viernes, 31 de octubre de 2025

F230 - Marquitos y El Reto

Hoy es un día especial, no tecleo con la taza quijotesca a mi vera. Sustituí el café por un caldo que sorbo, a ratitos, de un bol amarillo. Sopa de calabaza. Un pequeño homenaje a Erika, que la adoraba: Edimburgo, anochece temprano, último día de octubre; luz mortecina entrando por el ventanal del living; chimenea eléctrica con sus falsos tronquitos incandescentes; aroma de calefacción, pan tostado y mantequilla. “Así huele la felicidad”, me decía yo, todo moñas (antes de que la realidad ─que negaba ver─ tirase a dar. Pero esa es otra historia, más triste que terrorífica).

Tal noche de Halloween, les decía, Erika narraba leyendas, en perfecto castellano, y luego nos acostábamos, abrazados bajo el duvet, muertos de miedo. Su amiga Kate, también neozelandesa con quien realizó un viaje por el norte de España una noche de estrellas, luna y hoguera le contó la historia de Marquitos, un niño riojano de un pueblecito en la sierra de Cameros. Y Erika la compartió conmigo:

El mes de octubre, del año mil novecientos ochenta y uno, llegaba a su fin comenzó, teatrera.

Ante mi risotada, su dulce voz tornó seria, profesional, tirando a siniestra:

“… Marquitos ya lo había decidido, quizá fuera la primera decisión seria que tomaba en su vida. La primera decisión de sus nueve años, casi diez. En realidad, eran dos decisiones, una consecuencia de la otra. La primera: iba a aceptar El Reto, harto ya de Manuel que no hacía sino burlarse de él y llamarle enano y cosas peores. Manuel le llevaba tan sólo un año, pues había repetido curso, pero era grande como un torreón, lucía pelusilla en el bigote y parecía mucho mayor. La segunda ocurriría la noche de su cumpleaños el treinta y uno de octubre tras todas las celebraciones, le diría a su madre que no le llamara Marquitos nunca más: ya era un hombre, un chico mayor de diez años; sería Marcos para todo el mundo. Lo recalcaría con el hecho de no darle, a partir de entonces, el beso de buenas noches. Esto, por dentro, le daba más miedo incluso que El Reto y, sobre todo, pena. Le hacía temblar un poquito, notaba mariposas en el estómago, porque, secretamente, le encantaba dar besitos a su madre y que ella le hiciera mimos. Pero debía ser fuerte, en unos días sería mayor. Diez años, dos cifras, nunca más dejaría que le llamaran con diminutivo.

¡Está decidido! dice, tratando de infundirse valor.

Lo que ignora Marquitos es que la noche elegida su madre derramaría lágrimas, también bajo secreto, después del no beso, y se aferraría a la almohada como nunca antes lo hizo. Y se acordaría de aquel feriante esmirriado que le robó el corazón durante las fiestas del pueblo hace diez años, dejándole un regalo que mantuvo envuelto en su interior durante nueve meses. Él nunca llegó a saberlo, se fue en busca de otros festejos, de otras muchachas. Para qué tratar de localizarlo. Ella sola podría con todo. Para más inri, el niño salió clavado al padre: flacucho, pelirrojo y con pecas alrededor de la nariz, incluso el remolino del flequillo era marca de la casa. Con dicho aspecto, podría haber nacido en Escocia, pero el padre era natural de Cádiz. Por el contrario, mostraban caracteres totalmente opuestos: el padre, dicharachero, valiente y fanfarrón, poseía aquella gracia innata que la conquistó. Su hijo, callado, temeroso y humilde y, temía ella, soso para las mocetas. Una broma del destino. En parte, sentía cierta carga de culpa, la ausencia de la figura paterna hizo que ella lo cubriera de besos, carantoñas y una coraza invisible. Y el pobre salió flojo, como decían en el pueblo.

Pero, sobre todo, a su mente acudía la figura del mejor amigo de Marquitos:

¡Maldito seas, Manuel Torrecilla! ¡Maldito seas! dijo entre dientes antes de dormirse.

Sabiendo que sólo él cabía ser el motivo de tal decisión. El muchacho artífice, entre otras hazañas, de contar a su chiquillo que los Reyes Magos en realidad eran los padres: “En tu caso, tu mami”, añadió el monstruito. Sin embargo, sabía que no era justa con el chaval, el mejor amigo de su hijo, leal como un perro, siempre protector, aunque con pocas luces.

Manuel había contado a su amigo un chisme jugoso, uno de tantos en un pueblo de escasos habitantes y largos inviernos. Decía que los mayores de octavo curso solían saltar el muro del cementerio la noche de Jálogüin (una fiesta de los americanos, decían, que aparecía en las películas y empezaba a tomar forma en España). En el interior, recorrían las tumbas, la mayoría de la vieja usanza, en la tierra negruzca y húmeda característica de la zona, aunque, según el alcalde, pronto añadirían nichos de cemento, “de los modernos”, fueron sus palabras, algo eufóricas, como si el sepelio fuera parte del programa de las fiestas patronales.

Entonces, continuó Manuel, gastaban bromas y se escondían, tratando de asustarse unos a otros, y al final, cansados de semejante conducta infantil, decían, fumaban unos pitillos y miraban fotos de revistas con tías en bolas. Manuel, con ojos brillantes, dijo que una de esas revistas permanecía escondida, tras una lápida resquebrajada, al fondo del recinto, cubierta por una piedra grande y plana, junto a un paquete de Ducados y un encendedor de plástico amarillo, “según mis fuentes ultra secretas”, añadía para darse importancia. Y él conocía el nombre y apellidos del difunto que yacía en aquella fosa.

El Reto consistía en saltar la tapia del cementerio durante la noche de Halloween, antes del toque de queda impuesto por sus madres a las diez de la noche por ser una “fiesta especial”, aunque a ellas no les hacía ni pizca de gracia la mamarrachada yanqui, lo veían como una ofensa contra la sagrada fecha próxima: Todos los Santos.

El Reto: superar la barrera de piedra, localizar la tumba, fumar un cigarrillo entre los dos (Manuel le decía que no tendría agallas a dar una mísera calada, que él ya sabía fumar, que le birlaba Güinstons a su tío Alfredo durante las comidas familiares). Y por supuesto, ver el contenido de aquella revista. Las rodillas de Marquitos temblaban sólo de imaginarlo, temeroso de acabar en el infierno y al mismo tiempo excitado: ¿qué contendrá? ¿habrá sólo tetas? ya ha visto alguna, siempre de soslayo, en el calendario del taller de Tino, que les permite inflar los neumáticos de las bicis ¿o mostrará ESO también… lo de abajo?

Aquella noche, la luna, perezosa, apenas iluminaba; los dos amigos portaban una pequeña linterna y sendos verdugos de color marrón oscuro no tenían negros que decidieron quitarse porque no hacía frío y parecían estúpidos. “Con jersey negro y pasamontañas, si nos preguntan, diremos que vamos disfrazados de atracadores de bancos. Aunque mi padre dice que los que producen terror son los banqueros”, fueron las palabras de Manuel. “De esta, terminamos en el cuartel”, respondió Marquitos.

Trepar la pared fue más sencillo de lo esperado, había una parte del muro algo dañada y utilizaron las hendiduras de apoyo: primero Marquitos, empujado por su amigo, después escaló Manuel sin ninguna dificultad, quizás metido en el papel de forajido.

Una vez sobre el muro era otro cantar. Ambos a horcajadas, Manuel le muestra cómo debe cruzar la pierna izquierda para quedar sentado de cara al cementerio, los pies colgando, las manos apoyadas en el borde. A Marquitos le pareció que aquello había crecido, imposible que la pared que escaló fuera tan alta. Además, no había agujeros al otro lado para ayudar en el descenso.

¡Ahora, salta sin mirar! dijo Manuel y no olvides doblar las rodillas al aterrizar o te harás daño.

Ehh, está muy alto…

¡Vamos, no seas nenaza! ¡Acabas de cumplir diez años, macho!

Y ya no recuerda nada más, Marquitos. Algo muy extraño.

Ahora se halla en el aula, sus compañeros sentados, cabizbajos, dibujan en el bloc de tapa azul oscuro. Huele a mina de lápiz y a ceras. Le encanta ese bloc, y la textura recia de sus hojas grandes y blancas. Es raro, porque la clase de Dibujo siempre rezuma entusiasmo, a todos gusta, y la Seño da algo de manga ancha en cuanto al comportamiento (no pone Falta a no ser que la burrada cometida sea muy gorda) pues sabe que andan excitados. La señorita Magdalena está sentada a su mesa, sobre la tarima. En silencio, con la mirada perdida.

Marquitos recorre el pasillo entre los pupitres. Se nota extraño, camina ligero, como si lo hiciera sobre césped mullido (el césped del Bernabéu, piensa incongruente; siempre soñó visitarlo). ¿Y la cabeza? Siente cierto malestar, tal vez esté incubando algo, como suele decir mamá. A lo que añadiría: “Tienes unas décimas, cariño”, colocando la mano sobre su frente; un contacto cálido y suave que ahora se le antoja distante en el tiempo y cercano a la vez. Se sorprende añorándola, como si no la hubiera visto desde hace muchos días. Algo absurdo. Observa todo ligeramente difuso, como si fuera a sufrir un mareo de inmediato. Lleva consigo la bolsa de plástico transparente llena de dulces: botellitas de Coca cola, Sugus, ladrillos de regaliz rojo, nubes, palotes y algún chupachús… Rompió la hucha para comprarlos, y mamá, orgullosa por el gesto, le dio una buena paga de cumpleaños y ayudó en la preparación de la bolsa. Desea obsequiar a sus amiguitos por su décimo aniversario. Mamá estuvo radiante todo el día, pero él sabe que mañana sus ojos mudarán tristes, cuando ambos acudan al cementerio como cada primero de Noviembre a poner flores a los abuelos.

Resulta curioso, a su mente viene un recuerdo muy real, muy vívido diría la señorita Magdalena (apuntó la palabra en su libreta de Vocabulario): la abuela, sonriente, le espera con los brazos abiertos, y él corre hacia ella. Detrás, el abuelo parece algo triste. Cuesta distinguir todo esto porque tras ellos la luz es muy intensa.

Ve a su mejor amigo, Manuel. Ocupa el pupitre habitual situado en la última fila, como buen malote. Éste agarra el lapicero con todo el puño y dibuja sobre la hoja un círculo casi perfecto. Traza y traza una gruesa línea con ímpetu, como si pretendiera horadar el bloc y atravesar la superficie del escritorio; de hecho, está traspasando la página. Una película húmeda empaña sus ojos, enfocados en la tarea. Marquitos se acerca a él, posa los dedos en la parte posterior del cuello, con la intención de apaciguarlo, de sacarlo del extraño estado que los adultos llamarían ‘trance’ (no tiene ni idea por qué sabe esto). También desea transmitirle un mensaje, que tienen un asunto pendiente… Sin embargo, al rozar la piel de su amigo, siente una especie de calambre y rápidamente retira la mano. Permanece a su lado confuso, más todavía si ello fuera posible. Entonces, inclina su rostro, acerca los labios al oído de su amigo y le susurra lo que vino a recordarle.

Nadie ha levantado la cabeza. Todos ignoran la bolsa de chuches, algo insólito. Incluso el propio Marquitos, tal vez debido a la febrícula o seguramente por los nervios ─siempre le incomodó enfrentarse a toda la clase─ cuando bajó la vista, tampoco la vio. Tan sólo su mano, agarrando la nada, una mano traslúcida. No, definitivamente hoy no está muy católico. Otra de las frases de mamá.

Manuel sí que recuerda todo, en realidad no puede olvidar. A pesar del tiempo transcurrido no cesa de escuchar su propia voz, cada mañana, cada noche al acostarse, dentro de su cabeza:

¡Vamos, salta, no seas nenaza! dijo, al tiempo que le daba una palmada en la espalda.

“Fue un accidente, Manuel. no tuviste la culpa”, le repite la psicóloga en cada sesión, desde hace un año. Recalca su nombre, creyendo que así surtirá efecto sanador. Pero él no cesa de pensar que le dio demasiado fuerte en la espalda, con esa manaza que tiene de trabajar en el campo con su padre; y el pobre Marquitos, tan delgadito, tan poca cosa, con esos bracitos siempre portando un libro, su mejor amigo. Lo ve caer de cabeza, en la oscuridad, ni siquiera gritó, cayó como un gorrioncito desde una rama. Quiso demostrarle, hasta el final, que ya era mayor, que era valiente, piensa Manuel, mientras gira y gira y gira el maldito lapicero, cuya mina apenas sobresale la madera.

Entonces lo nota. Siente algo frío y húmedo sobre la nuca. Iza la vista del pozo negro en la hoja. Se estremece. No hay nadie junto a él. La Señorita continúa sentada, fija la mirada sobre un libro abierto, hace siglos que no ha pasado la página; tampoco se ha levantado para seguir la evolución de sus dibujos; ni siquiera los vigila porque los sabe a todos callados, difuminando lágrimas con el algodoncito sobre la hoja. Todos dando lo mejor en la tarea, una tarea especial: un dibujo dedicado a su compañero, Marquitos, que falleció justo hace un año tras un terrible accidente.

El escalofrío se convierte en terror, cuando escucha un susurro junto a él. Una voz aguda y familiar que sabe no salió de su mente:

El Retooo.

Se levanta y sale corriendo de la clase.

¡Manuel, adónde vas? ¡Manuel! levanta la cabeza la Señorita Magdalena.

Aquella noche, Manuel queda dormido con la luz de la mesilla encendida. Su madre no pregunta el porqué, se ha cansado de preguntar, de verle sufrir, todo un año ya. Apaga la lámpara porque es barata y se recalienta. Da un beso en la frente del mocetón en quien apenas reconoce a su pequeño. También se cansó de llorar por él. “¡Puta vida!”, dice por lo bajini y de inmediato se persigna, mero acto reflejo porque continúa enfadada con Dios y no pisa ya la iglesia.

Algo despierta a Manuel, la somnolencia le impide saber de qué se trata al principio. Se frota los ojos, el cuarto está oscuro, tan sólo algo de luz entra por los agujeros de la persiana debido a la farola de la calle. El reloj de muñeca que descansa sobre la mesilla (tiene lucecita verde porque es digital, moderno) marca las 2:17 de la madrugada. Entonces cae en la cuenta de qué le ha despertado. No fue simple ruido; es un sonido modulado que continúa envolviéndolo todo. Una melodía que procede del exterior. Se trata del Cumpleaños Feliz que proviene de los altavoces del patio de la escuela, a dos casas de distancia. Un escalofrío recorre todo su cuerpo. Nervioso, deja caer el reloj al suelo. Entonces repara en el olor. ¿A qué huele?, se pregunta frunciendo la nariz. Es un aroma conocido, húmedo, fuerte, oscuro. Le recuerda al rincón sombrío de la huerta, donde la hierba muere junto al muro. Huele a musgo y tierra. ¿Cómo es posible? La ventana está cerrada. La oscuridad comienza a ser asfixiante; siente algo más, como si fuera observado desde la penumbra. Una presencia. “¡Mamááá!”, grita, pero apenas emite un hilo de voz. Con mano temblorosa tantea la mesilla, ¿dónde está el maldito interruptor de la lámpara?, entonces, los dedos tropiezan con algo. Algo singular. Un objeto fuera de sitio. Un cilindro que no logra identificar. Pero hay algo más, nota las yemas de los dedos húmedas, impregnadas de una sustancia tan familiar, tan mundana y tan fuera de lugar que se niega a reconocer.

Por fin, de un manotazo enciende la luz.

Sobre la mesilla, junto al interruptor, hay un mechero de plástico amarillo… en posición vertical… sucio de la misma tierra húmeda y negra que pringa sus dedos.

Entonces escucha el lamento que nace de la profundidad del rincón:

El Retooo dice la voz ligera de su amigo.”

Erika queda en silencio… clava sus ojos verdes, muy abiertos, sobre los míos.

Rompemos a reír de puro terror, y tras abandonar los tazones con restos de crema de calabaza en el fregadero, nos sumergimos bajo el plumón, en la penumbra del dormitorio, sin atrevernos a sacar la cabeza.

 



 

martes, 21 de octubre de 2025

F229 - Carroza caprichosa

¿Qué tendrán los hospitales? Algo sucede cuando abandonas uno, ya sea después de visitar a un familiar, sufrir una operación o tras una simple revisión tipo ITV como la de los coches. Te dan el okey para otro año y te obsequian con una pegatina en forma de próximo volante (gracias a Dios no te lo pegan en la frente a modo de parabrisas). Y, siniestro, me pregunto: ¿quién quedará fuera de circulación primero: mi viejo y saludable utilitario o un servidor?

Algo sucede, como si ahí dentro recibieras un chute de sensibilidad. Sales atravesando la puerta giratoria con una carga emocional importante. El Sísifo con el pedrusco esférico, un mero aficionado, te dices. No es casualidad que afuera, frente a la puerta, te asalten por arma una sonrisa voluntarios, portafolios y bolígrafo en mano, requiriendo una firmita con su correspondiente cuota mensual para ayudar a víctimas de guerra, refugiados, hambrientos, los sin techo, y otros desgraciados del planeta. Me recuerda, con tristeza, a cuando estás batallando con los langostinos pela que te pela en Nochebuena y desde el televisor te miran niños con el vientre hinchado, un montón de moscas alrededor y un maldito número de teléfono con rojos dígitos, palpitantes, a punto de saltar de la pantalla y amerizar en el bol de mayonesa. Todo estudiado, calculado, medido con escuadra y cartabón para que te sientas culpable.

Sales del hospital y tu conciencia tira con bala. Soy afortunado, estoy sano, mi familiar saldrá de esta, me sellaron el volante para otro año… y hay niños bajo los escombros de sus casas destruidas por las bombas…

Y ante esto, dos opciones, incluso tres: A) firmas con una sonrisa (sin pensar en presupuestos, facturas, bajo salario, vivienda imposible y otras bobadas); B) pasas de largo mientras por lo bajini te cagas en todos los muertos de los responsables de tales tragedias y en los de aquellos Gobiernos y poderosos que se reúnen para “tratar el tema” en mesas de caoba, asientos de cuero, mientras degustan caviar y cava, soltando carcajadas entre eructo y eructo, poseedores de la capacidad para terminar con guerras, hambrunas y demás horrores, los hijosdelagranputa (disculpen mi francés); y C) firmas y, a continuación, te ciscas.

Hubo suerte, debían de estar en su break los chicos de las carpetas.

Aun así, el estado emocional sigue latente. Paseo tocado, pensando en todas estas cosas.

Camino para airear mente y conciencia. Recorro una de las aceras amplias de la gran avenida (cuatro carriles de circulación; railes de tranvía; bici-carril; senda para peatones; bicicletas y patinetes esquivando peatones por las aceras; corredores con prendas de color fosforito; paseadores de ancianos y canes… una locura).

Entre pensamiento y pensamiento, algo llama mi atención.

Hay un coche sobre la vía del tren.

Es un automóvil gris, de tamaño considerable, un modelo obsoleto, no menos de veinticinco sellos en su Permiso de Circulación. Parece atravesado fuera de la calzada, sobre la mediana, junto a una señal de tráfico. De hecho, juraría que toca el poste con la parte frontal. La escena transcurre al otro lado de la carretera, de los cuatro carriles, que tendría que atravesar (semáforo mediante) si decidiera echar un vistazo de cerca.

No puedo resistir, me acuerdo del gato, de la curiosidad y todo aquello, pero el interruptor sensiblero marca ON desde que salí del hospital.

La fortuna giña un ojo: brilla verde el muñeco del semáforo, invitándome a cruzar; sonrío ante la asociación que hace mi cerebro: Green man!, green man!, green man!, repetían mis pequeñuelos en Edimburgo, con voz de pajarito, cuando los sacábamos de excursión.

Cruzo.

En efecto, el parachoques delantero toca, con levedad, la base de la señal. No se aprecian daños. Se halla con el motor parado. ¿Estará abandonado? ¿Habrá sido robado por sus ocupantes para atracar un banco?... Jorge, ya basta, abronco a mi yo peliculero. Sin embargo, no está sobre la vía, el efecto óptico debido a la distancia me hizo la jugarreta. De todos modos, si viniera un tren golpearía parte del frontal que invade el espacio de la vía.

Hay alguien dentro, una silueta.

Miro alrededor. Nadie para. Nadie mira. Nadie investiga. A nadie le importa un carajo. Como si no existiera un coche enorme cruzado sobre el pavimento e invadiendo la vía del tren. Un coche gris en un día soleado.

Me siento como el Armstrong aquel pisando la Luna. Solo, perdido y curioso.

La ventanilla del piloto se baja al acercarme. No pude ver su interior porque los rayos del sol reflejaban sobre el cristal. “Ahora, ahora es cuando aparece el cañón de una pistola y me descerrajan tres tiros: por cotilla, por ingenuo y por gilipollas”. Me digo.

Nada de eso sucede, claro.

Tras el volante, una mujer de raza negra, de unos cuarenta años. Luce un peinado a base de trencitas de color amarillento y violeta, pegadas al cráneo, peinadas hacia atrás. Rostro ancho y redondeado, pómulos marcados. Frente con surcos de preocupación, nariz ancha y plana, salteada con pequeñas manchas solares; ojos grandes y oscuros que arrojan una mirada nerviosa, con un puntito de miedo. Goterones de sudor recorren la sien del perfil que contemplo. Sus manos tiemblan sujetas al volante.

Hola, ¿se encuentra bien? digo, sintiéndome un tanto ridículo. No, no se encuentra bien.

No responde, tal vez en estado de shock, mas no parece herida. Repito la pregunta, tuteándola y añado:

¿Necesitas ayuda?

Ignoro si chocó con la señal por despiste, sufrió un mareo, o decidió que era buena idea aparcar ahí mismo, harta de la ciudad anti coches.

Al fin, gira su rostro.

Se paró. No arranca. Es caprichosa… dice, con voz ronca, a modo de telegrama.

Tardo unos segundos en asociar el adjetivo femenino con el vehículo, ese ‘caprichosa’. No es un carro sino SU carroza. Esperemos que el conjuro de nuestro cuento no caduque a las doce del mediodía, en vez de la noche, y dicha carroza no se convierta en gigantesca calabaza de pre-Halloween. Más que nada porque son las 11:57, según el reloj de la cercana parada de bus.

La mujer explica que suele ocurrir, que la pobre está viejita y temperamental dice con cariño, que en seguida arrancará, cuando se le pase el disgusto. De acuerdo, tal vez esté poniendo palabras distintas en su boca. Pero de tal modo las interpreté.

¿Y la Policía?, pienso. Deben de estar haciendo el rodaje a los impecables coches patrulla de alta gama recién adquiridos. O tal vez anden persiguiendo a los chavales de coche tuneado, reguetón, trompos y litronas, allí por los polígonos industriales: donde se encuentra el meollo de la criminalidad, como todos ustedes saben.

Una mujer se acerca. Empuja una silla de ruedas con anciano incluido. Saluda, pregunta, ofrece su ayuda. Entre los dos, y la conductora al volante, empujón aquí, empujón allá, logramos sacar el coche de la zona de riesgo. El anciano espera paciente y observa la escena a modo de teatrillo callejero. Espero que la cuidadora haya puesto freno a la silla, no se nos acumulen los incidentes.

Por fin, el Séptimo de Caballería, me digo cuando veo llegar a los policías urbanos. Retazos de la infancia emergen del cajoncito mental que guarda lo imborrable: el viejo cine del pueblo, la chavalería en el gallinero, butacas y suelo de madera. Pateábamos éste con frenesí para enojo del revisor cuando en la peli “de indios y vaqueros” acudía al rescate el Séptimo de Caballería, al galope, toque de corneta que todavía resuena dentro de mí─, banderines al viento, capitán con espada en ristre… sin saber, inocentes, que jaleábamos a los malos.

La Caballería, nunca mejor dicho: dos agentes sobre sus cabalgaduras con ruedas.

El más adelantado frena la moto a nuestra altura. Ni siquiera se baja:

¿Qué pasa! gruñe serio, rozando el enfado, a modo de saludo. Demasiado gym y poco carbohidrato.

Moreno. Pelo demasiado largo que sobresale del casco. Barba a lo George Michael. Gafas de espejo (“Cuánto daño causó Thelma y Louise”, pienso), bíceps embrutecidos y pintados. La omnipresente banderita autonómica sobre la manga corta del uniforme.

Le miro a los ojos, que adivino tras las lentes. Se me ocurren mil posibles respuestas, y una reflexión: ¿El brazo fuerte de la Ley era esto? Callo, que dicen me favorece. Un “Buenos días, caballero” hubiera bastado, me digo. Por estos lares, uno se sorprende añorando a los motoristas de la Benemérita.

Continúa sin bajarse de la moto, pie bota negra sobre el asfalto.

Entonces, se obra el milagro. La caprichosa cede, superado el mal trago. El coche arranca. La carroza continuará su viaje sobre una senda luminosa en forma de asfalto. Alcanzará su destino antes de que el efecto del conjuro desvanezca.

Nada. Todo arreglado digo al tipo que cobra por Ayudar al ciudadano.

Al menos, entre Michael y su compañero, facilitan la maniobra de salida, regulando el tráfico.

¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Gracias! pierdo la cuenta del número de veces que la conductora nos agradece el granito de arena. La sonrisa, aún trabada, las arrugas de la frente tornando lisas, la mirada intensa y un tanto húmeda… y su voz. Esa voz que parecía surgir del interior de un volcán caribeño.

Todo ello templa mi tensión emocional. Deber cumplido, me digo, cual superhéroe sin capa ni máscara. Entonces, rememoro otros tiempos de infancia más inocencia, más ingenuidad cuando durante los cursillos de catequesis próxima nuestra Primera Comunión la formadora nos pedía, como deberes: “Este fin de semana tenéis que hacer una Bondadosa Obra al Prójimo”. Eso decía, la buena mujer. Adultos ya, la dificultad estriba en hallar quién lo merezca.

Algo sucede con los hospitales. Sales de ellos envuelto en un aura de bondad que la rutina, el mañana, la ciudad, y el pasado mañana se encargan de disipar.

 

 


 

lunes, 13 de octubre de 2025

F228 - Menú del día (y II)

Por fin llega la ambulancia.

Si hiciéramos una encuesta entre todos los comensales, habría un batiburrillo de opiniones en cuanto a la puntualidad de los sanitarios: qué rápidos, qué tardíos, qué puntuales. En mi opinión, no tardaron demasiado, pero la inmediatez es un tanto complicada, todavía hemos de darle una vuelta al teletransporte. Supongo que el aviso tampoco era de urgencia (no se escucharon sirenas ni frenazos ni gritos, no hubo trompos en la cercana rotonda). Además, olvidé conectar la aplicación cronómetro del móvil.

La pareja uniformada entró bordeando mesas, clientes y sillas, cual par de recortadores en fiesta taurina; se dirigió al fondo de la sala, guiada por una de las camareras. Tándem mixto, vestido de verde esperanza, él aparentemente veterano, ella más joven. Cabello pobre y canoso frente a moño frondoso y rubio. Gesto serio, maneras decididas, exhalan profesionalidad. Ella carga una enorme mochila, de forma cuadrada y esquinas redondeadas por el exceso de contenido, me recuerda a las que usan los repartidores de comida a domicilio, sobre todo esas de color amarillo (siempre pienso en la dificultad que debe entrañar el manejo de una bicicleta, ciclomotor, o patinete con semejante paquete a la espalda). Dicha mochila es de color rojo sangre, peligro, urgencia y aparenta contener de todo, al menos todo lo necesario para una primera atención, quizá incluso para salvar un par de vidas. El hombre no porta carga alguna, salvo un walkie-talkie y otro aparato al cinto del que ignoro su función.

Incorporan a la señora, conversan con ella, le toman la tensión, hacen cosas de médicos. La vida alrededor va recobrando la normalidad. Qué rápido olvidamos la angustia ajena. Un atisbo de vergüenza me invade al sentir alivio porque el cubo de plástico permanece limpio, vacío, inodoro. “Lo importante es que la ayuda profesional está al cargo”, pienso como excusa de saldo, que me permita volver a hincar el diente al bacalao vizcaíno sin sentirme basura. La muchacha embarazada recupera su rostro relajado, ya no emite ruiditos extraños con la boca; el novio recupera el color del semblante por pura ósmosis. Ella vuelve a coger la cuchara, con firmeza, tal vez incluso con ansia como un húsar descabalgado sujetaría la espada y ataca el plato a rebosar de alubias blancas, guindilla incluida (ignoro si por contradecir al doctor, por antojo o porque le chifla el picante). De postre no puedo evitar el vistazo cargado de curiosidad una porción de tarta de queso del tamaño Estadio Santiago Bernabéu, y de una forma extraña que asemeja un volcán, el efecto lava lo proporciona la mermelada de fresa que derrama la cima.

Márquez alza un nuevo trofeo, con cara de pillastre, ofensivamente relajado, como si en lugar de bajarse de una Ducati de mil centímetros cúbicos acabara de llegar a meta con su primer ciclomotor de cuarenta y nueve y motor trucado a setenta y cinco; ríe algo tímido la prudencia y el recuerdo del infierno le impiden saltar sabiéndose CASI campeón mundial tras seis largos años en el dique seco. El ‘casi’ representa la diferencia entre un paseo triunfal, de pie en su cabalgadura bandera en mano, rodeando la pista y otra visita al hospital con un par de huesos rotos. Alcaraz continúa emulando al gran Rafa Nadal (hace carantoñas a la copa) pero sin que se note demasiado (besitos en lugar de mordiscos). Retornan las conversaciones, las risas, los tacos que suelta un grupo de obreros que se desahoga, tinto con gaseosa mediante, aprovechando que el capataz no acudió a la comida (son cinco, buzos impregnados de dignidad en forma de restos de pintura blanca, ninguno parece haber nacido a menos de cuatrocientos kilómetros a la redonda, acentos de cada punto cardinal de España, salvo el quinto: un africano que los observa con grandes ojos círculos negros sobre mar blanquecino en actitud y silencio respetuosos la gorra sobre el respaldo de la silla, a diferencia de algún compañero que la lleva puesta quizás tratando de comprender el significado de tan diversos y jugosos juramentos).

Desalojan a la señora con cuidado, escoltándola como si en lugar de asistida fuese arrestada; el hombre marcha delante, desbrozando la jungla de clientes que bordea la barra del bar, la mujer cubriendo la retaguardia, al tiempo que la sujeta, con firme delicadeza, del brazo. La escena sustrae alguna que otra mirada, de soslayo, sin la urgencia de las miradas anteriores, tan sólo una mirada vaga, que ansía la bajada del telón para seguir degustando los manjares que adornan los platos. El apetito no entiende de empatía.

La vida sigue, una vez que el trío desaparece tras la puerta, como si nada hubiera pasado, como si la visión de una señora tumbada, de una pareja con uniforme, de una gigantesca mochila colorada… tan sólo fuera parte de una ensoñación… gigantes con forma de molinos. Las camareras apuntan nuevas comandas, traen platos, botellas de vino, jarras de agua, sonrisas y carantoñas para los críos.

Alcaraz aparece visitando Alcatraz, la prisión más hollywoodiense. La broma está servida, Alcaraz encerrado en Alcatraz. Lo observo, con ese horrendo corte de pelo al rape, tintado de amarillo chillón. De nuevo acude a mi mente el protagonista malote de la serie argentina. Serie de prisiones. El parecido es asombroso, al menos en mi recuerdo, aunque se debe tan sólo al peinado. En cambio, la sonrisa del tenista es de anuncio Profiden y la del recluso mellada. Y me digo, Carlitos entre campeonato y campeonato se despatarra en el sofá atiborrándose de Danone YoPro gratuito y viendo Netflix. Si no de dónde sacaría la idea para perpetrar semejante crimen a su cabellera.

Cruzo el umbral de la puerta la panza rindiendo homenaje al eterno escudero Sancho guiño los ojos ante la intensidad solar; ahí está la ambulancia, aparcada en mitad de la acera que es muy amplia; el vehículo es descomunal, como si llevara un hospital tras las puertas corredizas, ahora abiertas. Observo la mujer, sentada en el interior, con una mascarilla de oxígeno cubriendo parte de su rostro, flanqueada por los paramédicos, ángeles de la guarda que no la dejaran antes de asegurar su bienestar. Parece tranquila, ya en manos de los que saben hacer cosas de médicos.

Al salir, me doy de bruces con el señor, el supuesto esposo; no puedo evitar un escueto:

¿Cómo se encuentra?

Bien. Ya ha recuperado dice el buen hombre, semblante apaciguado.

¿QUÉ ha recuperado?, me susurra la vocecita al más puro estilo Pepito Grillo. ¿La salud, la consciencia que nunca perdió, el apetito?; automáticamente se lo traduzco: “Ya ‘se’ ha recuperado”; qué manía tienen estos autóctonos con tragarse los pronombres, responde malhumorada.

A modo de conclusión del pequeño diálogo sonrío al caballero, inclino un poco la cabeza como si mi mente se hallara en algún siglo remoto quizás la panza de Sancho… tal vez el retorno de Alatriste… y continúo mi camino, en busca de nuevos entuertos, de nuevas aventuras.


Nota: para leer la primera parte: pinche aquí