. Me planto, erguido, frente al mostrador. Los pies anclados al suelo.
Las manos detrás, al igual que esposadas. Rígido, con cara de acelga hervida, a
falta sólo de corbata colorada y chaqueta de traje, como político en rueda de
prensa televisada, respondo al bollo lujurioso, con voz cavernaria: “No. ¡No es
no!”. Para secundar tal prueba de voluntad férrea −ni el mismísimo Epicteto,
oigan− arrojo con desprecio el azucarillo sobre la barra. Café solo y doble, a
pecho descubierto; tentado estoy de pedir un sol y sombra (evocarlo
acarrea gesto triste, del tipo: os añoro toneladas, un rictus a medio
camino entre la sonrisa y el llanto, recordando a mi padre); sin embargo,
desecho la idea, temeroso de que, tras beberlo, por falta de hábito, mi cara
torne rojo escarlata y el vello pectoral blanco Ariel, del puro susto.
La camarera sonríe, confusa, divertida, ante el ser extraño
que observa la bollería y parece hablar consigo mismo. Muestra, la muchacha,
una sonrisa hipnótica, luce cabello con ricitos, piel tostada, y se expresa con
afable acento caribeño.
“Ésta tiene de vasca lo que yo de noruego”, pienso, al
depositar las monedas sobre su mano, retornando a la realidad.
Seguimos devorando kilómetros.
Una basílica por acá, una universidad por allá… un
restaurante vasco por acullá. No todo va a ser alimentar el espíritu, caminar
sobre pedruscos rodados, y esquivar excremento vacuno.
Recuerdas el consejo del autobusero. Micrófono en mano, cual
oficinista piripi en karaoke navideño. Un restaurante regional, de pura cepa,
de esos con nombre autóctono a la par que impronunciable, largo como lunes
resacoso y repleto de sílabas con mucha ka, de kilo, y alguna que otra, té
equis intercalada. Lo buscas, a golpe de tecla, san gúguel mediante.
Te congracias con el perro de Pávlov −salivas, los ojos en
blanco, buscas la dichosa campanita− tu cerebro proyecta imágenes Alta Definición
del chuletón que te vas a meter entre pecho y espalda, con sus patatitas y su
pimiento del piquillo, quizás arriesgues un primero, caliente, poderoso, a base
de caparrón rojo y guindilla, o tal vez, unas cocochas, todo ello regado con un
Rioja-Fuenmayor del 67, que canten lo que gusten los Estopa, no sabrá cómo los
del Caprabo.
Entonces, la tragedia.
Abres la puerta de cristales tintados, ese careto que
muestras al traspasar el umbral, el interior en penumbra…
Algo falla.
Percibes un aroma exótico, fuera de lugar, el cual evoca
otra vida (huele a noche de farra con carga ladeada y niebla; a frío y llovizna;
a cerveza derramada por las aceras; a local take away donde meter algo
sólido al estómago para hacer masa. Huele a Edimburgo). Algo no cuadra. Un olor
picante, especiado, lejano. ¿Acaso un chuletón exótico?
Te encaminas hacia la barra. A la derecha, sobre la pared un
cartelón enorme, repleto de fotos vistosas, unas doscientas cincuenta y cuatro,
así a ojo, de colores vivos y grasientos. Son platos para degustar, todos bajo
un gran titular KEBAB-TXOKO, y te quieres morir, salir por patas, ser
succionado por un socavón bajo los pies. Te sientes humillado, estafado,
utilizado, y un montón más de adjetivos en ado.
−¡Akí, amiggo, esta mesa librre, amiggo!
−dice el tipo que salió a tu encuentro. Bigotazo negro que ni el mismísimo
Pancho Villa, tez morena, cabello que acompaña, negro como tinta china, tupido,
recio y abundante. Camisola y pantalón de lino, todo uno, beis oscuro.
Y la última pieza encaja.
“¡Un Paki!”, pienso, el chofer nos ha enviado a un local Paki
con nomenclatura vasca. La censura acude rauda a mi mente, acompañada de
otro recuerdo: el rostro travieso del bueno de John, advirtiéndome de la
naturaleza ofensiva de dicho diminutivo en Escocia… “Si al menos fuera uno
turco, como los de Edimburgo”, concluyo, añadiendo ‘decepcionado’ a la lista
gramatical.
−Sólo quería echar un vistazo. Gracias. −respondo al
simpático señor paquistaní.
Doy media vuelta y salgo al sol, a la luz de final de túnel,
en busca de algo más autóctono que llevarme a la boca.
−¡Mi reino por una chuleta a la brasa! −grito al cielo,
brazos extendidos, mientras las tripas emiten gruñidos de protesta.