Poco a poco iba haciéndome al trabajo en el hospital. Ya
nos advirtieron en su día que no consistía tan sólo en limpiar y preparar té
con tostadas, sino que además debíamos tratar con respeto y cariño a los
pacientes. No éramos enfermeros ni psicólogos pero tampoco ejercíamos de
simples friegasuelos de a cinco libras la hora.
Tobbie era genial para tal misión. Entretenía y
encandilaba a los viejitos. Lo mismo hacía malabares con tres naranjas y un
melocotón, que les contaba chistes y chascarrillos, con ese acento de Fife que
tenía, haciéndoles reír hasta las lágrimas, más de uno se orinó en los pañales
y tuvo que llamar a la enfermera tras uno de sus shows.
Yo tampoco me quedaba corto y conversaba con uno y otro,
entre fregada y fregada de suelo. Las ancianitas me atosigaban con preguntas
sobre mi país y sus costumbres, sobre novias y amoríos, sobre estudios y labores.
Les respondía con pocas palabras y mil sonrisas. Ellas tenían más claro que yo
mismo el motivo de mi aventura por estas tierras: había venido a encontrar a
una buena chica escocesa que hiciera vibrar el suelo bajo mis pies. Ante lo
cual yo les contestaba que las chavalas locales eran criaturas extrañas y algo
asilvestradas para mi gusto. Esto provocaba carcajadas explosivas que llevaban
a pérdidas de dentaduras postizas y más pañales o sábanas limpias.
Algunos de sus nombres retornan a mi memoria ̶ no así sus rostros, perdidos en la neblina
del tiempo ̶ trayendo consigo recuerdos
y vivencias que creí enterradas para siempre. Como el bueno de Hans, no tan
mayor como los demás, un alemán educado y agradable que padecía una enfermedad
terminal. Balbuceaba algo de español, pues según me contó había sido soldado en
nuestra guerra. Nunca le pregunté en qué bando había combatido porque nunca me
importó lo más mínimo. Allí era uno más, un paciente que destacaba por sus
buenos modales y palabras amables con todos, enfermeras, médicos y limpiadores.
Siempre me saludaba en castellano, con una sonrisa, acento fuerte y alguna
pequeña incorrección gramatical: “Buenos ddías, ¿cómo esttás mi ammigo español?”
Las enfermeras me contaban que sufría horribles pesadillas, gritaba en medio de
la noche en su lengua materna. O a veces se mostraba confuso, perdido, durante
el día, quedando callado acurrucado como un niño pequeño y asustado. En otras
ocasiones creía estar todavía en el ejército y preguntaba sorprendido qué hacía
allí dentro, que debía partir cuanto antes pues sus compañeros combatientes le
estarían echando en falta.
También recuerdo a Bridget. Una
viejecita delgada de cabello gris y mirada lejana. Su mente jugaba con ella,
haciéndola hablar a las paredes o creer que los espejos eran puertas que nos
comunicaban con otros mundos, con universos paralelos donde vivían sus
familiares desaparecidos. La pobrecita siempre intentaba escaparse (y en alguna
ocasión lo consiguió a pesar de todas las medidas de seguridad, mas sus fugas
duraban unos pocos minutos y volvía sonriente acompañada del brazo de algún
trabajador que la había encontrado paseando o recogiendo florecillas en los
jardines del hospital). Todos teníamos encargo de cogerla de la mano y
retornarla a su habitación, con susurros cariñosos, si la encontrábamos
deambulando extraviada por el laberinto de pasillos.
Luego estaba el gruñón de Billy en su habitación
individual. Ignoro qué enfermedad sufría pero requería cuidados continuos (vendas,
ungüentos y lavados). Sus heridas provocaban un hedor prácticamente
insoportable a su alrededor. Esto junto a su carácter agrio y desagradable
hacían que el pobre hombre tuviera mala fama entre enfermeras y asistentes
domésticos. Sin embargo, siempre fue correcto conmigo, imagino que mis pocas
palabras y mi trato respetuoso le descolocaban un poco.
También guardo un especial recuerdo de Doris. Una
ancianita cuyo rostro reflejaba los restos de una belleza que debió deslumbrar
en sus años mozos. Siempre se quedaba mirándome con una sonrisa angelical. Yo
la saludaba educadamente y le preguntaba cosillas sobre esto o aquello. Alguna
compañera de habitación bromeaba y hacía comentarios cuando yo entraba,
aspiradora en ristre: “Look Doris, your
boyfriend is here!”, y las demás echaban a reír. Doris era formal y
educada, apenas hablaba y utilizaba gestos con las manos para llamar la
atención de los demás. A veces se comportaba como una niña pequeña, arrojando
trocitos de pan al suelo cuando ella creía que yo no la veía. Y miraba hacia
otro lado, con cara de no haber roto un plato en su vida, al acercarme para
aspirar las migajas entre sus pies. Entonces yo le decía en castellano “Oye, no
me seas bicho ¡eh!”, y ella sonreía con cara de pilla, comprendiendo a pesar de
no entender ni una palabra de lo que había escuchado.
Ahora, diez años más tarde, me pregunto cuántos de ellos
vivirán todavía; y si los numerosos asistentes domésticos que han pasado por el
hospital durante todos estos años los habrán tratado con respeto; y si a estos
trabajadores temporales les habrá sucedido como a mí, que aquellos entrañables
ancianos dejaron un poso de cariño en mi corazón inmigrante que me dio fuerzas
para continuar mi aventura en este maravilloso país.
Buenos días
ResponderEliminarSon vidas en el crepúsculo de su existencia, si les observas con detenimiento te dicen mucho mas con sus silencios que cuando te dicen esto o aquello.
Leyendo el artículo ha cruzado por mi mente como un rayo un escenario imaginario, que no es otro que ver a mis padres así mientras yo y mi familia vivimos en Aberdeen, presentir en la distancia como sus vidas se van apagando poco a poco hasta la muerte y que sólo lo sepa todo por una llamada de teléfono procedente de un perfecto desconocido, rodeados de extraños.
Te juro que se me ha hecho un nudo en la garganta.
Santurtziarra
Lo sé Santurtzi. Al menos piensa que tú vas a poder verlos envejecer (aunque sea de vez en cuando en tus visitas), yo ya no puedo vivir tal experiencia porque ya se fueron.
EliminarJorge,
ResponderEliminartrabajar con personas mayores suele ser siempre una experiencia maravillosa. Da lástima cuando no están bien de salud (física o mental) o cuando nos dejan del todo, pero creo que ganamos mucho más de lo que les damos nosotros a ellos.
Anda que no me acuerdo de mi grupo de abuelitas a las que ayudaba con la costura o las manualidades cuando vivía en la costa oeste! Sigo en contacto con dos de ellas. Todas me hablaron de la historia local y me acogieron desde el primer momento.
Gracias por hacerme recordar esas mañanas con tu entrada :)
De nada Ginger. Me alegro que te haya gustado. Sí que fue toda una experiencia. Guardo gratos recuerdos de todo aquello.
EliminarUn público muy agradecido, los ancianos.
ResponderEliminarYa se iba echando de menos alguna entrada, saludos.
Un relato muy bonito. A mi es que los abuelitos me despiertan mucha ternura.
ResponderEliminarMuchas gracias. Son especiales, como los niños.
EliminarMe alegra que guardes tan buenos recuerdos. La verdad es que, cuando tratas con personas (no con simples numeros) la experiencia es muy gratificante. Parece mentira lo que los ancianos pueden llegar a valorar algo tan simple, tan sencillo, como arrancarles una sonrisa. Dedicales algunas lineas mas, que me ha encantado.
ResponderEliminarGracias Edda Z. Habrá más, claro.
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