domingo, 11 de junio de 2017

F90 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (X) (2-3 de junio 2017)


Carreras, gente llorando, móviles en mano. Se busca vuelo a alguna parte. Bristol, Cardiff, Londres, previo paso por Madrid, Barcelona, Santander. Pero nos hallamos todos todavía en Bilbao, en Loiu. Una auténtica locura, un despropósito. Busco un lugar más tranquilo, donde poder sentarme y pensar. La cabeza me da vueltas, el sudor comienza a empapar la segunda camiseta del día. El móvil resbala, en mis temblorosos dedos. Investigo, visito páginas de otras compañías aéreas. Los precios ocupan el lugar de nuestro desaparecido avión, allá por las nubes. Las combinaciones son quijotescas. A todo ello le sumo el pequeño detalle de la ausencia del mágico ticket en mi bolsillo, algo que parecía una gran desgracia va tornando en algo afortunado: ¿Cómo reclamas un dinero gastado en una entrada de fútbol, tal vez adquirida previamente en la reventa?

Razones climatológicas, dicen los encargados de darnos la patada en el aeropuerto. Son las amables azafatas que tratan, cada vez con mayor dificultad, de permanecer en estado de amabilidad. Algunos, a este lado del mostrador, no ayudan en tal empresa. Una excusa como otra cualquiera. Todos podemos contemplar el resto de aeronaves, en su constante trasiego por las mojadas pistas. Tal vez algo más lento, todo el proceso, pero no se aprecian grandes dificultades debido a la ligera lluvia y la poco espesa niebla. Y en Londres tampoco.

Mi mente novelesca, siempre conspirativa, me susurra otra verdad oculta: han cancelado varios vuelos a propósito. Algún tipo, con poder suficiente, ha pulsado el botón rojo de pánico. Cardiff está petao, como dicen ahora los chavales. No cabe ni un alma más. Ha sido invadida por hordas madridistas y juventinas. Muchísima gente se ha acercado a la aventura, sin entradas, sin alojamiento, al igual que yo mismo pretendía hacer. Alguien ha dicho basta. Esto se cierra o nos vamos a caer todos al mar. Estos locos italo-españoles van a arrasar nuestra pequeña ciudad. Dormirán en bancos, aceras y parques. Como filibusteros, apestando a vino y a ajo. Formarán marabuntas, imposibles de controlar. Y nosotros con un nivel 5 de alerta contra los malos. Nada, anulamos un vuelo por aquí, otro por allá, y así se descongestiona el asunto y ya afrontaremos devoluciones y compensaciones más adelante. Todo esto me dice mi cabeza calenturienta. Todo esto es fruto de una mala elección, por escoger, para un evento de tal magnitud, una Lego-ciudad, una ciudad de Monopoly, con cuatro hoteles, una pensión y medio bed-and-breakfast.

Al día siguiente, nos acostaríamos con las terribles noticias de Londres. Los malos se dedicaron, la noche del partido, a hacer sus cosas de malos. Acuchillando juventud, fiesta y esperanza.

El cansancio va conquistando mi cuerpo, parcela a parcela, brazos pesados, piernas adormecidas, cabeza embotada, ojos semi-cerrados. Poco a poco voy asumiendo que la aventura toca a su fin. No ha podido ser. La ilusión cayó derrotada ante el azar. Como dicen en mi pueblo, lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible.

Tras una ducha templada, me tumbo boca arriba en la enorme cama del hotel, fría, vacía de alma. Una cama que me recuerda a otras, que fueron cálidas, amables, amigas. La habitación está en penumbra, y como si de una mala novela se tratara, la noche ha tornado acoplándose a mi estado de ánimo. La tormenta quiebra el cielo bilbaíno. El estruendo hace temblar la ventana, que da a la parte trasera, la cual ofrece una fea vista de otras fachadas y de oscuros y sucios patios interiores. Es un  bombardeo inofensivo, sin víctimas. Los relámpagos entran en el cuarto, sin invitación previa, iluminando por un breve instante los bordes de la cama, la mesa, la televisión, el armario empotrado, la puerta del baño. Un rápido fogonazo que despierta las sombras, creando figuras fantasmagóricas en la desangelada habitación. Regreso a la infancia, cuando corría asustado, tras una pesadilla, al confort del lecho de mi hermana mayor, a su protección que yo creía indestructible y eterna.

El choque futbolístico lo contemplé en el barrio, entre amigos, a través del milagroso plasma, al igual que a nuestro querido Presidente de eso que llaman Gobierno. Tras una breve incertidumbre, y dos nervios y medio, en la primera mitad, todo transcurrió con una facilidad asombrosa. El Madrid estaba crecido, desbordado como el río Nervión la noche anterior. Los italianos eran meros bolos, situados en el césped para ser esquivados en un entrenamiento. 1-4, otro resultado cruel, otro castigo excesivo, fruto de la sed de gloria de un equipo inmisericorde. Un equipo que no hace prisioneros.  Un equipo que, como alguien dijo, no juega finales, las gana. Un equipo que ha logrado doce copas de Europa, las seis primeras en el blanco y negro del Nodo, las seis posteriores en telefunken-pal-color.

Siento cierta lástima por la Juventus, una vecchia signora a la que le tiemblan las piernas en una gran final. Perdedora ya de unas cuantas, a lo largo de los últimos años. Como aquella de 1998, en el Amsterdam Arena, cuando Mijatovic nos devolvió la gloria con su golazo en el minuto 67, apoderándose de la séptima Orejona. Lástima por el bueno de Buffon. Un porterazo y un caballero, dentro y fuera del campo, que merecía ese trofeo. Que merecería incluso el Balón de Oro, por su impresionante carrera bloqueando balones entre los tres palos. Un Buffon amigo de nuestro gran Iker Casillas, éste maltratado y echado por la puerta de atrás en tiempos del infame portugués que secuestró a mi Madrid del alma.

Doce Copas de Europa, Doce.

¡Cómo no te voy a querer!
¡Cómo no te voy a querer!
¡Si ganaste la Copa de Europa,
 por duodécima vez!

Ya recogido en casa, tras la tranquila celebración, sentado en mi pequeña y cálida cama, rescato la vieja foto de mi bolsillo. Contemplo a aquel chaval, de rubio flequillo, que sonríe a la cámara, tras unas negras gafas de sol, con su bufanda madridista al cuello, sabedor de que va a presenciar la final en el estadio de Glasgow. Un chaval, cuya mirada ingenua le abriría muchas puertas, un chaval que ignora, todavía, que será feliz en esas mágicas tierras durante otros doce años de su vida. ¿Doce? ¿He escrito Doce?… debe de ser el subconsciente, que no deja que olvide tal cifra.

Los ídolos nacen y se consolidan en la infancia. Nunca mueren. Todos los que llegan detrás son burdas copias de aquellos que nos hicieron soñar cuando éramos críos, son meros usurpadores que tratan de ocupar el pedestal que llevamos en nuestros corazones, sin demasiado éxito.

Mi ídolo propio, antiguo y omnipresente, fue, y sigue siendo, Carlos Alonso González “Santillana”. El eterno nueve. El delantero centro de manual. Un tipo capaz de saltar, para rematar de cabeza, situando sus piernas a la altura del hombro del rival, sostenerse en el aire, pedir un café, tomárselo, y entonces girar su poderoso cuello, dando un testarazo al cuero e incrustarlo por la escuadra de la portería contraria, aterrizando a continuación suavemente sobre el césped, para correr al corner a celebrarlo junto a Juanito, Cunningham, Stilike y compañía. Un eterno nueve, de cuero negro, que mi madre, con la infinita paciencia que concede el cariño, cosió en mi recién estrenada camiseta blanca, de algodón y manga larga, al igual que aquel escudo, con su corona roja y dorada y su franja añil, en mi pequeño uniforme madridista. Uniforme que defendería con orgullo, honor y pasión, jugándome las espinillas y la cabeza, frente a los brutos de mis amigos, en la vieja explanada de tierra dura, junto a la cope, en mi viejo pueblo, en otro mundo, en otra vida.

No pudo ser. No pude alcanzar Cardiff, mi renovada Lisboa. Mas peor experiencia sufrió un aficionado de la Juve, que tomó un avión desde su bella Italia y se plantó en el estadio Ramón de Carranza −de segunda división y aforo para tan sólo 23.000 espectadores−, con la loable intención de ser testigo presencial del enfrentamiento entre su amada Juve y el temido coloso merengue. Al darse cuenta de su terrible error geográfico, dijo entre risas: “Me acordaré siempre: Cardiff no es Cádiz”. Dicho lo cual, se fue de parranda por Caíh.




lunes, 5 de junio de 2017

F89 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (IX) (2 de junio 2017)

     Llegó el ansiado fin de semana, tras días eternos de fría espera. Trabajando duro a base de madrugones y músculos doloridos, pero con una sonrisa torcida en el rostro, fruto del emotivo aliciente: ¡Nos vamos a Cardiff! Es increíble el poder de la ilusión. Las cajas pesan menos, el jefe parece más simpático, incluso la borde de turno exhibe un aura luminosa cada madrugada, como si, de repente, hubiera hecho un pacto con su ángel bondadoso particular.

     Mi estudiado plan es de una compleja sencillez. Nada puede fallar. Todo saldrá bien. Viernes noche, vuelo desde Bilbao a Londres Stansted, a las dos de la madrugada autobús a otro de los aeropuertos metropolitanos, Heathrow. Paso el resto de la noche entre sus gélidas paredes y subo al primer tren de la mañana del sábado, que en otras tres horas me dejará en Cardiff. La ciudad anhelada. Mi renovada Lisboa. El retorno dominical, tras el partido y la noche de cánticos o lloros,  de idéntica manera pero a la inversa. Es un plan perfecto. Salvo un pequeño detalle, o dos, sin importancia: no dispongo de entrada, ese escondido tesoro, ni de alojamiento. Pero, ¿quién dijo miedo?

     Una bolsa de fina lona a la espalda. Una muda, unos bocatas. El cargador del móvil con su adaptador británico. Un mínimo kit de supervivencia. Me aseguro de llevar mis amuletos madridistas, repartidos entre los numerosos bolsillos: la preciada entrada para la final de París 2000 (regalo de mi hermano); el casi desvaído llavero formado de un pequeño balón, una bota y el escudo, recuerdo de mi presencia en el Bernabéu cuando el bueno de Valdano, en 1995, devolvió al Real Madrid a “su lugar en la Historia”, endosando un 5-0 al Barcelona, la manita, con gol incluido de un tal Luis Enrique…; una pequeña fotografía de Glasgow 2002; y por supuesto, una pulserita añil adquirida en aquella ciudad melancólica y bulliciosa que robó mi corazón, Lisboa 2014. Nada podía fallar.

     Sin embargo, la realidad, el destino, la fortuna, los dioses, pongan ustedes el sujeto que gusten en la frase, tienen su propia manera de jugar las cartas. Aquel que maneja los hilos de todo este tinglado, mira hacia abajo, o hacia arriba (uno ya muestra serias dudas, con la que está cayendo), te observa, te estudia, se frota las manos y dice: “Mira ese pringao. Presumiendo. Ufano de sí mismo. Publicando fotografías. Escribiendo sus basuras. Colocándose tapones de corcho en los oídos, para que no se desborde su rebosante ego. Nos vemos en Cardiff. Nos vemos en Cardiff”. Da un puñetazo en la mesa terrenal, haciendo vibrar toda su superficie sólida y líquida. Provocando, incluso, un pequeño tsunami en Honolulú, sin graves consecuencias. Y todo tu estudiado plan se va al carajo.

     Todo comenzó torcido.

   Loiu, aeropuerto de Bilbao. Viernes, 19,45 horas. La tarde-noche se muestra desapacible, a cara de perro, una niebla ligera, acompañada del característico sirimiri, envuelve a los aviones que, incansables, despegan y aterrizan inmunes a la adversa climatología. Mi vuelo a la City parte a las diez de la noche. Tiempo para repartir y regalar. Me aproximo a una de las pequeñas pantallas, para cerciorarme de que todo va bien, guiado por un extraño presentimiento, que surge de mi interior y alcanza la superficie de toda mi piel, el cual trato de alejar de mi mente: “Jorge, no me seas agonías”.

               London Stansted: retrasado: tiempo estimado 20 minutos.

     Leo el mensaje y lo sé. El futuro más inmediato. De repente. Nítido y claro, en mi mente. Es como si alguien me lo estuviera susurrando al oído. Como si el tipo que mueve los hilos me tocara con los dedos en el hombro, y al volverme lo contemplara, con su otra poderosa mano sobre la boca, tratando de contener las carcajadas: ¿Adonde dices que vas a volar tú, monigote?

     Aprovecho el momento para cambiarme la camiseta, empapada de la primera ansiedad, asearme un poco, estirar las adormecidas piernas. Tratar de relajarme. Observo el ajetreo del lugar. Siempre me encantó pararme a contemplar la gente que trasiega por los aeropuertos. Tan diferentes, tan idénticos. Prisas, abrazos, sonrisas, libros, lágrimas, filas, maletas, lloros de bebés… vida. Me acerco de nuevo a la pantalla que decidirá mi destino, nunca mejor dicho. Elijo una diferente, más grande, más chula, más amable a mis supersticiosos ojos.

               London Stansted: retrasado: tiempo estimado 1 hora, 10 minutos.

     Un muro de malos recuerdos se derrumba ante mí. Aplastándome con sus zafios y burdos ladrillos. Asfixiándome. Otro vuelo. Otro año. La misma compañía. Quince pasajeros, obligados a abandonarlo. Sin razón aparente, sin razonable explicación. Truncando la primera Navidad que planeaba disfrutar con mis seres queridos, tras años de estancia en Edimburgo. “Jorge, no te emparanoies”, me digo, con la fe mostrando el piloto rojo de entrada en Reserva.

    Busco una mesa tranquila, previo paso por el mostrador de una de esas cafeterías extrañas. Cafeterías guiris, en suelo patrio (todavía), donde amables camareros preparan el oscuro y caliente brebaje, a nuestra manera. Olvidándose de reglas y maneras usadas en los países anfitriones de sus denominaciones. Apoyo la bandeja sobre la impoluta superficie. Café americano, con un poco de leche aparte, acompañado de una gigantesca muffin (la magdalena de toda la vida), mandando a paseo la estricta dieta que ha sido mi sombra durante semanas. Echando en falta, como un yonki en pleno mono, un libro, siempre mi fiel escudero. Dejado atrás, sobre la colcha de la cama, debido a mi obsesiva restricción de objetos en la minúscula mochila.

                                       London Stansted: CANCELADO.

     La odiosa palabra, en rojo, ríe en tres idiomas (español, inglés, euskera), con su odiosa intermitencia, eco de las odiosas carcajadas del tipo loco que mueve los hilos de todo este tinglado:

     CANCELADO PRINGADO CANCELADO PRINGADO CANCELADO...

    Sorpresa, presentimiento confirmado, incredulidad, frustración… cansancio repentino. Filas, más filas. Amables azafatas de tierra que tratan de seguir siéndolo. Preguntas lanzadas al aire, sin dirección, sin destino, sin respuesta. Nadie sabe nada. Todos desconocen todo. ¿Vuelo, qué vuelo? ¿De qué me habla usted? Pozo vacío, escabroso barranco, nubloso acantilado. Carretera desierta. Palabras etéreas. Sueños secuestrados. Celestiales y prometedoras Entradas, llenas de emborronados números y letras. Amargas lágrimas. Almas sin tierra. Almas sin cielo

     Tan lejos de ti, equipo de mi infancia, tan cerca. Revientas en mi interior, te alejas, te alejas…

    ¡Cómo no te voy a querer!
    ¡Cómo no te voy a querer!



Continuará…