Carreras, gente llorando, móviles en mano. Se busca vuelo a alguna parte.
Bristol, Cardiff, Londres, previo paso por Madrid, Barcelona, Santander. Pero
nos hallamos todos todavía en Bilbao, en Loiu. Una auténtica locura, un
despropósito. Busco un lugar más tranquilo, donde poder sentarme y pensar. La
cabeza me da vueltas, el sudor comienza a empapar la segunda camiseta del día.
El móvil resbala, en mis temblorosos dedos. Investigo, visito páginas de otras
compañías aéreas. Los precios ocupan el lugar de nuestro desaparecido avión,
allá por las nubes. Las combinaciones son quijotescas. A todo ello le sumo el
pequeño detalle de la ausencia del mágico ticket
en mi bolsillo, algo que parecía una gran desgracia va tornando en algo
afortunado: ¿Cómo reclamas un dinero gastado en una entrada de fútbol, tal vez
adquirida previamente en la reventa?
Razones climatológicas, dicen los encargados de darnos la patada en el
aeropuerto. Son las amables azafatas que tratan, cada vez con mayor dificultad,
de permanecer en estado de amabilidad. Algunos, a este lado del mostrador, no
ayudan en tal empresa. Una excusa como otra cualquiera. Todos podemos
contemplar el resto de aeronaves, en su constante trasiego por las mojadas
pistas. Tal vez algo más lento, todo el proceso, pero no se aprecian grandes
dificultades debido a la ligera lluvia y la poco espesa niebla. Y en Londres
tampoco.
Mi mente novelesca, siempre conspirativa, me susurra otra verdad oculta:
han cancelado varios vuelos a propósito. Algún tipo, con poder suficiente, ha pulsado
el botón rojo de pánico. Cardiff está petao,
como dicen ahora los chavales. No cabe ni un alma más. Ha sido invadida por hordas
madridistas y juventinas. Muchísima gente se ha acercado a la aventura, sin
entradas, sin alojamiento, al igual que yo mismo pretendía hacer. Alguien ha
dicho basta. Esto se cierra o nos vamos a caer todos al mar. Estos locos italo-españoles
van a arrasar nuestra pequeña ciudad. Dormirán en bancos, aceras y parques.
Como filibusteros, apestando a vino y a ajo. Formarán marabuntas, imposibles de
controlar. Y nosotros con un nivel 5 de alerta contra los malos. Nada, anulamos
un vuelo por aquí, otro por allá, y así se descongestiona el asunto y ya
afrontaremos devoluciones y compensaciones más adelante. Todo esto me dice mi
cabeza calenturienta. Todo esto es fruto de una mala elección, por escoger,
para un evento de tal magnitud, una Lego-ciudad, una ciudad de Monopoly, con
cuatro hoteles, una pensión y medio bed-and-breakfast.
Al día siguiente, nos acostaríamos con las terribles noticias de Londres.
Los malos se dedicaron, la noche del partido, a hacer sus cosas de malos.
Acuchillando juventud, fiesta y esperanza.
El cansancio va conquistando mi cuerpo, parcela a parcela, brazos pesados,
piernas adormecidas, cabeza embotada, ojos semi-cerrados. Poco a poco voy
asumiendo que la aventura toca a su fin. No ha podido ser. La ilusión cayó
derrotada ante el azar. Como dicen en mi pueblo, lo que no puede ser, no puede
ser, y además, es imposible.
Tras una ducha templada, me tumbo boca arriba en la enorme cama del hotel,
fría, vacía de alma. Una cama que me recuerda a otras, que fueron cálidas,
amables, amigas. La habitación está en penumbra, y como si de una mala novela
se tratara, la noche ha tornado acoplándose a mi estado de ánimo. La tormenta
quiebra el cielo bilbaíno. El estruendo hace temblar la ventana, que da a la
parte trasera, la cual ofrece una fea vista de otras fachadas y de oscuros y sucios
patios interiores. Es un bombardeo
inofensivo, sin víctimas. Los relámpagos entran en el cuarto, sin invitación
previa, iluminando por un breve instante los bordes de la cama, la mesa, la
televisión, el armario empotrado, la puerta del baño. Un rápido fogonazo que
despierta las sombras, creando figuras fantasmagóricas en la desangelada
habitación. Regreso a la infancia, cuando corría asustado, tras una pesadilla,
al confort del lecho de mi hermana mayor, a su protección que yo creía
indestructible y eterna.
El choque futbolístico lo contemplé en el barrio, entre amigos, a través
del milagroso plasma, al igual que a nuestro querido Presidente de eso que
llaman Gobierno. Tras una breve incertidumbre, y dos nervios y medio, en la
primera mitad, todo transcurrió con una facilidad asombrosa. El Madrid estaba
crecido, desbordado como el río Nervión la noche anterior. Los italianos eran
meros bolos, situados en el césped para ser esquivados en un entrenamiento.
1-4, otro resultado cruel, otro castigo excesivo, fruto de la sed de gloria de
un equipo inmisericorde. Un equipo que no hace prisioneros. Un equipo que, como alguien dijo, no juega
finales, las gana. Un equipo que ha logrado doce copas de Europa, las seis
primeras en el blanco y negro del Nodo, las seis posteriores en telefunken-pal-color.
Siento cierta lástima por la Juventus, una vecchia signora a la que le tiemblan las piernas en una gran final.
Perdedora ya de unas cuantas, a lo largo de los últimos años. Como aquella de
1998, en el Amsterdam Arena, cuando Mijatovic nos devolvió la gloria con su
golazo en el minuto 67, apoderándose de la séptima Orejona. Lástima por el
bueno de Buffon. Un porterazo y un caballero, dentro y fuera del campo, que
merecía ese trofeo. Que merecería incluso el Balón de Oro, por su impresionante
carrera bloqueando balones entre los tres palos. Un Buffon amigo de nuestro
gran Iker Casillas, éste maltratado y echado por la puerta de atrás en tiempos
del infame portugués que secuestró a mi Madrid del alma.
Doce Copas de Europa, Doce.
¡Cómo no te voy a querer!
¡Cómo no te voy a querer!
¡Si ganaste la Copa de
Europa,
por duodécima vez!
Ya recogido en casa, tras la tranquila celebración, sentado en mi pequeña y
cálida cama, rescato la vieja foto de mi bolsillo. Contemplo a aquel chaval, de
rubio flequillo, que sonríe a la cámara, tras unas negras gafas de sol, con su
bufanda madridista al cuello, sabedor de que va a presenciar la final en el
estadio de Glasgow. Un chaval, cuya mirada ingenua le abriría muchas puertas,
un chaval que ignora, todavía, que será feliz en esas mágicas tierras durante
otros doce años de su vida. ¿Doce? ¿He escrito Doce?… debe de ser el
subconsciente, que no deja que olvide tal cifra.
Los ídolos nacen y se consolidan en la infancia. Nunca mueren. Todos los
que llegan detrás son burdas copias de aquellos que nos hicieron soñar cuando éramos
críos, son meros usurpadores que tratan de ocupar el pedestal que llevamos en
nuestros corazones, sin demasiado éxito.
Mi ídolo propio, antiguo y omnipresente, fue, y sigue siendo, Carlos Alonso
González “Santillana”. El eterno nueve. El delantero centro de manual. Un tipo
capaz de saltar, para rematar de cabeza, situando sus piernas a la altura del
hombro del rival, sostenerse en el aire, pedir un café, tomárselo, y entonces
girar su poderoso cuello, dando un testarazo al cuero e incrustarlo por la
escuadra de la portería contraria, aterrizando a continuación suavemente sobre
el césped, para correr al corner a
celebrarlo junto a Juanito, Cunningham, Stilike y compañía. Un eterno nueve, de
cuero negro, que mi madre, con la infinita paciencia que concede el cariño,
cosió en mi recién estrenada camiseta blanca, de algodón y manga larga, al
igual que aquel escudo, con su corona roja y dorada y su franja añil, en mi
pequeño uniforme madridista. Uniforme que defendería con orgullo, honor y
pasión, jugándome las espinillas y la cabeza, frente a los brutos de mis
amigos, en la vieja explanada de tierra dura, junto a la cope, en mi viejo pueblo, en otro mundo, en otra vida.
No pudo ser. No pude alcanzar Cardiff, mi renovada Lisboa. Mas peor
experiencia sufrió un aficionado de la Juve, que tomó un avión desde su bella
Italia y se plantó en el estadio Ramón de Carranza −de segunda división y aforo
para tan sólo 23.000 espectadores−, con la loable intención de ser testigo
presencial del enfrentamiento entre su amada Juve y el temido coloso merengue.
Al darse cuenta de su terrible error geográfico, dijo entre risas: “Me acordaré
siempre: Cardiff no es Cádiz”. Dicho lo cual, se fue de parranda por Caíh.