lunes, 13 de octubre de 2025

F228 - Menú del día (y II)

Por fin llega la ambulancia.

Si hiciéramos una encuesta entre todos los comensales, habría un batiburrillo de opiniones en cuanto a la puntualidad de los sanitarios: qué rápidos, qué tardíos, qué puntuales. En mi opinión, no tardaron demasiado, pero la inmediatez es un tanto complicada, todavía hemos de darle una vuelta al teletransporte. Supongo que el aviso tampoco era de urgencia (no se escucharon sirenas ni frenazos ni gritos, no hubo trompos en la cercana rotonda). Además, olvidé conectar la aplicación cronómetro del móvil.

La pareja uniformada entró bordeando mesas, clientes y sillas, cual par de recortadores en fiesta taurina; se dirigió al fondo de la sala, guiada por una de las camareras. Tándem mixto, vestido de verde esperanza, él aparentemente veterano, ella más joven. Cabello pobre y canoso frente a moño frondoso y rubio. Gesto serio, maneras decididas, exhalan profesionalidad. Ella carga una enorme mochila, de forma cuadrada y esquinas redondeadas por el exceso de contenido, me recuerda a las que usan los repartidores de comida a domicilio, sobre todo esas de color amarillo (siempre pienso en la dificultad que debe entrañar el manejo de una bicicleta, ciclomotor, o patinete con semejante paquete a la espalda). Dicha mochila es de color rojo sangre, peligro, urgencia y aparenta contener de todo, al menos todo lo necesario para una primera atención, quizá incluso para salvar un par de vidas. El hombre no porta carga alguna, salvo un walkie-talkie y otro aparato al cinto del que ignoro su función.

Incorporan a la señora, conversan con ella, le toman la tensión, hacen cosas de médicos. La vida alrededor va recobrando la normalidad. Qué rápido olvidamos la angustia ajena. Un atisbo de vergüenza me invade al sentir alivio porque el cubo de plástico permanece limpio, vacío, inodoro. “Lo importante es que la ayuda profesional está al cargo”, pienso como excusa de saldo, que me permita volver a hincar el diente al bacalao vizcaíno sin sentirme basura. La muchacha embarazada recupera su rostro relajado, ya no emite ruiditos extraños con la boca; el novio recupera el color del semblante por pura ósmosis. Ella vuelve a coger la cuchara, con firmeza, tal vez incluso con ansia como un húsar descabalgado sujetaría la espada y ataca el plato a rebosar de alubias blancas, guindilla incluida (ignoro si por contradecir al doctor, por antojo o porque le chifla el picante). De postre no puedo evitar el vistazo cargado de curiosidad una porción de tarta de queso del tamaño Estadio Santiago Bernabéu, y de una forma extraña que asemeja un volcán, el efecto lava lo proporciona la mermelada de fresa que derrama la cima.

Márquez alza un nuevo trofeo, con cara de pillastre, ofensivamente relajado, como si en lugar de bajarse de una Ducati de mil centímetros cúbicos acabara de llegar a meta con su primer ciclomotor de cuarenta y nueve y motor trucado a setenta y cinco; ríe algo tímido la prudencia y el recuerdo del infierno le impiden saltar sabiéndose CASI campeón mundial tras seis largos años en el dique seco. El ‘casi’ representa la diferencia entre un paseo triunfal, de pie en su cabalgadura bandera en mano, rodeando la pista y otra visita al hospital con un par de huesos rotos. Alcaraz continúa emulando al gran Rafa Nadal (hace carantoñas a la copa) pero sin que se note demasiado (besitos en lugar de mordiscos). Retornan las conversaciones, las risas, los tacos que suelta un grupo de obreros que se desahoga, tinto con gaseosa mediante, aprovechando que el capataz no acudió a la comida (son cinco, buzos impregnados de dignidad en forma de restos de pintura blanca, ninguno parece haber nacido a menos de cuatrocientos kilómetros a la redonda, acentos de cada punto cardinal de España, salvo el quinto: un africano que los observa con grandes ojos círculos negros sobre mar blanquecino en actitud y silencio respetuosos la gorra sobre el respaldo de la silla, a diferencia de algún compañero que la lleva puesta quizás tratando de comprender el significado de tan diversos y jugosos juramentos).

Desalojan a la señora con cuidado, escoltándola como si en lugar de asistida fuese arrestada; el hombre marcha delante, desbrozando la jungla de clientes que bordea la barra del bar, la mujer cubriendo la retaguardia, al tiempo que la sujeta, con firme delicadeza, del brazo. La escena sustrae alguna que otra mirada, de soslayo, sin la urgencia de las miradas anteriores, tan sólo una mirada vaga, que ansía la bajada del telón para seguir degustando los manjares que adornan los platos. El apetito no entiende de empatía.

La vida sigue, una vez que el trío desaparece tras la puerta, como si nada hubiera pasado, como si la visión de una señora tumbada, de una pareja con uniforme, de una gigantesca mochila colorada… tan sólo fuera parte de una ensoñación… gigantes con forma de molinos. Las camareras apuntan nuevas comandas, traen platos, botellas de vino, jarras de agua, sonrisas y carantoñas para los críos.

Alcaraz aparece visitando Alcatraz, la prisión más hollywoodiense. La broma está servida, Alcaraz encerrado en Alcatraz. Lo observo, con ese horrendo corte de pelo al rape, tintado de amarillo chillón. De nuevo acude a mi mente el protagonista malote de la serie argentina. Serie de prisiones. El parecido es asombroso, al menos en mi recuerdo, aunque se debe tan sólo al peinado. En cambio, la sonrisa del tenista es de anuncio Profiden y la del recluso mellada. Y me digo, Carlitos entre campeonato y campeonato se despatarra en el sofá atiborrándose de Danone YoPro gratuito y viendo Netflix. Si no de dónde sacaría la idea para perpetrar semejante crimen a su cabellera.

Cruzo el umbral de la puerta la panza rindiendo homenaje al eterno escudero Sancho guiño los ojos ante la intensidad solar; ahí está la ambulancia, aparcada en mitad de la acera que es muy amplia; el vehículo es descomunal, como si llevara un hospital tras las puertas corredizas, ahora abiertas. Observo la mujer, sentada en el interior, con una mascarilla de oxígeno cubriendo parte de su rostro, flanqueada por los paramédicos, ángeles de la guarda que no la dejaran antes de asegurar su bienestar. Parece tranquila, ya en manos de los que saben hacer cosas de médicos.

Al salir, me doy de bruces con el señor, el supuesto esposo; no puedo evitar un escueto:

¿Cómo se encuentra?

Bien. Ya ha recuperado dice el buen hombre, semblante apaciguado.

¿QUÉ ha recuperado?, me susurra la vocecita al más puro estilo Pepito Grillo. ¿La salud, la consciencia que nunca perdió, el apetito?; automáticamente se lo traduzco: “Ya ‘se’ ha recuperado”; qué manía tienen estos autóctonos con tragarse los pronombres, responde malhumorada.

A modo de conclusión del pequeño diálogo sonrío al caballero, inclino un poco la cabeza como si mi mente se hallara en algún siglo remoto quizás la panza de Sancho… tal vez el retorno de Alatriste… y continúo mi camino, en busca de nuevos entuertos, de nuevas aventuras.


Nota: para leer la primera parte: pinche aquí