Moisés fue el primero en romper mi tranquila rutina. Meses
atrás, cuando el frío Noviembre agonizaba. Ocurrió una tarde oscura, gris e
invernal como el mismo Edimburgo. El Café Elephant House lleno hasta la
bandera. A la clientela habitual se unió, solidario, un gran número de
turistas, viajeros, estudiantes, vividores y algún que otro vagabundo. Por
aquel entonces, aún era un lugar de acogida, donde se daba la bienvenida a
cualquier persona, sin importar el dinero que gastara o el tiempo que ocupara
una de sus amplias, y comunitarias, mesas. Todos invitados a permanecer el rato
que desearan, sin presión capitalista, guarecidos al calor de sus viejos
radiadores, que emitían un quejumbroso y monótono ruido. Otros tiempos, tan
añorados en años venideros, antes de que la fama, dorada, egoísta y vanidosa,
se cargara todo el tinglado, incluido el bonachón y risueño paquidermo de
madera, eterno animador de los más pequeños aventureros. A cambio, abarrotaron
el lugar de japoneses de gruesa cartera y amplia sonrisa, vaciándolo a su vez
de los lugareños más desfavorecidos, de los estudiantes con bajo presupuesto,
de españolitos currelas a cinco libras por hora, de poetas de triste verso y
mucha hora suelta. Vaciándolo de alma. Vaciándolo de su esencia.
Ocupaba mi
mesa habitual, en la esquina, con vistas al castillo. Otras tres personas a mi
alrededor, enfrascadas en sus propias tareas o elucubraciones (un chaval
revisando apuntes, rotulador amarillo en mano; una chica frente a un ordenador
portátil, blanco impoluto, recién estrenado, con el millonario logo de la manzanita
mordida mediante la cual una mala, malísima Eva tentó a un buenazo e inocente
Adán, junto a un incongruente adhesivo, que gritaba en grandes mayúsculas: “MAKE POVERTY HISTORY!”; un tercero, jubilado en apariencia, apuraba
su tercera taza de té negro, absorto en sus pensamientos, quizás rememorando
viejas andanzas de juventud, tal vez soñando un piadoso mañana , o al menos no
tan cruel). Tan sólo un hueco, frente a mí, permanecía desocupado.
Lo recuerdo
acercándose despacio, con un punto de timidez en sus maneras. Alto y flaco como
un Quijote desubicado. Cabello descuidado, con rizos extendidos y rebeldes, más
largo de lo estéticamente adecuado.
Barba poblada, gafas pequeñas con montura metálica. Lanzó un “¿Está
libre?” al aire, en inglés con acento vallecano. El chico lector asintió. La
ingenua,e internauta, muchacha, encogió los hombros, sin cesar el bailoteo,
mudo e incansable, de sus dedos sobre el teclado. El abuelete continuó sumido en su ensoñación, ajeno al tiempo
presente. Extendí la mano abierta, palma hacia arriba, invitándole a tomar
asiento. Traía consigo una enorme taza de café con leche. La asía con ambas
manos, como si aprovechara su fuente de calor por el mismo precio. Antes de sentarse, descolgó de su espalda una
liviana mochila, colocándola a sus pies.
Supongo que
me conocía de vista (a mí su figura me resultaba familiar, de ser un cliente habitual), o quizás se fijó en el título del libro que me encontraba
leyendo, pues
sin otro preámbulo, soltó a bocajarro, en castellano:
̶
¡Joder tío, qué tochazo te
estás tragando. Yo sólo leo cómics, y me salto las parrafadas más largas!
Paseé la mirada por la cubierta del
recién estrenado libro (sus hojas aún emanaban ese grato olor a nuevo), que
había cerrado a medias, dejando la cubierta visible, con el pulgar
izquierdo entre sus páginas, a modo de improvisado punto de lectura: “Tu
rostro mañana. 2 Baile y sueño”, la segunda entrega de la fabulosa trilogía
de Javier Marías. Le brindé una tímida sonrisa:
̶ Todo
es ponerse. Línea a línea.
De inmediato, como si no me hubiera escuchado,
sacó una bolsa de magdalenas con el logo del Tesco. Comenzó a quitar sus
papeles, de dos en dos, mojándolas a su vez en el humeante café con leche, y
zampándoselas a grandes bocados ̶ el lechoso líquido chorreando por las
comisuras de su boca ̶ . Engullendo con oficio, cual moderno
Carpanta, como si no hubiera un mañana. Todo un profesional del yantar.
Una vez saciado su apetito (un montoncito de
grasientos envoltorios junto a la taza) comenzó a relatarme su vida, obras,
milagros y tropelías. Poco a poco, con educación y mucho tiento, fui
incrustando mis propias cuñas de información hasta tal punto que aquello acabó
pareciéndose a una conversación. Charlamos de todo y de nada. Conversamos (mi
libro ya del todo cerrado, Jaime Deza tendría que esperar hasta mi viaje de
retorno en el bus) sobre los eternos temas que nos unen a los inmigrantes, cual
invisibles hilos: lugar de origen en España, tiempo de estancia en Escocia,
previos destinos, las escocesas (si los interlocutores eran varones), fecha
posible de regreso, ocupación o pasatiempo, compañeros de piso, las escocesas,
comida (eterno combate, menú ibérico versus menú británico), facturas, alquileres, pisos chollo (véase “F45 - Piso patera”),
alcohol, las escocesas (en realidad estos dos últimos asuntos iban juntitos de
la mano, separados por una barrita: “/”), estudios, viajes y posibles
excursiones…
Moisés me cayó simpático, a pesar de ser un Oporto,
mientras yo era Rioja tinto. La estancia en Edimburgo junta a españoles que
jamás se hubieran dirigido la palabra (Hola,
no te doy ni la hora, como canturrea la jovenzuela auto-liberada y guerrera)
allá en el añorado terruño íbero.
Más adelante me presentó a su chica (siempre
entre las paredes del entrañable café), Miranda. Una cría, risueña, un tanto en
su mundo de Pikachu, años luz nos separaban, ella en una muy, muy lejana
galaxia.
Finalmente trajeron a Úrsula, con su abrigo
tres cuartos caqui, su postura desgarbada, su acento granadino de Soria, su
pelo revuelto, escondrijo de una solitaria y desaseada rasta.
Y ahí estábamos los cuatro, cual cuadrilla de
yoqueis apocalípticos, a lomos de nuestro Ferrari Kaskarossa, de espantoso tono amarillo fosforito y ruedas de bicicross. Ahí nos hallábamos, arribando
a la norteña Thurso, donde un grupo de exaltados, pero amistosos, jovenzuelos
autóctonos nos rodearon, preguntándonos si éramos surfistas (no me extraña,
pensé, con estas galas y en esta cegadora carroza). Thurso, paraíso del surf en
la isla grande, a tiro de piedra del Fin
del Mundo Terrestre, a tiro de piedra de un desconocido y legendario abismo,
más allá mares oscuros, enigmáticos, donde habitaban horribles monstruos
marinos que destrozaban barcos, entusiastas de Moby Dick, gigantescos pulpos
que arrastraban a despistados pescadores al fondo de las profundas aguas, y
bellas sirenas, que hechizaban a ingenuos marineros, con sus cantos hipnóticos
prometedores de placentera y exótica compañía, más tentadores y espirituosos
brebajes. Hermosas sirenas, pero escocesas, al fin y al cabo.