El mes de febrero siempre tuvo algo de fiebre. Pequeña febrícula, aquel 2002 imborrable (emoción, incertidumbre, temblor de rodillas sobre la escalera metálica que subía al avión, y algún kilo de miedo en la maleta); otros años anteriores, unas décimas preocupantes alrededor del maldito decimo cuarto día (amor no correspondido que agota, frustra y paraliza).
Febrero febril.
Febrero perezoso, quemado, sobre sus hombros carga con todo
lo que no hizo enero, quizás por ello se rindió a los veintiocho días.
Dentro de una semana, tocará celebrar, brindar de nuevo por
aquella fecha −mágica, capicúa y eterna− que cambió mi vida para siempre. Tocará
sujetar la pinta de Guinness, brazo alzado, ojos cerrados, mirada ciega clavada
en el corazón. Recordando una vez más a todos los John, Jennifer, Rachel,
Koldo, Erika, Steven, Marina… y tantos nombres que quedaron atrás.
Así conmemorar ese 20/02/2002, cuando hui de un lúgubre
catorce de febrero, en busca de otro más placentero, menos cruel, más de
achuchón y pies tibios. ¿Cómo saber, por entonces, que tampoco lo hallaría
pronto, a modo de recompensa por mi supuesta hazaña? Que se ocultaría durante
años, tímido, bromista, incluso malvado. Ese catorce de febrero, con nombre de
Santo valeroso, nace, crece y muere en nuestra cabeza, mientras el sucedáneo
ñoño, mundano y hortera pasa por caja en el Corte Inglés.
Pero retornemos a ese noviembre veraniego. Volvamos a
Tenerife.
Despierto más tarde de lo habitual. El calorcillo se ha
concentrado en la pequeña habitación, olvidé correr la cortina anoche. Tal vez con
la mente puesta en aquella escena inquietante: policía, luces azules, el
muchacho de mirada extraviada, la sangre escapando entre sus dedos, el ulular
de la ambulancia en la distancia.
Dormí como un bendito; la vida es pura contradicción.
Reparo en lo que me despertó. Un sonido característico a la
par que familiar: el que produce la chapa de un refresco al ser desprendida del
gollete: el móvil sobre la mesilla. Un nuevo mensaje. Lo leo con ojos
entrecerrados por las legañas.
“Le comunicamos que el código de acceso ha sido
cambiado, por razones de seguridad. Por favor, memorice y no comparta con nadie
el nuevo: 9157”.
Espero que no lo varíen a menudo, pienso, tratando de
reprimir el enésimo bostezo.
Abro la puerta que da a la calle. Una luz cegadora lleva la
mano al rostro, a modo de visera, mientras la otra tantea los bolsillos ¿dónde
demonios puse las gafas de sol? Tenía intención de preguntar un par de cosas al
de recepción, si es que existía pues siempre vi el cartel de cerrado. Detalles
acerca del día de partida, sobre el checkout (los anglos nos comieron la
tostada turística del idioma). El último día saldría de madrugada, debido a lo
vespertino del vuelo, y quería disponer de un taxi. Tampoco esta vez vi a nadie;
sin embargo, la puerta de la recepción aparecía entreabierta.
La sombra que protege los ojos ayuda a adaptarme a aquella
luminosidad repentina, una vez cruzado el umbral. Dejando atrás el recibidor,
siempre fresco y sombrío como una cueva. Ahí está, ese debe de ser el tipo. El recepcionista.
Mediana edad, algo entrado en carnes, camisa blanca. Fuma un pitillo sin prisa,
apoyado en el muro de la infame pintada, fuma con esa calma de media mañana,
tras el café, sabedor de lo larga que será la jornada. Habla con un vecino,
ambos a mi izquierda. Apenas capto retales de la conversación: ruido, gritos,
pelea, amenazas, algo que se rompe en mitad de la noche.
Piso la acera, y de inmediato los ojos bajan hacia la
izquierda. Casi puedo ver la silueta de la espalda del chico, sobre la pared,
como si la policía forense (o el CSI, o quien diantres se encargue) la hubiera
dibujado con tiza. No existe tal cosa, por supuesto.
Tan sólo un reguero de sangre en la acera.
−Buenos días, ¿qué pasó anoche con el chaval? −digo,
mientras el señor se gira al notar mi presencia.
Mis ojos regresan al suelo. Hay algo junto a la mancha de
sangre, ya de tono marrón. Como una brida de plástico blanco. ¿Es una pulsera
de Urgencias?, sin importarme el qué dirán (el morbo mueve el mundo) me
acuclillo. En efecto, lo es: “Hospital Universitario Ntra. Sra. De la
Candelaria”, reza.
−Pasó que le tuve que romper el careto −dice una voz a mi
derecha.
Me sobresalto. No había reparado en él (la vista periférica
suspende de nuevo, ¡para Septiembre!). Un tercer individuo, que debía de
participar en la charla a cierta distancia. Lo observo, todavía sorprendido
ante la inesperada respuesta. Ya sopló las cuarenta velas, incluso cuarenta y
cinco. Cráneo rapado, torso desnudo, decir piel tostada sería quedarse corto;
rostro de cuero, con pinta de habérselo rifado en mil y una tanganas, aspecto
de morador de Barrio Conflictivo (La Chantrea de los Barricada, un patio
de colegio), acento venezolano. Un cigarrillo de liar entre los dedos de la
mano izquierda. Olor a tabaco, para mi sorpresa. Dedos tatuados.
El sujeto se explica, serio, concentrado en los detalles,
como si yo fuera periodista del Crónica Universal (uno de los mandados de Luis
Sanz). Dice ser okupa oficial, y “legal” de uno de los pisos de al lado (el
siguiente portal). Mi cerebro, sin duda recalentado por el sol de noviembre
tinerfeño, patina un poco con aquello de okupa legal. Pero el tipo insiste, ha
hecho “papeleo en el Ayuntamiento y todo eso”, afirma entre calada y calada,
claro intento de formalizar su situación. Mi lógica se rinde.
Según su versión, corroborada por el conserje, el inocente
muchacho era huésped del hostal, llevaba varios días cuyas noches regresaba con
la carga ladeada y dando la tabarra. Gritos, ruidos, amenazas. El chaval
resultó ser un pain in the arse, que decían mis amigos escoceses. Un
grano en el culo, vamos, de toda la vida. Hasta que pulsó la tecla que
desafinaba: clonk. La del venezolano.
Noche anterior.
Nuestro querido turista italiano regresa al hostal con una
melopea del doce y medio. Carga ladeada, no, los contenedores gigantescos caen
uno a uno al océano, chof, chof, chof. El chaval anda algo frustrado,
tal vez alguna chicharrera de buen ver le haya mandado a darse un garbeo por el
paseo marítimo, o a tirar monedas a la puta fuente de Trevi. Quién sabe. Da
voces a la luna, llena a reventar, culpándola de sus males. Grita a los
vecinos, aquellos que emitían humo y risas a las estrellas. Estos lo ignoran,
perdonándole un poquito la vida (tipos de barrio, cansados de las tonterías de
los guiris invasores). Pasan de él, ya lo conocen, y retornan a su charla nocturna,
entre pitillos y risotadas. Mañana será otro día de paro, otro lunes al sol, y
todo eso.
Nuestro primo hermano añora tiempos imperiales. Comienza a
aporrear la puerta principal. A pelo, sin un triste ariete ni nada. Puñetazos,
patadas. Alguien se asoma a la ventana. Le dice que pare ya. Que no son horas.
El ítalo a lo suyo, pum, pum, pum, tratando de derribar la puerta
(quizás carecía de regla nemotécnica para recordar la clave de acceso, quintos
del noventa y uno: 7391). Pero lleva tal cogorza que no repara en un pequeño
detalle… se ha equivocado de número. Está golpeando el portal contiguo. Y ahí
entra en escena nuestro amigo Okupa Legal.
¡Cras! Suena en la noche. Un cras que rasga la
penumbra y acalla las risas de los que fuman a prudencial distancia. Un cras,
consecuencia de la rotura del panel de la puerta… del vecino.
Sigue su relato.
Bajó con la tranquilidad que da el haber intercambiado
gritos, mordiscos y puñetazos en lugares tan sombríos que incluso los piratas
tendrían miedo. Pide explicaciones al chico inquieto. Éste no parece entender.
Como respuesta le ofrece exabruptos airados, a todo volumen, junto a malas
maneras. Eso dice, el amigo okupa, “de malas maneras”. Nuestro entrañable
inmigrante va calentando motores. “Uno va de buenas hasta que le calientan la
oreja”, dice. El volumen del diálogo que no es diálogo se eleva. Los grados
aumentan. Ya corre el sudorcillo detrás de las orejas, en plena noche.
Entonces, el chico ebrio de orgullo herido, y alcoholizado de cuerpo, comete un
error de principiante. Un error de borracho, también. El creerse Rocky Balboa
cuando no llegas a Cantinflas enguantado. Levanta el puño derecho…
¡Y zas!
El venezolano le arrea un testarazo que impacta en pleno
hueso nasal. Crac, resuena, cual eco del cras anterior. Suena menos,
pero duele más.
Ni los puños levanté, dice. Ante semejante parchita.
−Le metí un cabezazo y le reventé la nariz. Y eso que le di
flojito −concluye, a modo de excusa que huele a orgullo caraqueño.
El tono de voz, la mirada, el torso desnudo, el cigarrillo
entre los dedos de falanges pintadas, todo ello es como un certificado de
autenticidad. Le creo a pies juntillas.
Lo cual trajo un recuerdo, ya casi olvidado, una noche de
farra por la vieja Edimburgo, noche que terminó en un bar latino donde se
juntaban españoles e hispanoamericanos (término en desuso, pero más lindo), El
Barrio, se llamaba, oscuridad, luces de colores, salsa, rumba, merengue,
cubatas y mojitos. Conversación entablada con un tipo en la barra, que insistió
en pagar las San Miguel, un tipo duro, enjuto, rostro curtido con cicatriz
novelesca incluida, mirada que penetra la tuya y sale con las alforjas llenas.
−Allá en Colombia, solía ejercer de sicario, subido a la
moto de un compa −dijo, como quien comenta una anécdota en la fila del
Mercadona.
También le creí.