La playa es inmensa, kilométrica, de esas que unen pueblitos marineros. Desnuda ante la marea baja exhibe sus encantos. Tan hermosa y tranquila que reta lanzarse a correr al estilo Carros de Fuego, nanára nanáááran, nanára nanáá. La melodía resuena dentro de mi cabeza, fugada del compartimento: Recuerdos de Infancia. Las olas rompen perfectas, como sincronizadas, tal vez animadas por mi banda sonora interior. A punto estoy de aceptar el desafío, sacarme de un zarpazo la camiseta, tirar las chancletas con desprecio, dar una patada a la toalla y saltar hacia delante, emulando el esprint peliculero, revivir aquella tarde dominical en el Colegio de Lecároz, el polideportivo en penumbra, las gradas a rebosar de chavalería, la enorme pantalla mostrando aquellos héroes atléticos vestidos de blanco: nanára nanáááran, nanára nanáá. De repente, un tortazo de realidad me recuerda los andares que muestro descalzo sobre la arena ─como de gaviota embadurnada en petróleo─ tratando de mantener el equilibrio sobre la irregularidad de aquélla, y la música cesa repentinamente, con un quejido del vinilo al salirse la aguja del surco: ñiiijjj.
La bravura de la mar enseña los dientes amenazando resaca.
Demasiados recuerdos lúgubres dándose codazos buscando posición en la memoria. Una
playa cercana, las corrientes, las olas crecientes, la arena retrocediendo bajo
mis pies con aquel sonido sordo y pedregoso, los surfistas a lo lejos, el cielo
gris, el ruego callado, el miedo... Intento no pensar en ello, espantarlo de un
manotazo como si de una avispa se tratara. Sin embargo, extremo la prudencia,
chapoteo de viejo, tocando suelo con las rodillas, con el trasero, con las
manos. Las olas no se rinden, tratan de vencerme, de dominarme, de arrastrarme
hacia dentro. “Esta vez no podréis conmigo, perras”, digo, con la boca pequeña
y el esfínter cerrado.
Mientras toque fondo con varios apoyos estaré a salvo.
Regresa el sol, hijo pródigo. Arrepentido, haciéndose
querer, más feroz que nunca.
Paseo de reconocimiento, gafas de sol negras, actitud
suicida a la par que asesina ─sin camiseta, hombros y nuca expuestos al
crematorio; la loción protectora quedó diluida en el agua, sus componentes
químicos cargándose la biosfera─ sonrío ante la ingenuidad cuando compramos: protección
50, resistente al agua. Falta, junto al mensaje, el emoticono amarillo
de la cara desternillándose; bien quedaría con el fondo azul marino del bote.
Es curioso, a medida que caminas, cómo varía la textura de
la arena, la inclinación del terreno, la temperatura del agua, su claridad, la
cadencia de las olas que rompen a lo largo de la playa eterna. Trampas ocultas
incluidas, donde te juegas la dignidad y los tobillos.
Continúo el paseo, la exploración, el disfrute de las playas
contiguas. Playas hermanadas que, cogidas de la mano, se dejan salpicar por las
olas.
La veo acercarse desde lejos. Una muchacha joven, de esa
edad envidiable que gozan mis sobrinas, cuando todavía no reparan en la
treintena ya amenazante. Cabello rojizo recogido en un moño grueso, cuya
verticalidad se ríe de Newton, de la ley gravitacional y de la maldita manzana.
Camina erguida, zancadas largas. Viste la parte de abajo de un biquini, junto a
una blusa ligera. Descalza, muslos atléticos que tendrían una oportunidad en
Carros de Fuego, adornados ─es un decir─ por sendas caras de perro Boxer de
ojos tristones, pintadas sobre la bronceada piel con tinta azul. La chica
acarrea el equipo completo: sujeta el teléfono móvil ─grande, blanco, fino,
manzanita mordida─ con la mano izquierda, brazo extendido (“el palo selfi es
una ordinariez”, adivino que piensa), mientras en la otra lleva un vaso grande,
de plástico traslúcido, con el logotipo de una popular franquicia; una pajita
larga y retorcida emerge de un batido de color indefinido. Sobre las orejas,
ligeramente inclinados hacia atrás, unos gigantescos cascos inalámbricos a
juego con el celular, de blanco impoluto, que ni el mismísimo Cristiano Ronaldo
subiendo al autobús del Real Madrid. Afronta la pantalla, tras las gafas de cristales
anaranjados, luciendo una sonrisa que grita: “Voy a comerme el metaverso con
patatas”. La argolla abierta que cuelga del centro de su nariz parece secundar
el mantra. La contemplo, ensimismado, pero sin detenerme ni abrir la boca; “Le
falta el logo de Instagram tatuado en la frente”, pienso, malvado. Y tras unos
segundos, la vocecita tocapelotas me susurra: “Quien esté libre de postureo que
arroje la primera piedra”. Y no le falta razón, admito. “¿Acaso no representa
este blog un monumento al ego, disfrazado de amor a juntar letras, señor Jorge
Ariz?”, añade la muy…, concluyendo, peliculera: “No hay más preguntas, Señoría”.
Continúo caminando, sigo observando.
Escuelas de surf por doquier, con banderolas y camisetas de
mil y un colores: azules, verdes, negras, amarillo fosforito. La mayoría
adornan sus ropas o trajes de neopreno con palabras en inglés, el nombre de la
academia. En este mundillo no es lo mismo llamarse Escuela Surfista La Puesta
del Sol, que Surf School Sunset. Dónde vas a parar, de nuevo los hijos
de la Gran Bretaña, y alrededores, nos comieron la toast. Cierto,
también, que las denominaciones tienden a ser más breves en idioma
shakesperiano, y la serigrafía de camisetas cuesta lo suyo; la pela es la pela,
aquí, en Cataluña y en Newquay.
Un arcoíris de aprendices. Niños, adolescentes, jóvenes y
maduritos. El surf no entiende de fechas de nacimiento. Instructores de todo
pelaje: desde uno que parece el doble del gran Patrick Swayze en “Le llaman
Bodhi”; hasta aquel otro con aspecto de australiano entrado en kilos y años,
con sombrero de Cocodrilo Dundee incluido. “Le falta el puñal”, digo en voz
baja.
Sigo paseando, pero me detengo. Algo llama mi atención.
A la altura de la última ola que rompe mansamente hay un
niño quieto, varado como un joven delfín. No tendrá más de diez años. Moreno,
pelo corto. Viste uno de esos neoprenos claustrofóbicos, sentado sobre una
tabla de surf de tamaño enorme. Cabizbajo contempla sus manos, que juguetean
con el agua, que extraen puñados de arena barrosa del fondo. Todo más o menos
normal, con la terrible salvedad de un niño triste sobre una tabla de surf. Otro
peculiar detalle: se halla de espaldas al grupo al que pertenece. Alguna
escuela de surf con ínfulas y nombre rimbombante. Todos los chavales hacen
cabriolas, o lo intentan, ante la mirada y consejos del instructor. El muchacho
no parece herido, salvo en su amor propio, que es la peor de las lesiones.
Queda inmóvil, incluso cesa el movimiento de manos. Contemplarlo duele como si
uno fuera el lesionado. Duele ver a un crío pletórico de energía inmóvil,
encallado, varado como un delfín moribundo.
Está castigado.
Es lo primero que pienso. Este niño está castigado, de
espaldas a la clase. O quizás tan sólo esté enfurruñado. Es demasiado joven
para someterse al cansancio. ¿Existirán castigos en una escuela de surf? ¡Castigado
de espaldas al oleaje, recita cien veces el monólogo iniciático de Bodhi!
El instructor lo ignora. Como si no existiera, como si el chaval
hubiera naufragado en solitario en una isla perdida. Atiende al resto del
grupo, chicos, chicas con cara de concentración, atentos a sus gestos y
explicaciones, mientras chapotean a horcajadas sobre sus tablas. Expresiones
ceñudas que enseguida quiebran ante la fuerza de la risa.
Aquí no acaba la historia.
Una mujer aparece de la nada. Entra dentro del agua que
salpica sus rodillas. Rondará los cuarenta y pocos. Cabello rubio, largo, viste
pantalón corto de tonalidad verdosa y camiseta de tirantes amarilla. Cubre sus
ojos con unas gafas negras tamaño XXL. Se dirige al entrenador, que se gira
ante unas palabras que él oye y a mí el rugir del mar arrebata. No hace aspavientos,
pero mueve claramente los brazos en actitud de reproche; no grita, pero me
queda claro que se refiere al niño delfín. Es la madre, pienso. Es la mamá de
la criatura. Sin poder evitarlo, mis dos yoes se enzarzan en la sempiterna
lucha: uno de ellos dice: ”Ya entró en escena la motomami moderna, la porqueyolovalgo
metiéndose donde no la llaman, interfiriendo en el trabajo de un profesional.
Algo habrá hecho el mocete para quedar apartado del grupo. ¡Pobre hombre, la
que le espera después, en el mundo virtual! ¿Existirán los grupos Guasap
de Mamis y Papis surferos?”. Mi otro yo sale en defensa de la joven madre loba
que contempla su cachorro triste y humillado, y grita: “¡Yo por mi hijo,
maaa-toooo!”. Como poseído por el espíritu de otro personaje: la protagonista
de “Le llaman Esthi, Princesa del Pueblo”. Y les juro, por Snoopy, que no veo
ese tipo de programas de serigrafía rosácea con ribetes amarillos.
¡Qué difícil ser padres! Todo mi respeto.