Por fin llega la ambulancia.
Si hiciéramos
una encuesta entre todos los comensales, habría un batiburrillo de opiniones en
cuanto a la puntualidad de los sanitarios: qué rápidos, qué tardíos, qué
puntuales. En mi opinión, no tardaron demasiado, pero la inmediatez es un tanto
complicada, todavía hemos de darle una vuelta al teletransporte. Supongo que el
aviso tampoco era de urgencia (no se escucharon sirenas ni frenazos ni gritos,
no hubo trompos en la cercana rotonda). Además, olvidé conectar la aplicación
cronómetro del móvil.
La pareja
uniformada entró bordeando mesas, clientes y sillas, cual par de recortadores
en fiesta taurina; se dirigió al fondo de la sala, guiada por una de las
camareras. Tándem mixto, vestido de verde esperanza, él aparentemente veterano,
ella más joven. Cabello pobre y canoso frente a moño frondoso y rubio. Gesto serio,
maneras decididas, exhalan profesionalidad. Ella carga una enorme mochila, de
forma cuadrada y esquinas redondeadas por el exceso de contenido, me recuerda a
las que usan los repartidores de comida a domicilio, sobre todo esas de color
amarillo (siempre pienso en la dificultad que debe entrañar el manejo de una
bicicleta, ciclomotor, o patinete con semejante paquete a la espalda). Dicha
mochila es de color rojo ─sangre, peligro, urgencia─ y aparenta
contener de todo, al menos todo lo necesario para una primera atención, quizá
incluso para salvar un par de vidas. El hombre no porta carga alguna, salvo un
walkie-talkie y otro aparato al cinto del que ignoro su función.
Incorporan a la
señora, conversan con ella, le toman la tensión, hacen cosas de médicos. La
vida alrededor va recobrando la normalidad. Qué rápido olvidamos la angustia
ajena. Un atisbo de vergüenza me invade al sentir alivio porque el cubo de
plástico permanece limpio, vacío, inodoro. “Lo importante es que la ayuda
profesional está al cargo”, pienso como excusa de saldo, que me permita volver
a hincar el diente al bacalao vizcaíno sin sentirme basura. La muchacha
embarazada recupera su rostro relajado, ya no emite ruiditos extraños con la
boca; el novio recupera el color del semblante por pura ósmosis. Ella vuelve a
coger la cuchara, con firmeza, tal vez incluso con ansia ─como un húsar
descabalgado sujetaría la espada─ y ataca el plato a rebosar de alubias
blancas, guindilla incluida (ignoro si por contradecir al doctor, por antojo o
porque le chifla el picante). De postre ─no puedo evitar el vistazo cargado de
curiosidad─
una porción de tarta de queso del tamaño Estadio Santiago Bernabéu, y de una
forma extraña que asemeja un volcán, el efecto lava lo proporciona la mermelada
de fresa que derrama la cima.
Márquez alza un
nuevo trofeo, con cara de pillastre, ofensivamente relajado, como si en lugar
de bajarse de una Ducati de mil centímetros cúbicos acabara de llegar a meta
con su primer ciclomotor de cuarenta y nueve y motor trucado a setenta y cinco;
ríe algo tímido ─la
prudencia y el recuerdo del infierno le impiden saltar─ sabiéndose
CASI campeón mundial tras seis largos años en el dique seco. El ‘casi’
representa la diferencia entre un paseo triunfal, de pie en su cabalgadura
bandera en mano, rodeando la pista y otra visita al hospital con un par de
huesos rotos. Alcaraz continúa emulando al gran Rafa Nadal (hace carantoñas a
la copa) pero sin que se note demasiado (besitos en lugar de mordiscos). Retornan
las conversaciones, las risas, los tacos que suelta un grupo de obreros que se
desahoga, tinto con gaseosa mediante, aprovechando que el capataz no acudió a
la comida (son cinco, buzos impregnados de dignidad en forma de restos de
pintura blanca, ninguno parece haber nacido a menos de cuatrocientos kilómetros
a la redonda, acentos de cada punto cardinal de España, salvo el quinto: un africano
que los observa con grandes ojos ─círculos negros sobre mar blanquecino─ en actitud y
silencio respetuosos ─la gorra sobre el respaldo de la silla,
a diferencia de algún compañero que la lleva puesta─ quizás
tratando de comprender el significado de tan diversos y jugosos juramentos).
Desalojan a la
señora con cuidado, escoltándola como si en lugar de asistida fuese arrestada; el
hombre marcha delante, desbrozando la jungla de clientes que bordea la barra
del bar, la mujer cubriendo la retaguardia, al tiempo que la sujeta, con firme
delicadeza, del brazo. La escena sustrae alguna que otra mirada, de soslayo,
sin la urgencia de las miradas anteriores, tan sólo una mirada vaga, que ansía
la bajada del telón para seguir degustando los manjares que adornan los platos.
El apetito no entiende de empatía.
La vida sigue,
una vez que el trío desaparece tras la puerta, como si nada hubiera pasado,
como si la visión de una señora tumbada, de una pareja con uniforme, de una
gigantesca mochila colorada… tan sólo fuera parte de una ensoñación… gigantes
con forma de molinos. Las camareras apuntan nuevas comandas, traen platos,
botellas de vino, jarras de agua, sonrisas y carantoñas para los críos.
Alcaraz aparece
visitando Alcatraz, la prisión más hollywoodiense. La broma está servida,
Alcaraz encerrado en Alcatraz. Lo observo, con ese horrendo corte de pelo al
rape, tintado de amarillo chillón. De nuevo acude a mi mente el protagonista
malote de la serie argentina. Serie de prisiones. El parecido es asombroso, al
menos en mi recuerdo, aunque se debe tan sólo al peinado. En cambio, la sonrisa
del tenista es de anuncio Profiden y la del recluso mellada. Y me digo,
Carlitos entre campeonato y campeonato se despatarra en el sofá atiborrándose
de Danone YoPro gratuito y viendo Netflix. Si no de dónde sacaría la idea para perpetrar
semejante crimen a su cabellera.
Cruzo el umbral
de la puerta ─la
panza rindiendo homenaje al eterno escudero Sancho─ guiño los
ojos ante la intensidad solar; ahí está la ambulancia, aparcada en mitad de la
acera que es muy amplia; el vehículo es descomunal, como si llevara un hospital
tras las puertas corredizas, ahora abiertas. Observo la mujer, sentada en el
interior, con una mascarilla de oxígeno cubriendo parte de su rostro,
flanqueada por los paramédicos, ángeles de la guarda que no la dejaran antes de
asegurar su bienestar. Parece tranquila, ya en manos de los que saben hacer
cosas de médicos.
Al salir, me
doy de bruces con el señor, el supuesto esposo; no puedo evitar un escueto:
─¿Cómo
se encuentra?
─Bien.
Ya ha recuperado ─dice
el buen hombre, semblante apaciguado.
¿QUÉ ha
recuperado?, me susurra la vocecita al más puro estilo Pepito Grillo. ¿La
salud, la consciencia que nunca perdió, el apetito?; automáticamente se lo
traduzco: “Ya ‘se’ ha recuperado”; qué manía tienen estos autóctonos con
tragarse los pronombres, responde malhumorada.
A modo de
conclusión del pequeño diálogo sonrío al caballero, inclino un poco la cabeza
como si mi mente se hallara en algún siglo remoto ─quizás la
panza de Sancho… tal vez el retorno de Alatriste…─ y continúo mi camino, en busca de
nuevos entuertos, de nuevas aventuras.
Nota: para leer la primera parte: pinche aquí