El hospital era un complejo inmenso, con numerosos
edificios expandidos por una zona boscosa. Las diferentes áreas de residencia –geriátrico,
rehabilitación ortopédica, lesiones cerebrales, recuperación cardiológica y
rehabilitación normal− se comunicaban a través de pequeños caminos de gravilla,
e indicadores con flechitas y croquis proporcionaban cierta orientación (Aunque
como yo me perdía cada vez que me enviaban a algún lejano ward, llegué incluso a plantearme el ir arrojando miguitas de pan
para garantizarme el seguro regreso).
Se respiraba aire puro y las ardillas y conejos pululaban
a sus anchas haciendo las delicias de pacientes y trabajadores (cada vez que veía
los ingenuos conejitos acercarse, no podía reprimir una sonrisa imaginando a mi
padre con su escopeta repetidora Franchi). Un lugar ideal para disfrutar de
unos días de asueto, el problema es que debíamos trabajar, o al menos aparentarlo.
En esto último me doctoraría en los próximos meses, el escaqueo general en
aquel hospital me trajo recuerdos de la mili.
Con la “pequeña” diferencia en salario y libertad.
Durante la primera semana se dedicaron a mostrarnos todos
y cada uno de los aparatos que íbamos a manejar. Hablo de aspiradoras,
enceradoras, fregonas y esas cosas. Sí, aquí hasta para usar una simple fregona
debías pasar por un training, no vaya
a ser que seas muy garrulo y cojas el
aparato por el mocho e intentes fregar el suelo con el otro extremo. Pero
es algo a lo que te vas acostumbrando con el tiempo en este país: application forms y trainings a tutiplén. ¡Y no me hagan hablar de procedimientos de
seguridad y simulacros de incendio!
Ya les he confesado en más de una ocasión que soy un
chico formal. Siempre lo fui. De esos que de tan formalitos, pasamos por
tontos. Así ha sido durante toda mi vida, en la escuela, en el colegio, en las
diferentes universidades, en el servicio militar. Recuerdo un compañero, y
amigo, de la guerra que estando algo
enfadado conmigo (debido a que yo me negaba a hacer novatadas a los recién
llegados, pues a mí los pobrecillos no me habían causado ningún mal) me espetó:
“Jorge, entraste bicho y sigues siendo un
bichazo”. Pero qué se le va a hacer, cada uno es como Dios lo trajo. Y no
hay nada que hacer. Bueno, que me he pasado dos colinas más allá de los cerros
de Úbeda. Decía que siempre fui formal y obediente, respetuoso con mis jefes, mandos
y profesores. Pero todo eso iba a cambiar. Con los meses aprendería el arte del
escaqueo, la habilidad para acabar mis tareas una hora, o dos, antes de fichar para salir (cobrando por tal tiempo
de reposo, claro) y la destreza necesaria para duplicar (o triplicar) la
duración de los breaks. Y es que
acabé harto de sudar e ir corriendo de un lado para otro: fregando suelos,
aspirando alfombras, preparando tés con pastas, cambiando las jarritas de agua
de los abueletes, mientras veía a mis compañeros apoltronados en interminables
Descansos, riéndose a carcajadas de chistes infumables y poniéndose de tostadas
con mantequilla hasta las cartolas, que decimos en mi pueblo. Pero el proceso
de cambio llevaría su tiempo.
Poco a poco me acostumbraba a las maneras y costumbres de
mis compañeros. Formaban una mezcla de hombres y mujeres de diferentes edades,
estatus y educación. La mayoría de ellos hablaban lo que podemos denominar Scottish, aquel idioma que les comenté
me sonaba como alemán, no entendía nada de lo que parloteaban. Al menos al
principio. Es un inglés trufado de palabras y frases que no existen de los borders hacia abajo. Si a esto le sumas
el hecho de que cortan muchas de esas palabras y que su pronunciación es áspera
como papel de lija, pues lo que les digo: alemán o ruso, pero no la lengua que
yo había aprendido en los libros de “Peter
and Molly” en el colegio.
Durante los breaks
solíamos buscar un cuarto tranquilo, con sofás y mesita de café. Nos sentábamos
(o tumbarreábamos) a charlar, a echar
risotadas o a simplemente relajarnos, haciendo de aquellos quince minutos
oficiales, veinte, veinticinco o cuarenta. Todo dependía de la presencia de
patrullas de supervisores y la vigilancia desde la torreta de los managers (gracias a Dios no disponían de
ametralladoras).
En estos descansos ellos platicaban y yo ponía oreja.
Mucho más no podía hacer. Trataba de lanzarme a la piscina, participar,
preguntar cualquier tontería. Pero no mucho más. A menudo hablaban de un tipo,
un tal Ken, un chaval que debía de ser el más popular de todo el hospital, tal
vez el más famoso de todo Edimburgo, el rey del mambo pues todo el mundo
hablaba de él. Lo mencionaban mis compañeros, los supervisores, las enfermeras
e incluso algún que otro manager (cuando bajaban de la torreta de vigilancia),
que si Ken esto, que si Ken aquello. Yo ya andaba con la mosca tras la oreja,
no podía ser que existiera el tal Ken y yo no lo conociera. Un señor con esa
popularidad y yo sin saber tan siquiera si es joven o viejo, blanco o negro,
escocés o inglés. ¡Esto no podía continuar así!
Así que un día me armé de valor, y al escuchar a mi
compañero Toby nombrar al gran Ken por segunda vez en la misma frase (ni idea
de lo que hablaba), me lancé a la piscina y pregunté al grupo: “Who is Ken?”. Como respuesta obtuve carcajadas
y miradas lastimeras. Cuando al fin se calmaron y pudieron respirar con
normalidad (alguna casi se atraganta con la tostada de medio kilo de
mantequilla), conseguí oir la respuesta de mi amigo Toby: no existe ningún Ken,
“ken” significa “know” pero en dialecto escocés.
Aquello lo explicaba todo.
Años más tarde viviría una experiencia muy similar, con
otro escocés: Stevie (mi compañero de piso) y mi amiga y anterior flatmate asturiana, Cristina, cuando
tratábamos de acordar una fecha para ver una habitación de alquiler para ella, en
otra casa cuyos propietarios eran conocidos de Stevie. En un momento de la conversación,
el chico le preguntó a Cristina:
− When do you need the
room?
(Que con su cerrado acento escocés sonó algo así como:
“Güen di yi nid di rum?”)
Y claro, Cristina no estaba acostumbrada a la pronunciación
de mi compañero de piso, ante lo cual respondió con otra pregunta:
- Who is Wendy?