“¡Mierda, llego tarde! Si es que ya me lo decía mi madre,
siempre dejando todo para última hora”.
Había salido del hospital a las tres en punto, como cada
día. Pero me entretuve tomando un café, leyendo un rato para disimular mi
auténtica afición: mirar a la gente sentada en la cafetería o paseando por la
acera, al otro lado del ventanal, imaginando sus vidas, sonriendo ante sus sonrisas
y monólogos involuntarios, llorando ante sus internas desgracias. Distraído,
ensimismado en esos mundos lejanos, también, mágicamente volcados sobre el
papel de la novela que portaba en mi mochila. Tan ido por aquellos universos
paralelos que olvidé por completo que era martes, día del grupo de escritura.
Uno de los buenos propósitos de aquel nuevo año, junto a
correr más y comer menos, que figuraba en mi lista, había sido el convertirme
en escritor de best sellers y desbancar
a Ian Rankin de las librerías británicas, e incluso en un par de años al
mismísimo Stephen King. Tan sólo había un problemilla en el viaje relámpago
hacia el éxito y las portadas en las revistas, mas nada serio, una pequeña chinita
en el camino: primero debía aprender a escribir en inglés, el resto sería coser
y hablar, puesto que nunca se me dio bien cantar. Así que en enero me apunté a
un Grupo de Escritura Creativa.
“¡Jodé, qué tarde es y este tío no acaba!”
El Campofrío okupaba el cuarto de baño otra vez.
Ignoro a lo que se dedicaba ahí dentro durante tanto tiempo, tal vez entraba
mochila al hombro, con tienda de campaña y termo lleno de té caliente (por
entonces, ya conocía el hecho de que los irlandeses no pueden sobrevivir más de
media hora sin beber té o, en su defecto, una pinta de su oro negro). El Campofrío era el novio de Penny, el
tercer inquilino auto-adosado en un piso para dos personas, al igual que Alien,
el octavo pasajero en una nave claramente diseñada para sólo siete tripulantes…
y claro, luego sucedió lo que sucedió.
Yo lo apodaba, cariñosamente, El Campofrío desde el día en el cual Penny tuvo a bien el
presentarnos. El tipo, algo por encima del metro y medio (a juego con ella, como
Pin y Pon) me miró un punto indeterminado del rostro, lejos de los ojos, y dijo
con su acento irlandés: “Hi George, how
are yez?”, sin hacer el más mínimo de los esfuerzos por repetir el nombre
con el que fui bautizado, y que yo acababa de pronunciar para su beneficio,
prostituyéndolo él a la manera anglosajona, extendiéndome una mano blanda, fría
y húmeda, que estreché apretando los dientes y conteniendo las arcadas. Resultó
como atrapar con la mano un puñado de salchichas recién sacadas de la nevera.
De ahí el alias. Me cayó mal al
instante. Mi instinto más primitivo, ese que nace en los intestinos y muere en
la cabeza, sin hacer parada de boxes en el corazón, me susurró: “Jorge, te
presento a un gilipollas”. El futuro cercano, poco a poco, una vez más, colgaría
medallas de agradecimiento por los servicios prestados al más cavernícola de
mis instintos.
“¡No llego, no llego! ¡Vamos!”
Ese martes no podía faltar. Las chinitas seguro que
regresaban.
Solíamos reunirnos en un pequeño local en Dalry Road. Un
cuarto lleno de pupitres dispuestos en círculo, esperando un ataque de los
Apaches que nunca llegaba. El número de asistentes variaba de una semana a
otra, de unos cinco hasta una docena. Nunca más. La batuta la dirigía un
escritor escocés virgen (sin obra publicada, no sexualmente… supongo) de unos
cuarenta y pico años, aspecto algo dejado, voz de cantador de blues y con un par de novelas acabadas,
y mil veces repasadas, en el cajón de su mesa de trabajo, a la espera de que algún
editor visionario las publicara y propulsara a su autor al cielo del éxito.
Vamos, otro que soñaba con sustituir a Ian Rankin. ¡Póngase usted a la cola! Si
es que ya no existen maneras, oigan.
Todas las jornadas literarias acababan igual. En el pub
de la esquina. Todavía desconozco si aquel buen hombre quería hacer de nosotros
los siguientes J. K. Rowling, o cobraba comisión en algún trapicheo relacionado
con Alcohólicos Anónimos. La mayoría de futuros escritores retornaban al calor
de sus hogares tras la reunión, pero siempre quedábamos varios alumnos-pelota
para reírle las gracias a aquel buen hombre, al calor particular que sólo
produce un par de pintas de cerveza fría junto a buena compañía, en este caso
las chinitas.
Me recordaron tanto a la linda de Layla, mi china
favorita. Con su risa, siempre tras la mano cubriendo la boca. Con su timidez y
osadía, juntas pero no revueltas. Me gustaban las dos, eso suponía un problema…
o tal vez no. (No se vayan a creer todo lo que leen, siempre perdí la fuerza
por la boca).
Al fin salió el okupa
del baño y pude llegar, tan sólo cinco minutos tarde, a mi martes literario. ¡En
qué hora! Pensándolo con el beneficio de la distancia temporal: ¡Ójala El Campofrío se hubiera quedado dormido
en la bañera!
Como cada semana terminamos en nuestro templo particular.
Un pub clásico y con solera, justo a la vuelta de la esquina del local donde
jugábamos a ser Pérez-Reverte en la lengua de Shakespeare. No, si ya digo yo
que nuestro maestro tenía algún interés en esto de promocionar la ingesta de
alcohol. (Tristemente, un pub que años más tarde sufriría un terrible incendio,
en cuyo intento de extinción pereció un joven bombero escocés).
Aquella tarde tan sólo quedamos seis de nosotros para la
ronda post-literaria. Incluidas las dos chinas y el profesor. Corrió la cerveza,
nacieron las risas, afloró el buen rollo que suele darse en estas ocasiones.
Todo muy relajado, muy acorde con el lugar: pub de clientela mayor, rozando la
edad de jubilación, algunos rozando la madera de pino del cajón.
Así que pensé, ésta es la mía. Buen ambiente, linda compañía,
cantidad justa de veneno en sangre en forma de alcohol. “¡Jorge, al toro, todo
por la patria, todo por la pasta!” (Perdón,
que me equivoco de canción).
Casi llevaba dos años por estas tierras, había visto
mundo, viajado (¡hasta Leith incluso!), estudiado idiomas (francés con los
locos chavales del cutre-pálas y con mi querida Eli, alemán con una compañera
de trabajo y chino con mi linda Layla, que me enseñó un par de palabras en su
dulce cantonés).
Así, que con tres ases en las dos mangas me lancé, nada
podía fallar:
- Y vosotras dos, ¿qué
habláis: cantonés o mandarín?, dije con mi mejor sonrisa Profidén y la
seguridad del veterano.
Ambas quedaron con sendos vasos de cerveza parados a
medio camino de sus rojos labios. Los apoyaron en la mesa de madera, con un
ruido seco que pareció parar la música del pub: clak, clak. Me miraron serias, como un profesor justo antes de
echarte la bronca. Se irguieron en el sofá, como si se hubieran tragado un palo
de escoba en algún momento que dejé de mirar.
̶ ¡Cómo? ¡Nosotras
somos coreanas!
Y deseé que el suelo de madera vieja del pub se abriera,
surgieran los brazos envueltos en llamaradas del mismo Satán, y me arrastraran
con él a la abrasadora profundidad de sus dominios.
Al día siguiente, cuando se me pasó el mal trago y mi
rostro recuperó su palidez normal, dejando de parecer una berenjena madura,
pensé que qué falta de sentido del humor, tomarse las cosas así, tan a la
tremenda. Un pequeño error lo comete cualquiera, habría sido como si ellas, por
un tonto desliz, me hubieran preguntado si yo hablaba francés…
¡Salvo que yo no tengo cara de gabacho!
Las señoritas coreanas nunca regresaron al grupo. Todavía
me siento culpable. En serio.
¡Y no se rían, cabrones!
Suele pasar. Para una persona occidentalizada, y sin ningún acercamiento al mundo oriental, todo comedor de arroz de tez amarilla es en términos generales, un japochino.
ResponderEliminarAdemas no es la primera que se leen historias de algún japo o algún coreano que se le ha ido la pinza al confundirlos con sus vecinos chinos. En fin, no es culpa nuestra ese resquemor interno que se tienen los unos con los otros, hasta el punto de la discriminación disimulada con sonrisas, como tanto les gusta hacer.
Buen post, haber si nuestro amigo el charcutero hiberno nos empieza a dar juego en los relatos. Un saludo.
Thinous
Gracias Thinous (otra vez) por tus palabras. No creo que de para mucho más el amigo, alguna mención tal vez.
EliminarJuuassssss! Sí, me tengo que reír. Pero nada de sentirte culpable. Vaya dos chinitas (perdón, coreanas) con mas poco sentido de humor.
ResponderEliminarNo fue una reacción normal, imagino que estarían quemadas por algo más. A mí en todos estos años me han preguntado si soy alemán (soy de gesto serio, imagino que es por eso), polaco (por supuesto), italiano (aunque no lo parezco en absuluto). Y tras tantos años siguen preguntándome de dónde soy, de dónde vengo, cuánto me voy a quedar, etc. Es algo con lo que aprendes a vivir (el acento me delata en cuanto abro la boca).
EliminarUn saludo y gracias por comentar (eres una de las más fieles) :-)
Gracias! Y acabo de enganchar a una amiga a tu blog.
Eliminar¡Así me gusta! Gracias :-)
EliminarBuenas noches
ResponderEliminarPues la verdad, no creo que te debieras sentir culpable en absoluto, con explicar a esas dos coreanas que a los ojos de un español, tanto los chinos, como los japoneses, coreanos, e indochinos sois la misma cosa dada nuestra dificultad para distinguiros, estaría más que resuelto el asunto.
Vamos, que decimos China ya que por número de habitantes es la que menos margen de error da.
Aunque lo más efectivo, es primero el clásico de clásicos: Uerar yufrom?
Por lo demás estupendo relato, me ha gustado.
Santurtziarra
Gracias Antxon, sí, desde entonces siempre pregunto la procedencia, a veces ni tan siquiera eso, pues no está demasiado bien visto. Depende de las circunstancias, como todo. Entre estudiantes y grupos así de ocio hay más libertad para ser cotilla.
EliminarUn saludo