viernes, 28 de febrero de 2025

F207 - ¡Quién fuera pirata! (Tenerife) (VI)

 Queda ya poco para marchar, apenas unos días. Para regresar a la rutina de los madrugones, las cajas, las noches con lagunas de insomnio. Ya queda poco para decir adiós, mejor hasta luego, una vez más, a esta isla que un día me dijo ojos negros tienes y desde entonces susurra mi nombre, cual canto de sirena y me atrae hacia ella.

Paseo por una de mis calles favoritas de Santa Cruz. Es peatonal, como tantas otras, amplia, con una ligera inclinación, pequeñas terrazas que se abren hueco entre árboles extraños para mí, y palmeras pequeñas, que dan ese toque exótico, de lugar tropical; música que escapa de los locales, bares y restaurantes de escasa clientela. Estamos en noviembre, trato de recordarme, algo para mí anacrónico al contemplar mi vestimenta: camiseta, pantalones de bucanero, zapatillas planas.

Calle catalogada como Especial, en mi callejero mental. Ignoro por qué me recuerda tanto a la calle Verdi, en Barcelona, quizás por lo frondoso, pero más bien la sensación −no es grande la similitud−, que trae recuerdos de otro mundo, otra vida, junto a ese sentimiento agridulce que los acompaña. Tal vez entre ambas formen una sola calle imaginaria y la memoria juegue conmigo como un gato aburrido con un ratoncillo.

Sonrío, de aquella manera ladeada, tratando de acariciar los recuerdos, de tratarlos con delicadeza, sin rencor ni acritud, como quien sostiene una flor. Es parte de la vida, Jorge, de tu vida, me digo. Todo lo que te sucede forma un cúmulo de enseñanzas, un aprendizaje continuo y eterno, un escribir redondeado entre las líneas del cuaderno. Morirás sin haber superado el examen final. Todos morimos con un suspenso.

La filosofía no está reñida con el estómago. Y éste gruñe quejumbroso cuando un peculiar aroma llega a las fosas nasales. Un olor irresistible, que lanza mensajitos en sobres cerrados al cerebro, y éste los abre y los canta en voz alta, con sorna, a las tripas. Un aroma que sabe a infancia, incluso adolescencia, y que grita: ven, acércate, siéntate y echa un vistazo. Olor a pasta, a masa de pizza recién horneada, a tomate, a especias y mozzarella. Olor a Italia. Las dos Doradas que llevo en la bodega también tienen algo que decir. Necesito aplacar su protesta.

Se trata de un local diminuto, apenas cuatro mesas de terraza. Escaso de clientes, tan sólo una pareja sentada al fresco, mientras degusta una pizza gigantesca, llena de colores, el queso cuasifundido se estira interminable, ella ríe y él la contempla embobado. El interior en penumbra, como comprobaré más tarde, bajo la luz de pequeñas lámparas y alguna vela que otra sobre las mesas. Mi amiga imaginación susurra al oído historias de negocios turbios, crímenes ocultos, dinero negro y manoseado, de lavadoras en forma de mesas redondas con manteles a cuadros rojiblancos… “¡Jorge, sabía yo que ver por tercera vez Breaking Bad no era una buena idea!”, me abronco en voz baja.

Salivo por enésima vez y todavía no vi la carta. Deberían estar prohibidos los restaurantes italianos. Por Ley. Un decretazo de esos tan de moda. ¡Todos para Italia!

El camarero, para mi sorpresa, rebosa amabilidad. Un chaval joven (ya todos lo parecen), de aspecto italiano; guapo, con clase, malote, a la par que chulesco −de los que causan estragos entre las jovenzuelas españolas− cabello negro peinado impecable y la chaquetilla blanca, un tanto fuera de lugar, salvo para hacer juego con su sonrisa. Me pregunta si hablo el lenguaje primo hermano, le digo que no, tampoco el guiri; que soy español pata negra. Sonríe, “otro zumbado”, piensa. Tentado estoy de contarle que una vez estudié su bello idioma, que adoré desde el principio, por su tonalidad, su musicalidad, todo suena hermoso en dicha lengua. −¿Quién no se ha enamorado de una italiana? (Alida Simonetti se llamó la mía, amor de infancia, tan platónico como mágico)−. Lo estudié rodeado de escoceses. Escuchar a un nativo de Glasgow chapurrear la lengua de Umberto Eco no tiene desperdicio. Priceless, como decía el anuncio.

Me decanto por una ensalada Caprese, tomate, mozzarella y albahaca, con su chorrito de aceite. Acompañada de una pizza de considerable tamaño, que huele como recién traída de Nápoles vía Aeroitalia. Una Peroni especial aporta frescor a la pitanza. Al final, logro esquivar la tentación del tiramisú, que lleva poniéndome ojitos durante todo el almuerzo. Lo guardan ahí expuesto, tras una cristalera, a traición, para que caigamos bajo su hechizo. Pero mi estómago dijo que no. Ni una caloría más soportaría.

Pago allí mismo, el billete, sujeto al platillo negro por una pincita, aletea bajo la brisa. Dejo una generosa propina al chaval. Por la amabilidad, por el palique, por no mandarme al carajo. Me encamino al interior, hacia los servicios. Demasiada cerveza.

Como mencioné, ambiente tranquilo, oscuro, casi lúgubre, velitas, lámparas. El romance está de horas bajas. Un camarero que seca vasos alza la vista. Ligera inclinación de cabeza y vuelve a su tarea. Otro sujeto, acodado en la barra, trajeado, pelo con gomina, ojea el periódico. También dirige su mirada, algo turbia, hacia el intruso que rompe la calma. Tras unos eternos segundos de escrutinio, reanuda la lectura con una mueca mal disimulada, como si mi presencia le hubiera decepcionado. No soy el tipo que esperaba, pienso. Tal vez está a punto de hacerse la próxima entrega… ¿Tienes el material? ¡Primero muéstrame la pasta, amigo!...

En cuanto regrese a la península cancelo Netflix, lo prometo.

Escaleras estrechas que conducen a un baño más angosto si cabe. Entro de perfil, cierro la puerta y me dirijo al cubículo, sin apenas reparar en nada más. La luz se apaga casi al instante. Eso tampoco ayuda.

Una vez concluido el cambio de agua al canario (ignoro si tal expresión causa ofensa en estas islas entrañables; not pun intended, que dirían los Scottish), me dispongo a lavarme las manos.

Entonces la veo.

Una pequeña nota, escrita a mano, con trazo de rotulador grueso. Está pegada en la parte superior del espejo, con celo amarillento.

La leo, la releo y vuelvo a leerla. No salgo de mi asombro. Es un aviso de veto. Hasta ahí normal. Los he visto de todos los colores: Prohibidos perros; Niños no; Silencio, por favor; Prohibido fijar carteles, responsable empresa anunciadora; No escupir; Prohibida la entrada de menores; No distraiga al conductor; Sociedad Gastronómica sólo hombres; Si bebes, no conduzcas; Gimnasio sólo mujeres; No está autorizada la venta de bebidas alcohólicas a personas menores de dieciocho años; Apague su teléfono móvil… Pero este cartel rompe mis esquemas, el cerebro hace cortocircuito. Algo por mí nunca contemplado. Uno nuevo para la lista. El mensaje reza:

“Prohibido lavarse los dientes”

El diablillo interior me pide echar mano del cepillo (siempre en la bolsa), y el tubito de pasta dentífrica que utilizo cuando he de volar. Aplicar la pasta sobre las cerdas, con mano firme, humedecerlo bajo el chorrito de agua y lanzarme a frotar y frotar y frotar todas y cada una de las piezas dentales. Incluso recrearme con los incisivos. Ahí, a lo bruto, pasarme al lado oscuro, descubrir el Darth Vader bajo mi piel, convertirme en uno de los malos, mancillar la norma, saltarme la ley, jugarme la libertad; tornar en carne de proscrito, en malhechor, un capo de la Camorra que tras meterse entre pecho y espalda una pizza napolitana del tamaño de Las Ventas tiene la osadía de sacar no un puro y cerillas, dentro del servicio, mucho peor, un cepillo de dientes; me reclama saltar al abismo… y sentirme, al fin, cual pirata cojo, con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo… a quien espera el Sabina a bordo del galeón, con cien cañones por banda, pabellón negro de tibias y calavera en todo lo alto, fondeado en una caleta al otro lado de la isla.

Sin embargo, el angelito blanco −su prudencia y cobardía, única bandera− hace que opte por enjuagarme la boca con agua, deprisa, rápidos vistazos a la puerta a través del espejo, temeroso de que aparezca el hombre trajeado y taciturno, mirada turbia, sombrero calado y guantes de cuero… o la policía tinerfeña.


                                



domingo, 16 de febrero de 2025

F206 - En plena noche (Tenerife) (V)

 El mes de febrero siempre tuvo algo de fiebre. Pequeña febrícula, aquel 2002 imborrable (emoción, incertidumbre, temblor de rodillas sobre la escalera metálica que subía al avión, y algún kilo de miedo en la maleta); otros años anteriores, unas décimas preocupantes alrededor del maldito decimo cuarto día (amor no correspondido que agota, frustra y paraliza).

Febrero febril.

Febrero perezoso, quemado, sobre sus hombros carga con todo lo que no hizo enero, quizás por ello se rindió a los veintiocho días.

Dentro de una semana, tocará celebrar, brindar de nuevo por aquella fecha −mágica, capicúa y eterna− que cambió mi vida para siempre. Tocará sujetar la pinta de Guinness, brazo alzado, ojos cerrados, mirada ciega clavada en el corazón. Recordando una vez más a todos los John, Jennifer, Rachel, Koldo, Erika, Steven, Marina… y tantos nombres que quedaron atrás.

Así conmemorar ese 20/02/2002, cuando hui de un lúgubre catorce de febrero, en busca de otro más placentero, menos cruel, más de achuchón y pies tibios. ¿Cómo saber, por entonces, que tampoco lo hallaría pronto, a modo de recompensa por mi supuesta hazaña? Que se ocultaría durante años, tímido, bromista, incluso malvado. Ese catorce de febrero, con nombre de Santo valeroso, nace, crece y muere en nuestra cabeza, mientras el sucedáneo ñoño, mundano y hortera pasa por caja en el  Corte Inglés.

Pero retornemos a ese noviembre veraniego. Volvamos a Tenerife.

Despierto más tarde de lo habitual. El calorcillo se ha concentrado en la pequeña habitación, olvidé correr la cortina anoche. Tal vez con la mente puesta en aquella escena inquietante: policía, luces azules, el muchacho de mirada extraviada, la sangre escapando entre sus dedos, el ulular de la ambulancia en la distancia.

Dormí como un bendito; la vida es pura contradicción.

Reparo en lo que me despertó. Un sonido característico a la par que familiar: el que produce la chapa de un refresco al ser desprendida del gollete: el móvil sobre la mesilla. Un nuevo mensaje. Lo leo con ojos entrecerrados por las legañas.

“Le comunicamos que el código de acceso ha sido cambiado, por razones de seguridad. Por favor, memorice y no comparta con nadie el nuevo: 9157”.

Espero que no lo varíen a menudo, pienso, tratando de reprimir el enésimo bostezo.

Abro la puerta que da a la calle. Una luz cegadora lleva la mano al rostro, a modo de visera, mientras la otra tantea los bolsillos ¿dónde demonios puse las gafas de sol? Tenía intención de preguntar un par de cosas al de recepción, si es que existía pues siempre vi el cartel de cerrado. Detalles acerca del día de partida, sobre el checkout (los anglos nos comieron la tostada turística del idioma). El último día saldría de madrugada, debido a lo vespertino del vuelo, y quería disponer de un taxi. Tampoco esta vez vi a nadie; sin embargo, la puerta de la recepción aparecía entreabierta.

La sombra que protege los ojos ayuda a adaptarme a aquella luminosidad repentina, una vez cruzado el umbral. Dejando atrás el recibidor, siempre fresco y sombrío como una cueva. Ahí está, ese debe de ser el tipo. El recepcionista. Mediana edad, algo entrado en carnes, camisa blanca. Fuma un pitillo sin prisa, apoyado en el muro de la infame pintada, fuma con esa calma de media mañana, tras el café, sabedor de lo larga que será la jornada. Habla con un vecino, ambos a mi izquierda. Apenas capto retales de la conversación: ruido, gritos, pelea, amenazas, algo que se rompe en mitad de la noche.

Piso la acera, y de inmediato los ojos bajan hacia la izquierda. Casi puedo ver la silueta de la espalda del chico, sobre la pared, como si la policía forense (o el CSI, o quien diantres se encargue) la hubiera dibujado con tiza. No existe tal cosa, por supuesto.

Tan sólo un reguero de sangre en la acera.

−Buenos días, ¿qué pasó anoche con el chaval? −digo, mientras el señor se gira al notar mi presencia.

Mis ojos regresan al suelo. Hay algo junto a la mancha de sangre, ya de tono marrón. Como una brida de plástico blanco. ¿Es una pulsera de Urgencias?, sin importarme el qué dirán (el morbo mueve el mundo) me acuclillo. En efecto, lo es: “Hospital Universitario Ntra. Sra. De la Candelaria”, reza.

−Pasó que le tuve que romper el careto −dice una voz a mi derecha.

Me sobresalto. No había reparado en él (la vista periférica suspende de nuevo, ¡para Septiembre!). Un tercer individuo, que debía de participar en la charla a cierta distancia. Lo observo, todavía sorprendido ante la inesperada respuesta. Ya sopló las cuarenta velas, incluso cuarenta y cinco. Cráneo rapado, torso desnudo, decir piel tostada sería quedarse corto; rostro de cuero, con pinta de habérselo rifado en mil y una tanganas, aspecto de morador de Barrio Conflictivo (La Chantrea de los Barricada, un patio de colegio), acento venezolano. Un cigarrillo de liar entre los dedos de la mano izquierda. Olor a tabaco, para mi sorpresa. Dedos tatuados.

El sujeto se explica, serio, concentrado en los detalles, como si yo fuera periodista del Crónica Universal (uno de los mandados de Luis Sanz). Dice ser okupa oficial, y “legal” de uno de los pisos de al lado (el siguiente portal). Mi cerebro, sin duda recalentado por el sol de noviembre tinerfeño, patina un poco con aquello de okupa legal. Pero el tipo insiste, ha hecho “papeleo en el Ayuntamiento y todo eso”, afirma entre calada y calada, claro intento de formalizar su situación. Mi lógica se rinde.

Según su versión, corroborada por el conserje, el inocente muchacho era huésped del hostal, llevaba varios días cuyas noches regresaba con la carga ladeada y dando la tabarra. Gritos, ruidos, amenazas. El chaval resultó ser un pain in the arse, que decían mis amigos escoceses. Un grano en el culo, vamos, de toda la vida. Hasta que pulsó la tecla que desafinaba: clonk. La del venezolano.

Noche anterior.

Nuestro querido turista italiano regresa al hostal con una melopea del doce y medio. Carga ladeada, no, los contenedores gigantescos caen uno a uno al océano, chof, chof, chof. El chaval anda algo frustrado, tal vez alguna chicharrera de buen ver le haya mandado a darse un garbeo por el paseo marítimo, o a tirar monedas a la puta fuente de Trevi. Quién sabe. Da voces a la luna, llena a reventar, culpándola de sus males. Grita a los vecinos, aquellos que emitían humo y risas a las estrellas. Estos lo ignoran, perdonándole un poquito la vida (tipos de barrio, cansados de las tonterías de los guiris invasores). Pasan de él, ya lo conocen, y retornan a su charla nocturna, entre pitillos y risotadas. Mañana será otro día de paro, otro lunes al sol, y todo eso.

Nuestro primo hermano añora tiempos imperiales. Comienza a aporrear la puerta principal. A pelo, sin un triste ariete ni nada. Puñetazos, patadas. Alguien se asoma a la ventana. Le dice que pare ya. Que no son horas. El ítalo a lo suyo, pum, pum, pum, tratando de derribar la puerta (quizás carecía de regla nemotécnica para recordar la clave de acceso, quintos del noventa y uno: 7391). Pero lleva tal cogorza que no repara en un pequeño detalle… se ha equivocado de número. Está golpeando el portal contiguo. Y ahí entra en escena nuestro amigo Okupa Legal.

¡Cras! Suena en la noche. Un cras que rasga la penumbra y acalla las risas de los que fuman a prudencial distancia. Un cras, consecuencia de la rotura del panel de la puerta… del vecino.

Sigue su relato.

Bajó con la tranquilidad que da el haber intercambiado gritos, mordiscos y puñetazos en lugares tan sombríos que incluso los piratas tendrían miedo. Pide explicaciones al chico inquieto. Éste no parece entender. Como respuesta le ofrece exabruptos airados, a todo volumen, junto a malas maneras. Eso dice, el amigo okupa, “de malas maneras”. Nuestro entrañable inmigrante va calentando motores. “Uno va de buenas hasta que le calientan la oreja”, dice. El volumen del diálogo que no es diálogo se eleva. Los grados aumentan. Ya corre el sudorcillo detrás de las orejas, en plena noche. Entonces, el chico ebrio de orgullo herido, y alcoholizado de cuerpo, comete un error de principiante. Un error de borracho, también. El creerse Rocky Balboa cuando no llegas a Cantinflas enguantado. Levanta el puño derecho…

¡Y zas!

El venezolano le arrea un testarazo que impacta en pleno hueso nasal. Crac, resuena, cual eco del cras anterior. Suena menos, pero duele más.

Ni los puños levanté, dice. Ante semejante parchita.

−Le metí un cabezazo y le reventé la nariz. Y eso que le di flojito −concluye, a modo de excusa que huele a orgullo caraqueño.

El tono de voz, la mirada, el torso desnudo, el cigarrillo entre los dedos de falanges pintadas, todo ello es como un certificado de autenticidad. Le creo a pies juntillas.

Lo cual trajo un recuerdo, ya casi olvidado, una noche de farra por la vieja Edimburgo, noche que terminó en un bar latino donde se juntaban españoles e hispanoamericanos (término en desuso, pero más lindo), El Barrio, se llamaba, oscuridad, luces de colores, salsa, rumba, merengue, cubatas y mojitos. Conversación entablada con un tipo en la barra, que insistió en pagar las San Miguel, un tipo duro, enjuto, rostro curtido con cicatriz novelesca incluida, mirada que penetra la tuya y sale con las alforjas llenas.

−Allá en Colombia, solía ejercer de sicario, subido a la moto de un compa −dijo, como quien comenta una anécdota en la fila del Mercadona.

También le creí.