martes, 21 de mayo de 2019

F113 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (III) (mayo 2005)


Moisés fue el primero en romper mi tranquila rutina. Meses atrás, cuando el frío Noviembre agonizaba. Ocurrió una tarde oscura, gris e invernal como el mismo Edimburgo. El Café Elephant House lleno hasta la bandera. A la clientela habitual se unió, solidario, un gran número de turistas, viajeros, estudiantes, vividores y algún que otro vagabundo. Por aquel entonces, aún era un lugar de acogida, donde se daba la bienvenida a cualquier persona, sin importar el dinero que gastara o el tiempo que ocupara una de sus amplias, y comunitarias, mesas. Todos invitados a permanecer el rato que desearan, sin presión capitalista, guarecidos al calor de sus viejos radiadores, que emitían un quejumbroso y monótono ruido. Otros tiempos, tan añorados en años venideros, antes de que la fama, dorada, egoísta y vanidosa, se cargara todo el tinglado, incluido el bonachón y risueño paquidermo de madera, eterno animador de los más pequeños aventureros. A cambio, abarrotaron el lugar de japoneses de gruesa cartera y amplia sonrisa, vaciándolo a su vez de los lugareños más desfavorecidos, de los estudiantes con bajo presupuesto, de españolitos currelas a cinco libras por hora, de poetas de triste verso y mucha hora suelta. Vaciándolo de alma. Vaciándolo de su esencia.

            Ocupaba mi mesa habitual, en la esquina, con vistas al castillo. Otras tres personas a mi alrededor, enfrascadas en sus propias tareas o elucubraciones (un chaval revisando apuntes, rotulador amarillo en mano; una chica frente a un ordenador portátil, blanco impoluto, recién estrenado, con el millonario logo de la manzanita mordida mediante la cual una mala, malísima Eva tentó a un buenazo e inocente Adán, junto a un incongruente adhesivo, que gritaba en grandes mayúsculas: “MAKE POVERTY HISTORY!”;  un tercero, jubilado en apariencia, apuraba su tercera taza de té negro, absorto en sus pensamientos, quizás rememorando viejas andanzas de juventud, tal vez soñando un piadoso mañana , o al menos no tan cruel). Tan sólo un hueco, frente a mí, permanecía desocupado.

            Lo recuerdo acercándose despacio, con un punto de timidez en sus maneras. Alto y flaco como un Quijote desubicado. Cabello descuidado, con rizos extendidos y rebeldes, más largo de lo estéticamente adecuado.  Barba poblada, gafas pequeñas con montura metálica. Lanzó un “¿Está libre?” al aire, en inglés con acento vallecano. El chico lector asintió. La ingenua,e internauta, muchacha, encogió los hombros, sin cesar el bailoteo, mudo e incansable, de sus dedos sobre el teclado. El abuelete continuó sumido en su ensoñación, ajeno al tiempo presente. Extendí la mano abierta, palma hacia arriba, invitándole a tomar asiento. Traía consigo una enorme taza de café con leche. La asía con ambas manos, como si aprovechara su fuente de calor por el mismo precio.  Antes de sentarse, descolgó de su espalda una liviana mochila, colocándola a sus pies.

            Supongo que me conocía de vista (a mí su figura me resultaba familiar, de ser un cliente habitual), o quizás se fijó en el título del libro que me encontraba leyendo, pues sin otro preámbulo, soltó a bocajarro, en castellano: 

̶  ¡Joder tío, qué tochazo te estás tragando. Yo sólo leo cómics, y me salto las parrafadas más largas!

            Paseé la mirada por la cubierta del recién estrenado libro (sus hojas aún emanaban ese grato olor a nuevo), que había cerrado a medias, dejando la cubierta visible, con el pulgar izquierdo entre sus páginas, a modo de improvisado punto de lectura: Tu rostro mañana. 2 Baile y sueño”, la segunda entrega de la fabulosa trilogía de Javier Marías. Le brindé una tímida sonrisa:

̶  Todo es ponerse. Línea a línea.

De inmediato, como si no me hubiera escuchado, sacó una bolsa de magdalenas con el logo del Tesco. Comenzó a quitar sus papeles, de dos en dos, mojándolas a su vez en el humeante café con leche, y zampándoselas a grandes bocados  ̶  el lechoso líquido chorreando por las comisuras de su boca  ̶  . Engullendo con oficio, cual moderno Carpanta, como si no hubiera un mañana. Todo un profesional del yantar.

Una vez saciado su apetito (un montoncito de grasientos envoltorios junto a la taza) comenzó a relatarme su vida, obras, milagros y tropelías. Poco a poco, con educación y mucho tiento, fui incrustando mis propias cuñas de información hasta tal punto que aquello acabó pareciéndose a una conversación. Charlamos de todo y de nada. Conversamos (mi libro ya del todo cerrado, Jaime Deza tendría que esperar hasta mi viaje de retorno en el bus) sobre los eternos temas que nos unen a los inmigrantes, cual invisibles hilos: lugar de origen en España, tiempo de estancia en Escocia, previos destinos, las escocesas (si los interlocutores eran varones), fecha posible de regreso, ocupación o pasatiempo, compañeros de piso, las escocesas, comida (eterno combate, menú ibérico versus menú británico), facturas, alquileres,  pisos chollo (véase “F45 - Piso patera”), alcohol, las escocesas (en realidad estos dos últimos asuntos iban juntitos de la mano, separados por una barrita: “/”), estudios, viajes y posibles excursiones…

Moisés me cayó simpático, a pesar de ser un Oporto, mientras yo era Rioja tinto. La estancia en Edimburgo junta a españoles que jamás se hubieran dirigido la palabra (Hola, no te doy ni la hora, como canturrea la jovenzuela auto-liberada y guerrera) allá en el añorado terruño íbero.

Más adelante me presentó a su chica (siempre entre las paredes del entrañable café), Miranda. Una cría, risueña, un tanto en su mundo de Pikachu, años luz nos separaban, ella en una muy, muy lejana galaxia.

Finalmente trajeron a Úrsula, con su abrigo tres cuartos caqui, su postura desgarbada, su acento granadino de Soria, su pelo revuelto, escondrijo de una solitaria y desaseada rasta.

Y ahí estábamos los cuatro, cual cuadrilla de yoqueis apocalípticos, a lomos de nuestro Ferrari Kaskarossa, de espantoso tono amarillo fosforito y ruedas de bicicross. Ahí nos hallábamos, arribando a la norteña Thurso, donde un grupo de exaltados, pero amistosos, jovenzuelos autóctonos nos rodearon, preguntándonos si éramos surfistas (no me extraña, pensé, con estas galas y en esta cegadora carroza). Thurso, paraíso del surf en la isla grande,  a tiro de piedra del Fin del Mundo Terrestre, a tiro de piedra de un desconocido y legendario abismo, más allá mares oscuros, enigmáticos, donde habitaban horribles monstruos marinos que destrozaban barcos, entusiastas de Moby Dick, gigantescos pulpos que arrastraban a despistados pescadores al fondo de las profundas aguas, y bellas sirenas, que hechizaban a ingenuos marineros, con sus cantos hipnóticos prometedores de placentera y exótica compañía, más tentadores y espirituosos brebajes. Hermosas sirenas, pero escocesas, al fin y al cabo.


           

lunes, 13 de mayo de 2019

F112 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (II) (mayo 2005)


Una pequeña calle perpendicular a Holyrood Road.  Pronunciada pendiente, estrecha acera. Los cuatro parados, en línea de formación como cuando antaño se pasaba revista en la mili. Los cuatro por orden de estatura, el más alto en la parte inferior de la cuesta, la más bajita en la zona alta, en un amago de compensar el desnivel estético. Brazos caídos a los lados, mochilas a nuestros pies, mirada al frente. Tan sólo nos faltaba el cuadrarnos, taconazo sonoro de botas relucientes, y ponernos en posición de Firmes. 

            Los cuatro en silencio cual trance pseudo-religioso. Los cuatro contemplando aquella obra de ingeniería mecánica, su discreto color, su línea aerodinámica, sus poderosos neumáticos, su estilo ultra-deportivo. Todos ensimismados por nuestra reciente adquisición motora, al menos para los siguientes cuatro días. Juntos y callados, embobados ante semejante bólido del asfalto, ante el primo-hermano del Kit de los ochenta: un Ford Ka, 1.3, modelo del 2004, color amarillo pollito, ruedas ligeramente sobresalientes de la trazada vertical imaginaria del techo, confiriéndole un aspecto de coche tronchado, haciendo su conducción dificultosa esquivando los bordillos a ojo de buen cubero. Un poderoso Ford Ka, de 60 potrillos salvajes de potencia, capaces de llevarlo en volandas de 0 a 100 kilómetros por hora en menos de cinco… minutos.

            ̶  ¿Qué, cargamos los bultos o le hacemos una foto aquí, al Ferrari Kaskarossa?  ̶  exclamó Moisés, con guasa sevillana rompiendo el castrense silencio.

            Por fortuna, el amplio maletero de aquel engendro con ruedas hizo buenas migas con nuestro modesto equipaje, llegando a un acuerdo de espacios y volúmenes como diseñado a medida por un ingeniero aeronáutico, o quien sea que sacrifique las pestañas en este tipo de cálculos.

            Superado el susto de la presentación de nuestra limusina liliputiense, llegamos a un rápido acuerdo verbal. Conduciríamos a turnos voluntarios, sin tiempos ni distancias limitados. Únicamente el cansancio y el estado anímico dictarían las pautas para intercambiar posiciones dentro del habitáculo. Tan sólo nuestra benjamina, Miranda, madrileña de veinticinco inviernos y media primavera, quedaría exenta de manejar los mandos de nuestro ovni rodante, pues carecía de la, tan ansiada en mis años mozos, cartulina rosa. Hoy en día, la chavalería prefiere subir a un tren, colocarse unos mastodónticos cascos sobre las orejas, abrir la tapa del ordenador portátil y perderse en otros universos paralelos del ciberespacio  ̶  mientras el hermoso paisaje real se desliza con rapidez, desvaneciéndose, a su lado, invisible, ajeno a sus sentidos  ̶  aniquilando, bajo auto-hipnosis, espectros, zombis, vampiros y demás morralla paranormal que pulula de forma provocativa ante el cañón virtual de su Ak-47.

            Viajaríamos a la antigua usanza. Nada de navegadores, GPS, computadora vía satélite, ni con la ayuda de un piloto automático sonriente como hizo el bueno de Arnie en “Desafío Total”. Viajaríamos a golpe de volante y biblia. El texto sagrado en forma de grueso libro de mapas desplegables, de esos que has de saltar de una página a otra para poder enlazar el itinerario elegido. Un despropósito. Yo, por lo bajini, imploraba a los dioses del Olimpo, y de Barcelona 92 ya de paso, para no tener que jugar un papel protagonista en la ardua tarea de orientación y exploración de las líneas viales. Con mi atrofiado sentido espacial y la ausencia de GPS interno  ̶  tara de fábrica  ̶  podríamos acabar, tras la supuesta pista del tímido monstruo del lago Ness, en el interior de la panza de un ferry con destino a los fiordos noruegos.

            La visión terrible de aquel fosforito auto de choque, con puertas y retrovisores, no logró noquear nuestro entusiasmo aventurero. Nos acomodamos, es un decir, como bien pudimos. Las chicas en el asiento trasero. Moisés al volante, valiente voluntario  ̶  asiento desplazado hasta el último diente de sujeción, para poder engullir la envergadura de su metro ochenta y cinco  ̶  y yo sentado a su izquierda (el puesto del de la escopeta que denominan los yanquis, riding shotgun). ¡Vamos, el sitio del copiloto de toda la vida!, como el del entrañable Luis Moya: “¡Arráncalo, Carlos, por tu padre, arráncalo!”. Sobre mi regazo, las sagradas escrituras viales, con sus líneas de colores, sus simbolitos e indicaciones diminutas. Una insana sonrisa en mi rostro, una gota de sudor deslizándose, con lentitud, por mi sien. “Espero que no haga demasiado frío en Noruega”, pienso divertido, a la par que amedrentado.

            Tras tres cuartos de hora de ibérica discusión tertuliana, a gritos y hablando todos a la vez, sobre cuál era la dirección a tomar para abandonar Edimburgo, preferiblemente antes de agotar el primer depósito de combustible haciendo turismo por el barrio de Leith y  sus aledaños, enfilamos la carretera que accedía al majestuosos puente Forth. Nuestro destino final, el punto más septentrional de la isla grande: Easter Head. Atravesando en nuestro recorrido poblaciones como Perth, Aviemore, Dunbeath, Thurso, y John o´ Groats. Una vez alcanzada la meta, asomarnos al abismo de aquel peculiar fin del mundo terrestre (como nuestro particular gallego Finisterre), a poder ser sin caer al mar, y retornar descendiendo por la costa oeste hasta el hemoso y portuario Oban, y de vuelta a la capital escocesa.

            Todo ello sobre el papel, con la esperanza de no extraviarnos por las desangeladas y angostas carreteras que recorren las Highlands, donde tan sólo hay ovejas aburridas de balar entre ellas y alguna que otra desorientada vaca peluda, de larguísima y retorcida cornamenta, o terminar en el fondo de alguno de los profundos y oscuros lagos del trayecto, haciendo un macabro homenaje al cuarteto de melenudos de Liverpool y su emblemático Yellow submarine.

lunes, 6 de mayo de 2019

F111 - En el auto de papá, nos iremos a pasear (I) (mayo 2005)


La sabiduría popular es la clave. Siglos de experiencias acumuladas resumidas en un puñado de palabras. Así como dados tirados al azar, pero cuyos lados aterrizan certeros mostrando un doble seis. Cuánto mejor nos iría siguiendo los consejos encerrados en el refranero popular. Repleto de afirmaciones que dictan verdades como puños, como dirían en mi pueblo. En referencia al asunto que me lleva a escribir estas líneas, también el saber anónimo de las gentes clava con destreza su flecha en el centro de la diana, con dichos tan escuchados, tan repetidos: “Dime con quién vas, y te diré quién eres”; “Dios los cría y ellos se juntan”, y por supuesto, una sentencia lapidaria que va directa al corazón, que toca el alma: “Mejor solo que mal acompañado”. El cúmulo de vivencias nos lleva a secundar, en silencio, con pequeñas cabezadas tal afirmación.  A lo sumo, susurramos un escueto y sincero, amén. Vamos, que podríamos adoptarla como breve, pero contundente, epitafio grabado sobre nuestra futura tumba.

            Mas comencemos donde nace esta modesta historia.

            Es el primer domingo de mayo. La mañana en Edimburgo se muestra fresca y soleada. La escasa niebla del amanecer ha levantado, arrastrada por la sempiterna brisa, dejando un cielo azulado, salteado de nubecillas blancas, estrechas y estiradas. Nubes de cuadro a la acuarela. Primer domingo de mayo. Sonrío y cierro los ojos ante la humeante taza de café, tamaño XL, como es habitual por estos lares. Para mis adentros, bisbiseo más que una oración un breve saludo, un recuerdo hecho palabra, un te añoro mamá. Media vida sin tu compañía, sin tu cariño, sin tus caricias, sin tu eterna sonrisa y continúo echándote en falta, como si te hubieras marchado anteayer. Primer domingo de mayo. Día de la Madre, allá lejos, en mi amada, y a veces aborrecida, España. Aquí, un domingo más. Un domingo cualquiera. Un aburrido intervalo entre la juerga sabatina y el madrugón del lunes. Ignoro la fecha celebratoria escocesa. Juraría que la mueven cada año, de casilla en casilla, en ese calendario que comienza por el último día semanal. Parece un amago de confundir a los hijos despistados.

            Un domingo más. Uno de mis cafés favoritos. El Elephant House. Un local con solera, acogedor, que destilaba una magia especial por cada rincón, pared, techumbre y suelo (antes de que el vil metal y la ambición de negocio acabara con ella). Grandes mesas, de vieja madera, donde los clientes comparten momentos, viandas, lecturas, brebajes calientes, anécdotas, silencios y sueños. Un lugar repleto de esos entrañables e inteligentes animales. Tan voluminosos como nobles. Atrayentes de buena fortuna, de sensaciones positivas, de luminoso karma. Elefantes y más elefantes. En toda postura y tamaño. En cuadros, estatuillas, bordados, atrapasueños de techo, libros, posavasos. E incluso un hermoso paquidermo, tallado en madera, que hace las veces de asiento para los más pequeños, los cuales quedan ensimismados sobre su lomo, sus minúsculas manos agarradas a la trompa, sus asombrados ojos contemplando las enormes orejas, su recién estrenada imaginación galopando junto a ellos por la africana sabana o esperando despegar el vuelo, junto a su particular Dumbo.

Ocupo mi rincón preferido. Una de las mesas junto a los amplios ventanales. Escaparate privilegiado que asoma a la parte trasera, a Cowgate. A lo lejos, imponente, siempre alerta, el Castillo de Edimburgo sentado erguido y orgulloso, sobre su negro y rocoso trono volcánico.

            La veo pedir en la barra. Alta, desgarbada, pelo largo con una solitaria y sucia rasta camuflada entre su espesor. Viste su habitual chaqueta tres cuartos de color caqui, de esas que adornan la capucha con un reborde de piel artificial. Alza la vista, entornando sus ojos adormilados en mi dirección, más miope de lo que su coquetería le permite admitir. Se acerca, sujetando con ambas manos la rectangular bandeja abarrotada (como la plaza del Dúo Sacapuntas), quebrada una de sus esquinas: tetera, taza y platillo, plato pequeño con tostadas, tarrinas minúsculas de mantequilla y mermelada, vaso de agua, zumo de naranja recién exprimido, un bollo al que denominan cruasán ignorando de qué están hablando, servilletas de papel, sobrecitos de azúcar. Todo un festín. Apoya la bandeja, exhausta, como si hubiera recurrido la media maratón, en lugar de los cinco escasos metros desde el mostrador.

            ̶  ¡Qué pasa, riojano!  ̶  saluda, con su acostumbrado desparpajo sureño.

            Úrsula. Andaluza de buena familia, rebasando la mitad de la cuesta abajo de la treintena, la meta volante de los cuarenta se acerca, inmisericorde, a endiablada velocidad. Úrsula. Eterna adolescente, con nombre aristocrático o de dama de lujosa compañía. Granadina, carente de acento alguno. Por su hablar, podría provenir de cualquier lugar, incluso de Soria. 

            Toma asiento frente a mí. No se despoja de la inmensa cazadora. Friolera de vocación. No, no podría venir de Soria, pienso divertido. Bebe el zumo sin apenas respirar, en dos largos sorbos. Temerosa, supongo, de que la vitamina C se evapore, como asegura el mito. Se sirve una taza de té hasta rebosar, y de inmediato saca su sobre plastificado de tabaco crudo, color verde ajado de desesperanza, muestra horribles fotos de vísceras oscurecidas por innombrables enfermedades. Fotos ignoradas por ella y por todos los adictos al venenoso humo. Con dedos expertos ataca el tabaco, sujeta el papelillo, la diminuta boquilla entre sus labios. Construye sus pequeños pitillos sin prestar atención, una autómata del fumeteo. Quedan cilíndricos, perfectos, alineados como soldados caídos al borde de la bandeja. El té se va templando.

            Sus ojos abotargados no me dan cuartelillo, miran de lleno, como lo hacemos los latinos. Su parloteo tampoco me concede tregua alguna, ni siquiera para meter una cuña publicitaria. No ha callado desde su peculiar saludo, salvo los dos segundos durante casi murió ahogada por inmersión en zumo de naranja, recién exprimido.

            Úrsula es una habitual del Elephant House.  Coincidimos a menudo. Compartimos esta mesa. Hemos desarrollado algo parecido a la amistad, mas lejos del concepto que define dicha palabra en suelo patrio. Estudia Bellas Artes en una academia privada de alto postín, a las afueras de la ciudad. A ratos juega a trabajar, sirviendo pintas de cerveza en un pub nostálgico del movimiento Heavy, el Black Rose sito en Rose Street, y así poder hacer frente al chantaje emocional paterno, ganando algunas monedas para sus chucherías, mientras palpa la visa oro a cobijo en el bolsillo trasero de los vaqueros de marca. Hija única. Padre multi-empresario,  emprendedor de vieja cuña, viudo desde que ella tenía la tierna edad de cuatro años. Un drama real, de plañidera película de sobremesa. El aprendizaje de la lengua de Shakespeare, útil y necesario para dirigir en un futuro el emporio familiar, mera excusa para escapar de una vida que la asfixiaba como una bolsa de plástico sobre la cabeza de una tortuga en alta mar.

            ̶  ¿Bueno, qué, te apuntas, o no?  ̶  concluye, sacándome de mi ensoñación.

            Úrsula acaba de proponerme una escapada a cuatro bandas. Una excursión, en coche alquilado, hasta las tierras del norte de Escocia, las archiconocidas Highlands. Nosotros, en compañía de la parejita feliz. Miranda y Moisés. Mimo, como tiernamente les apodan sus compañeros de juergas nocturnas y otras fechorías.

            ̶  ¿Eh? Vale, ¿por qué no?  ̶  respondo, tras calcular fechas, horarios, vacaciones escolares y demás parámetros logísticos.

            De repente, caigo en la cuenta de que he aceptado el reto, haciendo caso omiso de todas las lucecitas rojas que gritaban mudas desde el salpicadero de mi cuadro de mandos.

            Harto de lucir verdoso pelaje, de perro solitario.