domingo, 28 de julio de 2013

F51- Ken, el Rey del Mambo. (Julio 2003).


El hospital era un complejo inmenso, con numerosos edificios expandidos por una zona boscosa. Las diferentes áreas de residencia –geriátrico, rehabilitación ortopédica, lesiones cerebrales, recuperación cardiológica y rehabilitación normal− se comunicaban a través de pequeños caminos de gravilla, e indicadores con flechitas y croquis proporcionaban cierta orientación (Aunque como yo me perdía cada vez que me enviaban a algún lejano ward, llegué incluso a plantearme el ir arrojando miguitas de pan para garantizarme el seguro regreso). 

Se respiraba aire puro y las ardillas y conejos pululaban a sus anchas haciendo las delicias de pacientes y trabajadores (cada vez que veía los ingenuos conejitos acercarse, no podía reprimir una sonrisa imaginando a mi padre con su escopeta repetidora Franchi). Un lugar ideal para disfrutar de unos días de asueto, el problema es que debíamos trabajar, o al menos aparentarlo. En esto último me doctoraría en los próximos meses, el escaqueo general en aquel hospital me trajo recuerdos de la mili. Con la “pequeña” diferencia en salario y libertad.

Durante la primera semana se dedicaron a mostrarnos todos y cada uno de los aparatos que íbamos a manejar. Hablo de aspiradoras, enceradoras, fregonas y esas cosas. Sí, aquí hasta para usar una simple fregona debías pasar por un training, no vaya a ser que seas muy garrulo y cojas el aparato por el mocho e intentes fregar el suelo con el otro extremo. Pero es algo a lo que te vas acostumbrando con el tiempo en este país: application forms y trainings a tutiplén. ¡Y no me hagan hablar de procedimientos de seguridad y simulacros de incendio!

Ya les he confesado en más de una ocasión que soy un chico formal. Siempre lo fui. De esos que de tan formalitos, pasamos por tontos. Así ha sido durante toda mi vida, en la escuela, en el colegio, en las diferentes universidades, en el servicio militar. Recuerdo un compañero, y amigo, de la guerra que estando algo enfadado conmigo (debido a que yo me negaba a hacer novatadas a los recién llegados, pues a mí los pobrecillos no me habían causado ningún mal) me espetó: “Jorge, entraste bicho y sigues siendo un bichazo”. Pero qué se le va a hacer, cada uno es como Dios lo trajo. Y no hay nada que hacer. Bueno, que me he pasado dos colinas más allá de los cerros de Úbeda. Decía que siempre fui formal y obediente, respetuoso con mis jefes, mandos y profesores. Pero todo eso iba a cambiar. Con los meses aprendería el arte del escaqueo, la habilidad para acabar mis tareas una hora, o dos,  antes de fichar para salir (cobrando por tal tiempo de reposo, claro) y la destreza necesaria para duplicar (o triplicar) la duración de los breaks. Y es que acabé harto de sudar e ir corriendo de un lado para otro: fregando suelos, aspirando alfombras, preparando tés con pastas, cambiando las jarritas de agua de los abueletes, mientras veía a mis compañeros apoltronados en interminables Descansos, riéndose a carcajadas de chistes infumables y poniéndose de tostadas con mantequilla hasta las cartolas, que decimos en mi pueblo. Pero el proceso de cambio llevaría su tiempo.

Poco a poco me acostumbraba a las maneras y costumbres de mis compañeros. Formaban una mezcla de hombres y mujeres de diferentes edades, estatus y educación. La mayoría de ellos hablaban lo que podemos denominar Scottish, aquel idioma que les comenté me sonaba como alemán, no entendía nada de lo que parloteaban. Al menos al principio. Es un inglés trufado de palabras y frases que no existen de los borders hacia abajo. Si a esto le sumas el hecho de que cortan muchas de esas palabras y que su pronunciación es áspera como papel de lija, pues lo que les digo: alemán o ruso, pero no la lengua que yo había aprendido en los libros de “Peter and Molly” en el colegio.

Durante los breaks solíamos buscar un cuarto tranquilo, con sofás y mesita de café. Nos sentábamos (o tumbarreábamos) a charlar, a echar risotadas o a simplemente relajarnos, haciendo de aquellos quince minutos oficiales, veinte, veinticinco o cuarenta. Todo dependía de la presencia de patrullas de supervisores y la vigilancia desde la torreta de los managers (gracias a Dios no disponían de ametralladoras).

En estos descansos ellos platicaban y yo ponía oreja. Mucho más no podía hacer. Trataba de lanzarme a la piscina, participar, preguntar cualquier tontería. Pero no mucho más. A menudo hablaban de un tipo, un tal Ken, un chaval que debía de ser el más popular de todo el hospital, tal vez el más famoso de todo Edimburgo, el rey del mambo pues todo el mundo hablaba de él. Lo mencionaban mis compañeros, los supervisores, las enfermeras e incluso algún que otro manager (cuando bajaban de la torreta de vigilancia), que si Ken esto, que si Ken aquello. Yo ya andaba con la mosca tras la oreja, no podía ser que existiera el tal Ken y yo no lo conociera. Un señor con esa popularidad y yo sin saber tan siquiera si es joven o viejo, blanco o negro, escocés o inglés. ¡Esto no podía continuar así!

Así que un día me armé de valor, y al escuchar a mi compañero Toby nombrar al gran Ken por segunda vez en la misma frase (ni idea de lo que hablaba), me lancé a la piscina y pregunté al grupo: “Who is Ken?”. Como respuesta obtuve carcajadas y miradas lastimeras. Cuando al fin se calmaron y pudieron respirar con normalidad (alguna casi se atraganta con la tostada de medio kilo de mantequilla), conseguí oir la respuesta de mi amigo Toby: no existe ningún Ken, “ken” significa “know” pero en dialecto escocés.

Aquello lo explicaba todo.

Años más tarde viviría una experiencia muy similar, con otro escocés: Stevie (mi compañero de piso) y mi amiga y anterior flatmate asturiana, Cristina, cuando tratábamos de acordar una fecha para ver una habitación de alquiler para ella, en otra casa cuyos propietarios eran conocidos de Stevie. En un momento de la conversación, el chico le preguntó a Cristina:

− When do you need the room?
(Que con su cerrado acento escocés sonó algo así como: “Güen di yi nid di rum?”)

Y claro, Cristina no estaba acostumbrada a la pronunciación de mi compañero de piso, ante lo cual respondió con otra pregunta:

- Who is Wendy?





sábado, 20 de julio de 2013

F50- Asterix, romanos y palomitas de maíz. (Agosto 2003).

Agosto se presentó de un modo tropical, mucho calor y constantes aguaceros que denominan “duchas” por estos lares, debido a su intensidad y corta duración. Yo continuaba mis excursiones a la biblioteca, cargado de libros, todavía con el sueño latente de convertirme en un nuevo Freud. No pudo ser, como ya conocen ustedes. Pero quizás algún día, quién sabe. Acudía a la Universidad Napier, de incógnito y a hurtadillas debido al sencillo hecho de que nunca me matriculé en dicho lugar. Era un sitio tranquilo, fresco, con amplios pupitres y silencio de convento. Además pululaban por allí constantemente jovencitas universitarias en ropitas de verano que alegraban la vista e infundían el amor al empolle veraniego. Finalmente,  el disponer de la tarjeta estudiantil de Álvaro –la cual me dejó a modo de herencia entre amigos antes de retornar a su Alicante natal, pues él  sí que fue un alumno debidamente registrado−, con su clave personal para acceder a los ordenadores, y por tanto a internet, inclinó la balanza a favor de tal lugar de estudio. Y es que eran otros tiempos, en los que el navegar por la red –en mi caso tan sólo contar batallitas a los amigotes mediante correo electrónico− no estaba al alcance de cualquiera como hoy en día.

Otro ilustre universitario de Napier era el señor Koldo. El chaval ponía todo su empeño en lograr su título en inglés, que le abriría las puertas del mundo. Le cogí cierto cariño a ese mocete con aspecto más italiano que vascuence, para su propio tormento. Y es que eso del reciclaje común fortalece los lazos de amistad. Quienes reciclan juntos, permanecen unidos y todo eso.

Como ya comenté, Koldo era una buena persona aunque a veces sus acciones me producían un desasosiego muy cercano a la vergüenza más absoluta. Al tierra trágame y no me escupas de vuelta. Creo que Koldo logró que los colores rojizos granate que atormentaron mi rostro, tan a menudo, durante mi infancia y adolescencia, volvieran a explorar mi ya adulto rostro. En tales situaciones sentía el ferviente deseo de ponerme una bolsa del Tesco en la cabeza y salir corriendo al grito de “¡yo no le conozco!”.

Una de aquellas ocasiones sucedió una tarde de sábado. Ambos teníamos el día libre y decidimos evitar los calores caribeños yendo al cine. Estrenaban un largometraje dirigido por el gran Clint Eastwood, por tanto la cosa prometía: “Mystic River”. Llegamos con tiempo, compramos nuestras entradas: Koldo a precio de estudiante, yo poseía un pase especial por el que abonaba diez libras mensuales y que me daba derecho a ver todas las proyecciones que deseara. A continuación nos dirigimos a la zona de las chuches y refrigerios. En este país son muy confiados y esperan un comportamiento honrado por parte del ciudadano. Aclaro este punto porque en algunos cines, el cliente o potencial espectador puede servirse palomitas de maíz, chucherías y bebidas él mismo y luego acudir al mostrador a abonar el importe correspondiente. Así que allí estábamos Koldo y yo, como Manolo y Bartolo, recién salidos del pueblo, asombrados ante tales costumbres. Yo tan sólo cogí un botellín de agua, que a tal precio creí que sería gintonic envasado, pero un día es un día. Koldo se sirvió un cubilete de palomitas tamaño Big Ben, un vaso enorme de fanta-de-naranja y un Kit Kat. Me acerqué al mostrador de pago en solitario. Para mi pasmo Koldo se fue directamente a la fila de entrada a las salas. Al alcanzarle, le recordé que debía ir a pagar todo aquello que llevaba descaradamente en las manos. Me miró sonriente y dijo: “Tranqui Jorge, lo hago siempre. No pasa nada”. Yo no salía de mi asombro mientras avanzábamos en la cola. Imaginaba que todos nos observaban, los cientos de cámaras que había por todos lados, los gorilas en las puertas de salida, los chavales picando las entradas, las chicas con ajustados uniformes expendiendo palomitas. Los metros que nos separaban de la entrada iban acortándose. Ya casi estábamos a la par de los dos adolescentes con granos que hacían las veces de modernos acomodadores, pero sin linterna. Mi cara tornaba del blanco tiza al color del vino de mi tierra. Delante de nosotros tan sólo ya una pareja, un jovenzuelo bajito con cara de susto, cuya nariz llegaba a la altura de los escotados cántaros de miel de su moza. Ya está, pensé. En cuanto crucemos la línea de entrada se abalanzarán sobre nosotros los maderos escondidos tras las puertas. Nos tumbarán en el suelo boca abajo, pondrán sus poderosas rodillas en nuestras espaldas, torcerán nuestros brazos hacia atrás, nos pondrán sus cortantes grilletes y nos llevarán en volandas a un furgón policial. ¡Todo por el señor Koldo y sus palomitas gratuitas!

Para mi alivio nada de eso sucedió. Nos picaron las entradas, entramos en la sala correspondiente y disfrutamos de la película. Eso sí, a Koldo le dije que era la última vez que le acompañaba al cine.

En otra ocasión acudimos a una fiesta de unos amigos que teníamos en común. Era la típica party. Gente de diversas nacionalidades, escaso picoteo sólido y abundante brebaje líquido. Nos separamos según entramos en aquel piso de luces apagadas y velas encendidas. Cada uno se lanzó a explorar el lugar, a buscar conocidos o encontrar desconocidas. Ustedes ya me entienden. Al cabo de un buen rato vi a Koldo hablando formalmente con una chica escocesa amiga mía. Digo formalmente porque así lo reflejaba su cara y sobre todo la de mi amiga (un poema titulado “Por favor, sáquenme de aquí”). Me acerqué con sigilo y advertí el porqué de aquellas expresiones. Koldo hablaba de política. Le contaba a aquella linda escocesa sobre una diminuta aldea tomada por los malvados romanos. Le explicaba nombres de un pequeño país en diferentes idiomas y sus connotaciones diversas. Le hablaba de una historia que sólo aparece en ciertos libros de Historia, hechos a medida como los trajes de luces. Así que me apiadé de mi amiga y traté de librarla de aquel Asterix y su mágica pócima. Intenté usar el humor, que casi siempre funciona. Le dije a Koldo que aquella chica no tenía ni pajolera idea de qué demonios estaba hablando. Esto lo comenté en inglés para beneficio de la señorita anglosajona. Y acercándome a él le susurré en castellano: “Vamos Koldo, si esta chica a lo justo sabe donde está Madrid, y cree que Magaluf es una República Independiente”. Lo dije en tono amigable, sonriendo con mi voz. Él se volvió muy serio y comenzó a balbucir en inglés, nervioso y alzando la voz. Que si estaba insultando a su país, que insultaba a su gente, que insultaba a no-sé-quién-más (¿tal vez a Arzallus?) Ante tal pataleta nostálgica le respondí: “Mira Koldo, cuando orines el medio calimocho y te tranquilices, hablamos. Agur”.

Y me di la vuelta, dejándolo allí con mi conocida escocesa que contemplaba con horror mi salida de escena, suplicándome con la mirada que no la abandonara con aquel tipo que gesticulaba mucho y decía cosas muy raras.


domingo, 14 de julio de 2013

f49- Vida de Estudiante (IV). (Junio 2003).


Marta fumaba tabaco negro y bajo su pecho albergaba un corazón blanco. Sus ojos de gata, grandes, grisáceos con destellos amarillentos resaltaban en un rostro níveo y ovalado. Su mirada producía un ligero vértigo, un pequeño mareo al contemplar directamente su alma. Poseía una voz dulce, con un ligero acento cantarín, un suave ronroneo gallego.

Marta resultó ser otra de esas personitas especiales que dejó su firma en mi vida, aunque ella misma lo ignore. Siempre amigable, sonriente, dispuesta a echarte una mano. Marta mostraba la bondad de los justos. Si los curas de mi colegio estaban en lo cierto, Marta contemplará algún día al Gran Jefe allá arriba: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

Marta, además de amiga,  fue mi compañera para la prueba del speaking en el examen del First Certificate. Mi partner in crime. Solíamos quedar en nuestros días libres para practicar. Plantábamos nuestras posaderas en el césped de los jardines de Princes Street, o nos refugiábamos en una cafetería cuando llovía. El día X debíamos comentar una fotografía, entre los dos, ante los examinadores. Así que, para entrenarnos abríamos el libro al azar, ella cerraba sus lindos ojos y señalaba con el dedo un punto de la página. Si acertaba en una imagen, yo le invitaba a abrir los ojos y decir lo primero que se le viniera a la mente al contemplarla. En caso de que su índice se posara en un texto, yo decía “agua” y Marta reía como una colegiala haciendo novillos.

Ambos seguimos el sabio consejo de nuestra profesora. Una señora de Glasgow ya veterana de muchas guerras lingüísticas. Aquel repetido y entrañable “Keep talking, you just keep talking” que dispara mis niveles de nostalgia.

En ocasiones nuestros ensayos se convertían en excusas para charlar. Entonces departíamos de cualquier asunto excepto del motivo que reflejaba la dichosa fotografía. Hablábamos de nuestras familias, de los planes de futuro, de amores, de sueños, del olor de las nubes y del color de los pedos. Entre risas, humos y vientos.

Llegó el día X. En realidad debíamos acudir dos jornadas consecutivas, primero para examinarnos de gramática, lectura y escritura, y al día siguiente asistir a las pruebas de “escuchar” y “conversar”. Mis puntos fuertes eran los de la primera cita. Al igual que tanta gente de mi generación el inglés me lo enseñaron en negro sobre blanco. Libros y más libros. De vez en cuando escuchábamos una cinta de casset donde dos tipos con acento perfecto hablaban de las amapolas. O visualizábamos un video del programa Follow Me (que entre risas adolescentes denominábamos Fóllame, para sonrojo de nuestra tímida profesora) en el cual dos policías ingleses, que parecían dos pueblerinos vestidos para carnavales, perseguían a una rubia tetona ligera de ropa (al menos para nuestros jóvenes e impresionables ojos ibéricos), porra en mano al más puro estilo Benny Hill. Entenderán ustedes que con estas mimbres no resultaran los mejores cestos para mi “listening and speaking”.

Lo complicado fue por tanto el segundo día.

Primero el listening: nos colocaron en una amplia clase de grandes ventanales y con los pupitres muy separados. Para mi sorpresa, no nos proporcionaron auriculares sino que utilizaron el equipo de altavoces. Esto me produjo cierto desasosiego inicial pues mi oído ya no es lo que era. Vamos, que tanta discoteca y música punk atronando el habitáculo de mi pequeño coche en mi otra vida, me pasaba ahora factura, con iva incluido. Aún así, traté de calmarme y concentrar toda mi atención en escuchar y marcar las respuestas en el folio.

A continuación nos condujeron a un ancho pasillo, con muchas sillas colocadas a ambos lados junto a la pared. Debíamos esperar a ser llamados, por parejas. Marta y yo charlamos del tiempo y de la comilona que nos daríamos cuando acabase aquel infierno. Todo era inquietud y sonrisas temblorosas. Dos tímidos corderos esperando a las puertas del matadero. Al final no fue para tanto, los examinadores resultaron amables y nos tranquilizaron dándonos a entender que ya tenían en cuenta el factor nervios a la hora de calificar. Pero claro, si apenas hablabas, metías mucho la pata o quedabas en blanco evidentemente suspenderías (esto lo sabíamos, afortunadamente no nos lo recordaron in situ). La foto elegida reflejaba una escena veraniega. Un parque lleno a rebosar de gente. En el centro de la imagen había una fuente donde unos niños refrescaban sus pies. Al fondo se adivinaba una ciudad, con la silueta de un castillo. Eso era el background. De nuevo recordé los consejos de nuestra profesora: comentad lo que refleja la foto en su conjunto, describid el background, explicad qué sentís al mirar la escena, qué provoca en vuestro interior.

Marta y yo, tras unos segundos de contemplación, de ordenar ideas y calmar temblores, nos lanzamos a un diálogo algo artificial acerca de aquella linda estampa, la paz que nos producían sus figuras y el bocata que nos íbamos a zampar a la salida. Bueno, esto último tan sólo lo pensamos.

Tanto Marta como yo mismo aprobamos aquella convocatoria. Obtuvimos el First Certificate in English. ¡Prueba superada!

Por circunstancias de la vida, tan perra e insensible, Marta y yo nos separamos. La distancia física y anímica se hizo gigantesca entre nosotros. El hecho de que ella lleve ya muchos años en su querida Galicia no es razón suficiente. Pero actualmente estoy trabajando en reparar tal error.


Nunca debemos extraviar estas pequeñas y escasas gemas que hallamos por el camino de nuestra existencia.


domingo, 7 de julio de 2013

f48- ¡Viva San Fermín! (7 julio 2003).

La vida en el nuevo piso fue poco a poco empeorando. Lentamente me trajo recuerdos desagradables de vivencias anteriores. Suciedad constante en la cocina, pelos de diferente longitud, color y textura en la bañera, esa especie de pasillo ancho que hacía las veces de living room lleno siempre de platos, cajas de pizza y gente desconocida. Vamos, que comencé a sentir una expecie de déjà vu, como si el destino traicionero me hubiera regresado a aquella boxroom de techo inalcanzable y estrechez claustrofóbica.    (ver) 

Allí tampoco nadie parecía limpiar. Era la asignatura pendiente de nuevo. Una asignatura que ni en febrero, ni en junio, ni siquiera en septiembre aprobaría aquella cuadrilla de personajes. Y yo no estaba dispuesto a ser la chacha de nadie. Mi habitación la mantenía lo más pulcra posible. Tarea bastante complicada debido a la basura de aspiradora con la que nuestro querido casero –Mr. Fajo-de-billetes-en-mano− había equipado el piso. Un monstruoso aparato que emitía un estruendo de Boeing 747 en pleno despegue, pero que succionar lo que se dice succionar más bien poco, tirando a nada. Era como aspirar con una pajita metida en la boca.

Así que poco a poco mis peores predicciones fueron haciéndose fuertes. Aquella tabla de salvamento se transformaba día a día en lo que siempre fue, un cutre-piso, un piso patera. Un piso patera que los ibéricos se iban pasando de mano en mano, mediante el más antiguo y eficaz de los métodos: el boca a boca.

Nuevamente mi habitación se convirtió en mi castillo. Era amplia y luminosa. Comencé a escribir de nuevo –es una adición que vuelve una y otra vez, arrogante y testaruda− en un viejo ordenador que Koldo me había regalado. Bueno, en realidad lo encontró en una de las habitaciones del enorme piso recién llegado. Era un trasto enorme con monitor monocromo y más lento que el caballo del malo. Pero para volcar cuatro líneas en su aburrida pantalla me bastaba y sobraba. Era como una terapia. Me encerraba a cal y canto en el cuarto, música metalera de fondo (leí que era el método usado por Stephen King), lata de cerveza a mi vera y me arrojaba de cabeza al folio en blanco. Bueno, a la pantallita en gris oscuro. Escribía sin pararme a pensar. A bocajarro, sin tregua. Elegía cuatro o cinco palabras (al azar, tomadas de un libro) y trataba de construir una historia a partir de ellas. En ocasiones quedé realmente sorprendido del resultado. Otras veces, avergonzado agarraba el folio imaginario –carecía de impresora− lo estrujaba y arrojaba a la papelera del olvido. Tantos y tantos folios desechados. Palabras que quisieron ser protagonistas, tener éxito, pasar a la Historia, y acabaron en un rinconcito oscuro de un viejo disco duro.

Koldo era el chico navarro que sentía que su sangre era vasca de pura cepa.(ver) ¿Y quién era yo para discutir el RH de nadie? Un buen chaval, algo obsesionado quizás con el reciclaje. Lo separaba todo en cajitas y bolsitas: plásticos, botellas de vidrio, cartones, basura orgánica. ¡Ojo, que yo veo genial eso de reciclar, cuidar el planeta y salvar a las ballenas! Pero es que después acudía a mí a que le echara una mano para depositar todo aquello en sus respectivos contenedores, que en Edimburgo (todavía en la edad de piedra del reciclado, incluso hoy en día) se situaban donde Cristo perdió la alpargata (con perdón). ¡Y hala, cargados como pollinos en busca del arca perdida de la nueva era: el contenedor de vidrio de color!

Koldo era un muchacho honesto, que trabajaba y estudiaba para lograr alcanzar sus sueños. Como todos. O al menos como todos aquellos que tenemos un sueño. Sueño, luego existo. Un chico con buen corazón, siempre optimista, hablador –algo exagerado y chulesco, como si en lugar de en Elizondo hubiera nacido en el mismísimo Botxo-  y alegre. Siempre alegre. Lo recuerdo tal día como hoy hace diez años, vestido de blanco y con el pañuelo rojo al cuello. “Yo siempre celebro San Fermín, en Pamplona, Edimburgo o Pekín”, exclamaba. Con dos cojones. Aquello me hizo sonreir y evocar restos de mi adolescencia en tierras riojanas, allá en otra vida. Recordar a otro amigo navarro –igual de chulesco− y su grito de guerra por estas fechas: “¡En San Fermín, que trabaje la Guardia Civil!”.


Pues eso, ¡Viva San Fermín 2003, 2013!


* Esta fargadita está dedicada a otro buen navarro, JoséLondres.

viernes, 5 de julio de 2013

f47- Hospital Sin Sangre (Junio 2003).

El trabajo resultó monótono y sencillo. No necesitas ser ingeniero de minas para preparar té con tostadas, cambiar jarras de agua, quitar el polvo aquí y allá, aspirar la moqueta y fregar cuatro suelos. Además pagaban bien, puntual y religiosamente. Eso era lo bueno de estar empleado por la NHS (Servicio Nacional de Sanidad). Consistía en hacerse a una rutina, respetar una serie de horarios y normas para con los pacientes. Todo lo demás venía rodado.

Hacía ya unas semanas que logré pasar la entrevista. Mi cuarta interview en poco más de un año. Tres trabajos, cuatro entrevistas. Sí, han leído bien, no es ningún error matemático, recuerden que para mi primer empleo tuve que responder a un segundo entrevistador debido a que el primero se presentó un poco piripi en su día.

En esta ocasión fue una entrevista de lo más profesional. Despacho privado, frente a frente con la Jefa del departamento que me correspondía. Una señora de edad indefinida y aspecto risueño, pequeñita y delgada como un pajarito, que me trajo gratos recuerdos de mi querida April (recuerden, la mujer de la inmobiliaria). “No te relajes, Jorge”, pensé. Una cosa era camelarse a alguien para que te alquile un piso sin poseer el dinero suficiente, y otra muy distinta conseguir un empleo.

La nueva April intercalaba cuestiones profesionales con otras más personales. Se mostraba seria, en su papel de juez y ejecutora (de ella dependía al fin y al cabo mi futuro más próximo), no obstante de vez en cuando sonreía y hacía algún comentario tontorrón, supongo para que yo me relajara. Y es que no olvidemos que nos encontrábamos en un hospital, en un despacho inodoro e insípido pero dentro de un hospital. Este sencillo hecho de por sí me mantenía alerta, intranquilo. No soporto esos lugares. Incluso a día de hoy me sigo mareando cada vez que debo hacerme un análisis de sangre. Es totalmente vergonzante.

Aquella mujer menuda poseía dotes adivinatorias. Me miró a los ojos y sonriendo con dulzura dijo algo así: “Don´t worry this is a no-blood hospital”. Me explicó que era un centro de reposo para pacientes que habían sido sometidos a operaciones en otros hospitales , o que sufrían enfermedades incurables. También existía un ala donde acomodaban a ancianos y otro donde trataban a enfermos con lesiones cerebrales. Eso hizo que me relajara un poco, que mi aprensión quedara apartada por un instante. Entonces, como si lo hubiera olvidado exclamó: “Ah, también existe un ala donde la mayoría de los pacientes han sufrido alguna amputación. Espero que no tengas ningún problema con eso. ¿Te supone algún inconveniente contemplar gente con sus miembros amputados?”. Automáticamente respondí que no, sonriendo, ningún problema. Mientras mi mente fantasiosa me mostraba pasillos llenos de viejitos sin una pierna, niños con patas de madera y parches en el ojo, mujeres sin brazos que me miraban y reían a carcajadas. “Jorge, no la cagues ahora”, me abronqué tratando de eludir aquellas repentinas visiones.

Salí de aquel despacho algo más paliducho pero con una oferta de trabajo a tiempo completo bajo el brazo.  Misión cumplida Jorge.

Me asignaron un buddy, es decir un compañero veterano para enseñarme el  oficio. Para decirme qué hacer, cómo y cuándo. Era un chico portugués llamado Fabio (aunque las malas lenguas proclamaban que su nacionalidad verdadera era la brasileña y que poseía un pasaporte de Portugal falso para evitar la solicitud de visado). Fabio se mostraba risueño, con su eterna y blanca sonrisa que brillaba en su amulatado rostro. Siempre contento, algo melancólico. Fabio trabajaba a otra velocidad. No es que fuera vago ni nada por el estilo, era un trabajador diferente. Motor de gasoil, frente al motor de gasolina de un trabajador español, por ejemplo. Si algo podía limpiar en dos horas, ¿por qué hacerlo en la media hora que exigía el protocolo de limpiadores? Se movía por el hospital como Pedro por su casa. Era como el sereno, poseía acceso a cualquier cuarto o despacho. Siempre con un gigantesco manojo de llaves en el bolsillo trasero de su pantalón de faena. Fabio era un chico joven, amulatado,  musculoso (grandes pectorales, fuertes brazos, poderosas piernas), penetrantes ojos negros, sonrisa de anuncio de Profidén. Las malas lenguas también aseguraban que manejaba una llave inglesa del 15, y que se dedicaba a contentar a compañeras, enfermeras y alguna que otra manager entre fregada y fregada. Esto último nunca me atreví a preguntárselo. Hay cosas que entre hombres jamás se sacan a relucir. Pero no hagan demasiado caso a simples habladurías.

Aún recuerdo mi primer break oficial en el hospital. Quince minutos para tomar una taza de té a media mañana. O al menos eso decía el horario. A los diez minutos todavía había compañeras calentando tostadas, a las que luego añadirían un dedo de grasienta mantequilla, sirviéndose tazas de té con leche hasta el mismísimo borde sin importarles en absoluto ir derramando su contenido. Por fin nos sentamos todos. Yo con mi triste banana y un café de kettle, ellas con un opíparo almuerzo. Todos sentados alrededor de una mesa redonda. Minuto doce de nuestro descanso. Ya acabé mi plátano y doy los últimos sorbos al amargo café. Mis compañeras siguen engullendo: tostadas con butter, chocolatinas, bolsas de patatas fritas, restos de una tarta. Todo ello acompañado de té hirviendo y café aguado. Todo ello entre carcajadas de película de miedo. De esas películas de locos, que son las que siempre me produjeron más desasosiego. Todo ello envuelto en una conversación en un idioma extraño. Un idioma hecho de medias palabras, de vocales imposibles, de verbos inventados. Un idioma que no me enseñaron en aquella academia de mi pequeña capital de región norteña. Un lenguaje totalmente incomprensible para mí, tras más de un año en la bella Edimburgo. Quiero despertar de esta pesadilla, deseo que alguien me explique donde aterricé al final. Esto no es Edimburgo, ni siquiera debe de ser Birmingham. Maldigo entre dientes, ¡alguien me engañó! ¡malditos sean! No vine al Reino Unido, emigré a Leipzig sin tan siquiera saberlo. Y todos a mi alrededor hablan en alemán.