sábado, 18 de mayo de 2024

F184 - El puente del amor eterno, (Bruselas IX)

 

Las anécdotas son enloquecidas golondrinas que revolotean a mi alrededor. Se persiguen unas a otras, como si de un juego se tratara; regresan al nido bajo el alero, donde recobran el aliento durante un segundo, y saltan otra vez al vacío, sin temor, disfrutando de su capacidad planeadora. Incansables. No seré yo quien las encierre en la jaula de la cronología. Poniéndolo en cristiano: relato aquello que me llega a la mente, restando importancia a si ocurrió el primer día, el segundo o el cuarto.

Siempre soñé conocer Brujas.

Desde hace décadas, desde mi estancia en Edimburgo, algo poderoso encerraba su nombre, Brujas. Veía fotografías, reportajes en la televisión, publicidad por internet. “¡Algún día llevaré a mi chica allí!”. Me decía, una y otra vez, ensimismado con aquella ciudad de postal navideña, de cuento de hadas, con sus calles adoquinadas, sus casas y puentecitos de piedra, sus coquetas iglesias de estética medieval. Me veía yo, nos veía, cabalgando sobre una yegua blanca, briosa y noble. Espada en ristre, mi chica sentada sobre la grupa, a la antigua usanza, sus piernas juntas sobre el lomo izquierdo de la bestia, agarrada a mi poderosa cintura…

¡Jorge, despierta!

En fin, que tocaba excursión a Brujas.

Paseos, un café expreso a precio de barril de petróleo árabe en tiempos de crisis (sudores fríos sólo pensar en un capuchino), iglesias, fotos tiradas al tuntún, callejuelas abarrotadas, un bocata aquí, una jarra de cerveza helada allá, otro gofre del demonio acullá, más fotos. Lo que viene a ser tiempo de asueto en población extranjera. Camino contemplando sus canales, Ámsterdam acude raudo al pensamiento, otra casilla en mi lista que no logré tiquear durante la etapa escocesa. Algún día, me digo. Lucen apacibles los canales, con esas barcazas abarrotadas de gente, que surcan sus tranquilas aguas. Mi imaginación abre su puerta −ñiiiiiiiic, suena− en busca de cocodrilos al acecho, ojos amarillentos que asoman sobre la superficie del agua; cierro de un portazo. No es el momento. Ahora no. Observa, entrecierra los ojos, disfruta bajo el sol, escucha el murmullo del agua, las voces lejanas, las risas infantiles, sueña, vive… me digo en silencio.

Decido embarcar en uno de esos botes, evocando Praga, allá en otra vida (soy consciente de repetir esta expresión, así lo siento). Aunque en aquella ocasión se trató de un ferry pequeño. Elijo al azar, guiado por el instinto −de nuevo, la voz interior−, sin pensarlo demasiado, entre tres o cuatro barcos que ofrecen tour turístico. Rechazo el primero, no me atrae la zona donde se haya amarrado, tampoco me gusta la gente de la fila. Cosas mías, o de la voz. Camino unos minutos más y veo el que será mi bote, mi barco, mi velero, mi navío, mi galeón pirata... Bueno, tampoco nos vengamos arriba. Es una especie de patera raquítica, donde caben una treintena de personas, sentadas entre el centro y ambos bordes.

La operación de embarque tiene su aquel. Nunca imaginé la dificultad implicada. El sujeto al mando, a quién luego presentaré, nos va distribuyendo a babor, estribor y centro. Calcula a ojo, pesos, actitud, y dimensiones. Es un joven viejo lobo de mar dulce. Se las sabe todas. Nos divide después de una rápida ojeada, profesional, discreta a la par que profunda. Vamos, que nos hace una radiografía sin peligro radiactivo. Un crack, el piloto. Al mismo tiempo, recuerda a todos las normas básicas, tan básicas que de no comprenderlas deberías esperar sentado en el muelle, cual Penélope, las piernas colgando, mientras echas miguitas de pan a los peces. “Subid despacio, sin miedo, sentaros de inmediato donde yo indique. Bajo ningún concepto os pongáis de pie durante la travesía, sobre todo, muy importante, cuando atravesemos el Puente Bajo”.

Se llama Paolo, dice ser autóctono, pero con tal nombre yo lo imagino italiano. Un gondolero caído en desgracia, quizás por tener un tórrido encuentro con una cliente, esposa de un acaudalado hombre de negocios turbios, cuñado del primo hermano de un capo de la Camorra napolitana venido a menos. Un timonel huido  de su añorada isla natal, Burano, hermosa a la par que diminuta para esconderse. “La góndola o la vida. Tú eliges”, le dijeron aquellos tipos con cara de decirlo en serio. Enamorado hasta las amígdalas de su Góndola verde y dorada, eligió la vida. ¡Soy romántico, no gilipollas!, dice enfadado cuando le sacan el tema.

Paolo luce cabello azabache que caracolea, sus grandes ojos un mero reflejo; viste una camisola blanca lavada con Ariel, calza un sombrero ancho incapaz de poner bajo orden aquellos rizos indómitos, un fular fucsia protege su cuello de la brisa traicionera y de miradas indiscretas que buscan edades y currículum. Paolo es un tipo dicharachero. Está claro, me digo, este de belga tiene lo que yo de noruego. Vacila a unas y  otros, según vamos subiendo al bote. No hace ascos a nada. Domina tres idiomas, dice. Inglés, alemán, y por supuesto neerlandés. El italiano se lo calla, para no dar pistas (nunca se sabe dónde puede aparecer un Corleone aburrido). Cuando muestras tu tique, él hace la radiografía consabida y te pregunta: ¿inglés? ¿alemán? Para, mentalmente, trazar el croquis de su barca. Cuántos minutos ha de parlotear en cada idioma y dirigiéndose a qué zona.

Distraído con tanto detalle, no capto el significado de su pregunta cuando llega mi turno:

−¿Inglés?

−No, español −respondo.

−Amigo, me temo que hasta ahí no llego – dice entre risas.

Como toda la conversación fluye en el idioma del viejo Shakespeare me coloca en el sector correspondiente de su chalupa romántica.

El trayecto es placentero. Paolo se gana por goleada a todos y cada uno de los pasajeros. En el trío de lenguas. Salta de una a otra como si presionara la tecla correspondiente, como si hubiera nacido de tres madres distintas, al mismo tiempo. Un intérprete haciendo malabares. Un genio del parloteo. Ríe, dispara chascarrillos, comenta curiosidades (“miren a babor, a ese lado no, al otro, allí arriba se encuentra la ventana más estrecha de toda Bélgica, probablemente de toda Europa; allá, en la esquina, la casa amarilla, donde vivía una familia más rica, en aquella época, que Ángela Channing; a este otro lado, tres ventanas tapiadas, como simbólica protesta al añejo impuesto por ventana”).

Delante de mí, una pareja española. Al borde de una adolescencia tardía. Ella, radiante de puro joven −te haces mayor, Jorge− encandilada busca un arrumaco. Él, que parece no darse cuenta, contempla embobado las malditas ventanas. La muchacha lo mira como a un hombre le gustaría ser mirado. El mozo, serio, de ojos cansados anclados en el vacío, ignora su fortuna. Ninguno de los dos habla inglés. Van a lo suyo, satélites distraídos. Esas cosas se notan. Al menos yo las noto (fueron más de trece años en la  Bonnie Scotland). Él, torpe, a punto de levantarse bajo uno de los puentes, desiste tras la sonrisa severa del patrón. Confirmado, ni papa de lengua inglesa.

La barcaza, ya próxima al final del recorrido, dará la vuelta y navegará el canal en sentido contrario hasta alcanzar otro de los muelles, explica Paolo idioma tras idioma.

−¡Atentos! −dice. Su cara refleja una mezcla de emoción, sorna y hastío− Vamos a pasar por debajo del Puente del Amor Eterno. Cuenta la leyenda que, si una pareja se besa bajo su arco mágico, el amor que los une jamás perecerá.

Sonrío triste vislumbrando a Erika junto a mí, imaginando el abrazo de Marina (mientras besa mi mano), quizás añorando la mirada de Ella. Doy gracias por las gafas negras, anchas, de patilla extendida, cobijo de unos ojos húmedos víctimas de absurdas ensoñaciones. “¿Por qué no veré putos molinos, como Don Quijote?”, maldigo para mí mismo.

La pareja española no se besa. Ni de verdad, ni de mentirijillas. Conversa en voz baja, que si el coche alquilado, que si la tarjeta de trasporte, que si la excursión a Gante. Que si los bocatas de atún. La pareja no se besa y mi alma muere de pena.

−Dios da pan a quien no tiene idiomas −digo, casi en voz alta.


(Brujas, 2024)


                                         

(Praga, 2006)



domingo, 12 de mayo de 2024

F183 - Guerrilla psicológica, (Bruselas VIII)

 

Nunca fui de llevarme cosas de los hoteles. Me parece una cutrez. Echar al saco algún jaboncillo o botecito de gel tamaño vuelo Rallaner , o sobrecito de champú, o cepillito de dientes que jamás de los jamases utilizarás, o el peinecito absurdo, … es aceptable. Pero levantarte toallas, ceniceros (cuando existían), albornoces, vajilla, cojines, cuadros, televisores planos en el fondillo de la maleta… ya es demasiado. Nunca lo entendí. Siempre lo achaqué al morbo, o al exhibicionismo para fardar entre expoliadores como si comparasen cicatrices de guerra: mira, esta taza la mangué en el Palace en el 95; ¿has visto la Samsung 55 pulgadas que birlé de la habitación Paradise en el Caledonia allá por el 2006? Un sin sentido.

Lo que nunca había encontrado es lo inverso. Me explico. Que el hotel “te robe” a ti. Una exageración, lo sé. Sin embargo, mi última experiencia me lleva a pensar en complots contra mi persona o quizás pura y simple venganza. La chica de la recepción me la tiene jurada desde el pequeño incidente con la caja fuerte de mentirijillas. No se lo tomó bien. Lo noto. Cada vez que bajo a desayunar me echa miradas de soslayo cargadas de radiactividad. “Ojalá se corte la leche de los cereales y vayas directo al baño”. Parece pensar, con aquellos lindos y peligrosos ojos azules. ¡Yo tan sólo quería ser amable, darle conversación! Pero cuando me pongo nervioso (esa voz dulce por teléfono) no logro filtrar el contenido que brota desde las profundidades del cerebro hacia mi boca.

Primero fue una toalla desaparecida. Todo un misterio. Nada más producirse el episodio de la cutre caja, a mi regreso. ¡Zas! Desapareció la toalla de manos. Busqué y busqué y busqué, sin éxito. No lo podía creer. Tentado estuve de llamar a Iker Jiménez. Bajé a la recepción.

−Disculpa, no hay toalla pequeña en mi habitación.

−Buenos días −dice, tirando con bala.

−Buenos días −me tiembla la voz −no tengo toalla pequeña.

−…

−Mmm −miro el cuadro que tiene detrás, amapolas en jarrón chino. Su mirada me hace una radiografía y una resonancia magnética por el mismo precio.

−De acuerdo, se lo comentaré al personal de habitaciones.

−Gracias, muy amable.

Vi cómo, desganada, garabateaba algo sobre una tarjeta. No en un bloc con el membrete del hotel, no en una libreta de tapa brillante, ni siquiera en el ordenador. Una mísera tarjeta arrugada que (estoy seguro) irá directa a la papelera, hecha un gurruño, en cuanto le de la espalda. ¡Me la tiene jurada!

En los hoteles de alto copetín son muy suyos. Aborrecen que les llamen la atención, que reclames algo, por muy educado que te muestres, por mucha sonrisa profidén que exhiban.

Por la noche, la toalla sigue desaparecida en combate. Carezco de fuerzas para reclamación alguna, estoy reventado cual recluta de infantería. Esto del turisteo dominguero debería remunerarse. Decido concederme una larga ducha y al amanecer volveremos a las trincheras.

Voy a acostarme, pongo un rato la televisión. Debo hacer oído con el neerlandés, el alemán o flamenco. Ni idea de cual usan los personajes de la serie en el único canal disponible. Hablan raro, pero les voy  cogiendo el puntito. Algo falla en la cama. No estoy cómodo. ¿No me habrá hecho “la petaca” como en el internado? Pienso asustado, recordando aquella forma de tortura estudiantil, que consistía en doblar una de las sábanas por la mitad, de modo que imposibilitaba el estirar las piernas. Compruebo la ropa de cama. No se trata de eso.

Falta la sábana encimera.

¿Qué será lo próximo: ¿la almohada, el edredón, la alcachofa de la ducha?

Es una guerra psicológica. Estoy seguro. Lo hace a propósito. Da instrucciones al personal de habitaciones, la muy. O quizás entra ella a hurtadillas para boicotear la faena de las trabajadoras. Cualquier cosa para darme una lección. No debí enfadarla con lo de la caja acorazada de juguete y después rematar con la maldita toalla (debería haberme secado la cara con la esquinita de la toalla grande, o con el secador corriendo el riesgo de quemarme las pestañas). ¡Te has aburguesado, Jorge! Me abronco.

Al día siguiente bajo a desayunar. Espero agazapado tras una esquina y cuando la moceta maligna se gira para coger unas llaves, me lanzo a la carrera agachado, cual Hombre de Harrelson (ni el mismísimo TeJota, oigan). Uf, no me vio. Por los pelos.

Lleno el plato de aquellos manjares de hotel de alto copetín (salchichón, chorizo, jamón york, panecillos, queso, alubias dulces para guiris, beicon, huevos revueltos, un par de pares de salchichas ahumadas, tostadas…), me lanzo a por la bollería, que le den al autocontrol (cruasán, muffin de chocolate, brazo de gitano, tarta de yaya belga…), bol de cereales, leche (cruzo los dedos al recordar la probable maldición) café, zumo de naranja, yogur… El plan es comer y comer y comer hasta que mi archienemiga finalice su turno. Así lograré esquivarla, tengo una treta en mente.

Me saltaré las reglas.

Mostrador despejado. Subo con brío las escaleras. Es un decir porque voy tan lleno que el estómago roza los peldaños. Me arrastro. ¿Quién fue el genio con la idea de que el ascensor era una ordinariez en estos hoteles de alto copetín? Al fin alcanzo el piso correspondiente. Escucho voces, incluso cánticos. Provienen del extremo del pasillo contrario a mi cuarto. ¿Serán las personas que arreglan las habitaciones? Nunca las logré ver. Creo que salen de un universo paralelo, hacen su trabajo  y vuelven a desaparecer. Como mucho ves un carrito, olvidado, lleno de rollos de papel higiénico, toallas, sábanas y potingues de higiene. Sigo el sonido de la canción. No me lo puedo creer, están cantando la Macarena. En realidad, cantan los Del Río desde un aparato de radio antiguo. Un transistor que decían nuestros padres. Las dos mujeres se limitan a seguir la coreografía rematada por un gritito iiiiaaappp y salto sincronizado. La puerta abierta e indiscreta.

Entro sin llamar y las pillo con todo el fregado.

Sorprendidas, ligero sonrojo en sus mejillas, disimulan estirándose el uniforme y continúan, pasando la mopa una, y dando palmaditas a un edredón la otra. Dos belgas haciéndose las suecas. Esto debe de ser la famosa globalización.

Me dirijo a ellas en inglés. Una, de mediana edad, la otra apenas una cría. Muestran cierto parecido físico (rostro redondeado, ojos grandes y claros, cejas pobladas). Me juego el desayuno de mañana (gratis) a que se trata de madre e hija. No entienden nada. Nothing de nothing. Cero. Niechts. El inglés no es lo suyo. Toca expresarse en el idioma internacional. Comienzo a hacer mímica como si tuviera ascendencia italiana. Uso inglés, español, francés inventado. Palabras sueltas para que las pillen al vuelo. Importante, el número de habitación. Hago alarde idiomático.

Oui. Yo, room deu tres four. ¿Tú comprender? Sá-ba-na. −digo, pizcando entre pulgar e índice la puntita de la susodicha. En inglés no me atrevo. Ya saben, todo depende de aquellas malditas vocales largas o cortas… sheetshit… No deseo más equívocos, y menos los escatológicos, que son muy desagradables a la hora del desayuno.

−Ja, ja −dice la jovencita (afirmativo, en su idioma, suena ya, ya). La presunta señora madre me observa como si yo necesitara ayuda psicológica.

−Abajo. Lady. Recepción. Shhhh. Niet. Top secret. ¿Ok?- les digo, bajando la voz. La sola idea me provoca temblor de rodillas. La joven guerrillera no debe conocer mi queja furtiva.

Ahora ambas me observan cogiéndome las medidas, a ojo de buen cubero, para la camisa de fuerza.

Me despido, con la mano, agotado del dispendio idiomático. Las dejo con su labor multidisciplinar (logística, limpieza, arte). Podría haber salido peor, me digo.

Salgo del hotel, mochilita a la espalda (mapa, libro, paraguas plegable, frutos secos, gafas de viejo), y me encamino al apeadero del tren. Aquel en medio de la nada. Dispuesto, un día más, a turistear como si no hubiera un mañana.

De regreso a la noche, alcanzo a rastras la puerta de mi habitación. La mochilita pesa como mochilón de maniobras en los Monegros. Paso la tarjeta magnética, una, dos, tres veces. Luz roja, roja… verde. Hotel de alto copetín. Si hubiera fallado una cuarta vez me veía gritando aquello de ¡Ábrete sésamo!

Me descalzo, dando un puntapié a las viejas zapatillas, asomo la cabeza tras la puerta del baño, allí está la toallita, doblada, junto al lavabo. Arrastro los pies hasta la cama. La abro cual sobre sorpresa… me recibe, blanca como vestido nupcial, impoluta, tirante cual colchoneta elástica, limpia y pura… la sábana.

¡Qué grande dominar idiomas!

 



domingo, 5 de mayo de 2024

F182 - Con las botas puestas, (¿Bruselas VII?)

 

Los recuerdos se entremezclan. Son ranas que saltan de charco en charco bajo una tormenta tropical. Un recuerdo lleva a otro, y éste a su vez a un tercero. Pido disculpas anticipadas si alguna batallita relatada se repitió en escritos pasados. Mi memoria juega conmigo al pilla, pilla, y cuando se cansa prueba al escondite anglosajón: un, dos, tres, al escondite inglés.

Decidí dar un paseo por el centro de Bruselas. Las callejuelas abarrotadas de turistas, estudiantes, jubilados, e incluso gente con prisas (supongo que aquí también se trabaja). Huele a chocolate, cerveza y alegría.

Lo he vuelto a ver. Parado en su esquina habitual, en la boca de cierta calle donde el aroma a cacao impregna cada baldosa, cada señal, cada escaparate. Es el chico del palo. Un jovenzuelo  que apenas supera la mayoría de edad. Pelirrojo, cabello ensortijado, con un salpicón de pecas bajo los ojos, mirada risueña, sueños intactos.

El chico del palo, así lo he apodado, sujeta, estoico, aquella larga barra con la mano izquierda, mientras maneja diestramente el móvil con la otra. En lo alto de la vara un enorme cartel anuncia un restaurante para mí desconocido. “¡Venga a probar los mejores mejillones de todo Bruselas!”, dice la leyenda, en inglés, bajo el nombre, en rojo chillón, del escondido local; una flecha adjunta indica la dirección, al girar la esquina. Nunca acudas a bar con menú en inglés, regla número uno del viajero, pensé.

De inmediato recordé al otro chico del palo. Aquel que hacía la misma labor en mitad de Princes Street, en la lejana y añorada Edimburgo. Aquel chico del palo a quién  en su día deseé sustituir. Anunciaba una famosa hamburguesería, fiel rival de aquella otra que me concedió el honor de limpiar sus letrinasAl igual que dicen los personajes  en “Dreamcatcher” : SSDD (Same Shit, Different Day), aquí sería SSDN (Same Shit, Different Name).

Ocho libras la hora por sujetar un palo en mitad de la calle. Un chollo en aquellos tiempos remotos. Los trabajadores variaban en aspecto, edad y sexo. Algún espabilado se llevaba una silla diminuta, de camping, plegable. Otro, pelo largo, aspecto hippy, acompañaba la espera haciendo malabares, dos pelotas rojas en la mano libre, mientras ofrecía una gorra del mismo color a los pies. Desconozco si las monedas extra eran declaradas a la empresa patrocinadora o ésta hacía la vista gorda. Yo, lo tenía claro, hubiera llevado la novela que leía por entonces (el mencionado tocho de Stephen King, rondando las mil páginas). Ocho libras la hora por leer al maestro. ¿Qué más podía pedir? Sin embargo, para agarrar el archiconocido “palo” (comidilla en los corrillos del Jewel Esk Valley College, entre italianos, españoles, polacos y algún chino con ganas de aventura), debías rellenar una solicitud, aportar referencias, ser íntimo (en plan ducha juntos) o familiar de segundo grado de alguno de los portadores del susodicho palo, y rezar. Aquello era como sacar la carrera de Notarías con un cinco raspado en Derecho Económico, pero sin estudiar. Imposible. Así que tuve que conformarme con leer, abonando consumición, en mis habituales cafeterías.

Leer en la calle, sujetando un poste, a la intemperie…

La rana salta un charco más.

Es mi mendigo favorito. Lo era. No acostumbro a dar dinero a los que piden, salvo cuando me pillan con el alma rozando el suelo. Lo contemplo allí sentado a lo indio, la espalda erguida, como si estuviera en formación; camiseta caqui, braga al cuello a juego, guerrera de camuflaje. Sus escasos bártulos a su vera, ordenados y recogidos como para pasar revista (saco, esterilla enrollada, mochila pequeña, un par de libros de tapa blanda y avejentada). Ronda la cuarentena. Cabello corto, patillas largas, aspecto pulcro, sonrisa sempiterna. Sonrisa natural, sin mostrar los dientes, algo tímida, honesta, de esas que junto a los ojos enseñan, sin pudor, limpia la conciencia. Una sonrisa digna.

No mendiga, no incomoda a los viandantes. No blasfema ni insulta. No escupe, ni siquiera fuma. Callado, se limita a saludar, cuando cruzas la mirada con él, con una leve inclinación de su rostro. A sus pies, un gorro de lana verde, boca arriba (unas tristes monedas a su abrigo), y un cartel que reza: “Ex – militar. Nº 62157…  Regimiento X de su Majestad. Una ayuda, por favor. Dios les bendiga”; junto a él, su cartilla militar expuesta. Se llama Darren. Dan.

Un día, torpe de mí, le llevé un saco de dormir. Azul oscuro, a estrenar (nunca fui de monte ni acampadas), criaba polvo en mi cuarto. Se lo ofrecí con respeto.

−Ya tengo el mío, pero gracias – dijo, señalando su viejo saco caqui. No perdió aquella sonrisa sincera. Sus ojos no liberaban los míos.

−¿Qué lees? – no pude evitar preguntarle, mi dedo apuntando hacia sus libros.

Me mostró las portadas, los títulos. Novelas policiacas, escocesas.

−Tengo unos cuantos del género. Puedo traerte alguno, si quieres.

−Claro, gracias – su mirada ya olvidó mi anterior torpeza.

Dejé unas monedas, incapaz de apartar la vista.

God Bless you, pal. – dijo; mentón ligeramente inclinado.

Ya de regreso en España, años más tarde, leí sobre su fallecimiento en el Evening News digital. Muy enfermo, en la antesala de la Navidad, lo habían ingresado en el hospital. No superó las primeras horas.

Tenía mi edad.

Murió con su viejo uniforme y la dignidad por sombrero. Le hicieron un sentido homenaje. La Ciudad, los Mandamases (aquellos que defienden sus banderas con la sangre de otros), pero sobre todo el Pueblo (indignado), los transeúntes, aquellos que lo veían cada día, sentado erguido, sonriendo, en un extremo de Princes Street, junto a las escaleras de Waverley Station. Aquellos que compartían con él un café caliente, unas porciones de pizza, unas monedas, una sonrisa. Aquellos que mil y una veces le ofrecieron consuelo.

Quizás rechazó la ayuda oficial como lo hizo con mi saco de dormir. Lo ignoro. Tal vez, su forma de sobrevivir, de afrontar lo experimentado en la guerra, consistía en permanecer en la calle, recibiendo el calor y cariño de los suyos (qué envidia de paisanos) con el rostro alzado, la mirada limpia, y las botas puestas.

Va por ti, Dan.

 






miércoles, 1 de mayo de 2024

F181 - Un castillo con fantasma, (Bruselas VI)


Retornemos a Bruselas.

Como sabrán ustedes, todo castillo que se precie tiene un fantasma. Un alma en pena que vaga entre sus paredes de piedra buscando algún ser querido o una explicación de por qué diantres le expulsaron, de este mundo, de forma tan repentina, y maleducada, casi brutal (sablazo en la cabeza, por ejemplo).

Otros fantasmas no son ectoplasmas sino físicos, más de almorzar patatas con chorizo, para que me entiendan; entes corpóreos con el ego subidito de tono y modales a juego.

Pero, vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador y canta Estopa.

Tras la contemplación exhaustiva de la catedral, a nivel de tesis doctoral, con sus cientos de cuadros, vidrieras, arcos, estatuas y otros elementos sacrosantos. Me digo, ¿y ahora qué? La respuesta es evidente: ahora el castillo.

Siempre que visito una ciudad, con un poco de renombre, echo un vistazo rápido a la guía turística en busca de las dos atracciones top, digamos. Adivinaron: catedral y castillo, y si está cerca el uno de la otra, mejor. Si se hallan lejos, ya buscaremos algún pub entre medio para labores de avituallamiento, no es cuestión de llegar deshidratados y exhaustos. Sin embargo, no hubo suerte. El castillo más cercano se hallaba en Gante.

¿Para qué están los trenes?, me dije. Y hacia Gante me dirigí.

Castillo y catedral. O viceversa. ¿Por qué? Sencillo: de vuelta a casa, a menudo te encuentras con el típico listo de turno, ya sea en alguna fiesta (pegado a los canapés, poniéndose ciego de salmón noruego y verdejo), o quizás en una cena de empresa, o en el vermú de los domingos, entre pincho y corto de cerveza, quien te suelta: “Ah, Bélgica, sí, magníficos castillos, viste alguno por dentro, supongo”. Si respondes de modo afirmativo, de inmediato, el pitagorín contraataca: “¿Y la majestuosa catedral en Bruselas?”; “ Por supuesto”, contestas (“¡toma, capullo!”) inflado de orgullo cual pavo yanqui la víspera de Acción de Gracias. “¡Turistillas domingueros a mí!” te dices, ufano. Pero entonces, por la espalda, a traición, champiñón a punto de ser engullido, el espabilado de la clase remata: “¿Y la ermita de los Dominicos Austeros de San Benedicto el Pobre? Sí, hombre, esa situada a unos 248 kilómetros al este de la ciudad, pasada la montaña tal, junto al valle cual”. Y tú llenas la boca con seis tostaditas untadas de paté de oca silvestre, ciscándote, por lo bajini, en todos sus muertos más frescos (como diría el Reverte), y con el Rioja en mano le haces gestos, espera que trague, espera. Con disimulo de actor de compañía teatral pueblerina, miras al fondo de la barra, y sales con premura para saludar a una señora a la cual no conoces de nada. ¡Malditos listillos trotamundos! Balbuceas mientras masticas y masticas y masticas, en un intento de no morir atragantado.

Queda fatal no visitar el castillo.

En esta ocasión lo hice a lo pro, como dicen los chavales hoy en día (les da pereza incluso hablar, pronuncian una de cada tres sílabas: “Bro, ¿te hace un selfi a lo pro?”). A lo profesional, de toda la vida. Alquilé un aparato de esos como de agente secreto, de tebeo, Anacleto. Una guía de voz, o algo así, lo llaman. Un ladrillo negro, con teclas numeradas enormes (por si olvidaste las gafas de viejo), al igual que aquellos Motorola de los 90,  pero a lo bestia.

Allá estaba yo, con el móvil prehistórico pegado a la oreja, que menuda pinta para una foto, oigan. Serían las cinco y media de la tarde. Cielo azulado, nubes como algodones. Brisa embriagadora. Una delicia.

El cacharro propagaba voz con acento hispanoamericano, ignoro la procedencia exacta (latino me suena a Imperio de Roma). Era como escuchar una película de Disney de la infancia, mal doblada. El emisor se iba por las ramas, saltando de una a otra cual chimpancé adolescente. Mostraba una ligera obsesión por las aventuras de faldas de la aristocracia, realeza y populacho, no hacía ascos a ningún estrato social. Un profesional del papel cuché edición Edad Media, todo aderezado con lenguaje actual y hortera (el señor del castillo, Fulano, tuvo un rollete con la tejedora Mengana; con ese estilo). Mi interés, insatisfecho, más cercano a batallas, torturas, justas y decapitaciones (quizás debería aparcar la novela negra nórdica por una temporada).

Hubo momentos en que apagué aquella voz de guía plasta. Ya me pondré al día, cuando regrese, viendo un maratón de Sálvame Vintage, pensaba. Me limité a contemplar aquellos pasadizos, celdas, rejas, torretas con boquetes en los muros por donde arrojaban brea ardiente como bienvenida al enemigo. Todas esas cosas de castillo medieval.

En aquellos cometidos andaba cuando advertí un grupo que me precedía. Constaba de una docena de personas, guía incluido. Uno de carne y hueso, de esos que hablan con voz engolada y potente, para darse importancia y amortizar el curso CCC estudiado: “Guía Profesional de Castillos del Medievo y Otras Fortalezas”.

El tipo se dirigía a ellos en inglés.

Esta es la mía, me dije. Lección de listening, by the face (“escuchar un rato inglés, por la cara”, para los no bilingües). Me arrejunté con disimulo, justo en el límite del grupito. Miraba, de soslayo, el habitáculo enrejado, lleno de jaulas, armas e instrumentos de tortura, activando la antena en modo idioma de Shakespeare.

Una maravilla el cicerone. Por fin, me enteré de cómo colgaban, torturaban y acuchillaban en aquellas lúgubres mazmorras. Cómo castigaban y humillaban a los inocentes (toda la puta vida igual) mientras el malo se iba de rositas, con la rubia de turno, a la grupa de su negro corcel.

Me separé del corro. No era cuestión de abusar, además el guía por fascículos me saeteaba miradas que ni el mismísimo Mazinger Z y sus rayos láser. Continué a mi libre albedrío, en otra dirección, alejándome de los británicos.

Yo solo.

Un salón enorme. Frío como caserón de pueblo. En la pared del fondo una inmensa chimenea. Les costó lo suyo, relataba mi amigo locutor, encontrarle el truquillo al asunto. Sacar el humo del habitáculo. Hartos de medio asfixiarse mientras asaban los jabalíes, en mitad del salón. Hasta que un día, el  vivo del burgo (los ha habido en toda época), pagado por los ricachones propietarios, abrió un hueco en el muro por donde pululaba el calor, calentando la sala, a la par que extraía el humo hacia el tejado.  ¡Con lo sencillo que parecía!

De repente veo una sombra.

Una silueta oscura, bajo el umbral de la puerta más lejana. El grupo se había dirigido hacia otro cuarto, detrás de mí. Nadie me precedía. Nadie podría haberme adelantado sin verle. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo, de norte a sur, atravesando el ecuador donde nunca se pone el sol (no entremos en detalles).

Acelero el paso, camino de otra salida. Creo que me saltaré aquella habitación, me digo. Miro por encima del hombro, la silueta avanza hacia mí. Una figura negra como sotana de cura aldeano. Shite! maldigo en escocés. Amplío las zancadas, al borde del trote, con cuidado de no tropezar con algún objeto expuesto y que la factura/fractura no compense el viaje.

Recorro la estancia lateral a toda prisa. No contemplo nada (cuadros, ventanas enrejadas, espadas, escudos, nada, una pérdida monetaria). La forma tenebrosa me persigue, emitiendo un sonido gutural, tétrico, cual voz escapada del averno.

-          —Ehhrghhh, jij; ehhrghhh jij.

Acojonadito subo los escalones de tres en tres a la azotea. La altura es de vértigo. Mi reino por una escalera de incendios. Banderas, estandartes, torretas, mirillas para asomar lanzas y flechas, pero ni rastro de la parabólica (cómo se apañarían estos señores sin Netflix), pienso de forma absurda y obsoleta, de puro terror.

El ente me alcanza. Quedo petrificado.

-          —Oiga, usted – dice, al fin en inglés, jadeando.

Respiro con alivio.

Se trata de una vigilante del castillo. Uniforme negro, con una especie de capa a juego. Morena, cabello corto, aspecto de portera de discoteca como segundo trabajo. Me tranquilizo un poco, no lleva porra, ni pistola, ni una triste hacha, o maza, o un garrote de esos con clavos incrustados.

-          —No puede separarse del grupo. Rápido, vamos. Estamos a punto de cerrar. No se demore – dice con acento alemán; tono serio, brusco rayano en lo borde.

No es un fantasma, es la loca del castillo.

Obedezco como un niño chico regañado. Nunca lleven la contraria a una persona uniformada y con cara de dieta vegana. Podría resultar perjudicial para su salud y bienestar.

Concluyo la visita de manera precipitada y la aguja motivacional apuntando a la reserva. La poli germana me ha chafado el momento. Incapaz de reunir fuerzas para explicarle su error, que no formo parte de ningún grupo, que voy por libre, como el ave que escapó de su prisión, que cantaba el bueno de Nino Bravo.

Lejos de mi agrado el quedar solo, encerrado en un castillo, con o sin fantasmas.

 





 


jueves, 25 de abril de 2024

F180 - Esos ojos negros

 

Hay batallitas que se escriben solas.

Un día te levantas de la cama, somnoliento, con legañas; y sigiloso, va el Destino y te susurra: por aquí recto, luego gira a la derecha, ahora sube los peldaños, después toma el primer desvío a la izquierda. Ahí mismo hallarás tu destino, se identifica. Como si un vulgar tonton fuera.

Entonces pueden suceder dos cosas, eliges escucharle y sigues el camino, o pasas olímpicamente y vas a tu bola. Ahí no termina el asunto, en caso de responder de modo afirmativo al: si tú me dices ven lo dejo todo, enfrentas dos ramales: que salga todo genial y encuentres algo o alguien especial, o que te estrelles contra un árbol a 250 kms/h.

Hoy escogí el primer sí, y pisé el pedal a fondo. Quién sabe si lograré esquivar el árbol.

Semana de vacaciones, periodo de asueto (dice el diccionario). ¿Otro viajecito, Jorge? El bolsillo responde en mi lugar clinc, clinc, clinc hace el puñado de monedas al entrechocar con el manojo de llaves. Estoy pelao, my friend, le respondo a la vocecita del demonio.

¿Y a Bilbao? Vamos, perezoso, que está a tiro de pedrusco, al menos para ti. Además, hay que ir tanteando el terreno para la quedada ex foreros Spaniards 2024.

Así que cojo los bártulos (mochilita gris, dentro la última de Mikel Santiago, nunca mejor elección con Portu ahí al lado, gafas de sol -sí, para Bilbao- las gafas de viejo, y poco más) y me dirijo a la estación de autobuses.

Me gusta visitar Bilbao. Resucita cientos de recuerdos en mí. Hace mil y un años estudié aquí, y residí en Santurce. En aquel Bilbao oscuro y rockero (con sus vecinos de margen izquierda, Eskorbuto, el único grupo punky auténtico que ha existido en España. Murieron jóvenes, yonquis y Antitodo). Aquel Bilbao de antaño, plomizo, sucio e irreverente. Un Bilbao auténtico y mundano, en las antípodas de esta ciudad actual, de ciencia ficción, que parece melliza de Sidney.

Adoro la habitual rutina: paseíto por los márgenes de la ría (nada que ver con aquella ciénaga apestosa de finales de los 80, a cuyo hedor te acostumbrabas como por ensalmo). Visitar la Universidad Deusto (donde fui un visto y no visto alumno); a veces entro en sus edificios (sobre todo en el antiguo, con sus pasillos, arcos y patio interior de película británica, casi esperas cruzarte con Harry Potter y su cuadrilla). Camino distraído, entre la chavalería (¡son criaturas!) y algún que  otro mayor (supongo profe o staff). Nadie repara en mí, nadie me cuestiona: ¿Dónde va usted, señor? Como si reconocieran a un exalumno (incluso a uno fugaz) a golpe de vista, quizás por los andares. O, tal vez, porque siempre suelo coincidir con jornadas de puertas abiertas, hoy toca elección de Másteres. Contemplo la lista, con curiosidad nostálgica, con envidia retrospectiva, de película de viajes por el tiempo.

Seguimos con la rutina.

Caminata de regreso por la orilla contraria, contemplo esa lata de espárragos gigante que los bilbaínos apodan Guggenheim, o algo así, para darse importancia; casi tropiezo con los top manta modernos que venden una especie de miniaturas de araña gigante con pinta de alien, sólo les falta una figurita de Sigourney Weaver para acompañar; japoneses, indios (quizás paquistaníes) e hispanoamericanos se hacen fotos unos a otros, algún solitario a sí mismo con ese horripilante palo largo; las kayak surcan las aguas verdosas, traslúcidas. Me robaron Bilbao.

Pincho de tortilla en el Bilbobeer (estudiantes, currelas, funcionarios, guiris, actrices) callejeo, una caña en la terraza del Kubrick, saco al Mikel Santiago, para que respire, lo abro por donde indica el marcapáginas; el sol es todavía tibio, tímido, pero agradable, sin embargo, una parte de mí desea que llueva para obligarme a entrar dentro, al amparo de los sofás vintage, y la decoración cinematográfica, incluida foto de las siniestras gemelas de El Resplandor. Bilbao es para un día de lluvia, calentito adentro, leyendo a Stephen King despatarrado en esos sofás.

Otro paseo, un vagabundeo, y luego otro más. Sin mirar el móvil, sin pensar siquiera. Dejándome llevar.

Pasito aquí, pasito allá se acerca la hora de comer. Me avisa el estómago antes que el reloj (lo de leer la hora por la posición del sol todavía no lo controlo). Recuerdo una hamburguesería a la que me llevó una persona que fue especial en un momento de mi vida. No tan lejano. Hace un milenio. Me acerco, mirando al suelo, quizás recordando, tal vez para olvidar. ¿Cuántas veces podemos equivocarnos en una existencia? ¿Hay un cupo, un tope, o algo? ¿Dónde consultar el marcador?

Está cerrado.

Compruebo la hora, 13:23. Es miércoles, pero aquello parece cerrado a cal y canto. Persianas metálicas, llenas de grafiti, cubren todos los accesos.

Me alejo, buscando alternativa. Quizás es demasiado temprano. Busco la web del establecimiento. “Abrimos a las 13:30”, indica la página.

Tras veinte minutos regreso. Las persianas no se han movido un milímetro, de hecho, parecen más bajas que antes, como si trataran de escarbar, poco a poco, la acera.

Desisto. Segunda opción. Otra hamburguesería viene a mi mente, en plena Ribera, donde me puse hasta la cartola hace un año, o quizás dos o cuatro. Nombre yanqui, no lo recuerdo, local como el primo feo del Hard Rock, más feo y más barato. Voy buscándolo, a lo largo de la Ribera, en manga corta, puestas las gafas, disfrutando de los rayos de sol que refleja la ría. Esto parece Málaga, me digo.

Cerrado a canto y cal (por variar, eh).

Esto es un complot bilbaíno, contra mi persona, en toda regla. Sé lo que están pensando ustedes. Algo de brujo tengo: ¿búrguer, Bilbao? Pecado venial rayano en lo mortal. Lo sé. Pero no soy de Alicante (con perdón), podría comer una chuleta a la brasa en cualquier momento. Hoy toca búrguer, antojos que tiene uno.

Me rindo.

Móvil en mano. San Gúguel que estás en los cielos. Dime, corazón, dónde puedo papear una hamburguesa en el Botxo.

Pensando…

Recalculando…

Yo, babeando…

Elijo la primera opción de la lista. No voy a volverme loco. Sigo la flecha temblorosa, de nuevo (parezco un maldito guiri hasta las trancas de txacoli, extraviado pero contento). El cacharro echa humo, saca bandera blanca. Será tanta callejuela o quizás quedó embriagado del aroma a vino y carne asada. Desisto. Guardo el móvil en el bolsillo trasero.

Levanto la vista y ahí está.

No se trata del restaurante que buscaba, siguiendo la flechita virtual, pero tiene buen aspecto. Entro, tomo asiento, y tras ojear la cartulina plastificada del menú (agradezco al Cielo la ausencia del maldito código QR), pido una burger Texas, papas fritas arrugadas con piel (tan de moda) y una caña fría. “La que tengas, maja”. Le digo, sin mirar. “Si es Ambar, rellena la mitad con Fanta limón”, añado, temblando ante la posibilidad. Al cabo de un instante, la cerveza está poniéndome ojitos desde la mesa. Me lanzo y me pimplo la mitad. Estoy al borde de romper a sudar. ¿Bilbao? ¿Sevilla?

Llega el resto de mi pedido.

No lo veo. Podría ser un bocadillo de salchichón del super con pan revenido. Tan sólo veo a quien lo porta, con primor, en su platito, sobre la bandejita. Tan sólo contemplo esos ojos negros. El resto del local desaparece.

Quedo prendado como vulgar principito de cuento. Y me temo que se nota a leguas de distancia, porque la muchacha, servicial, me pregunta qué tal todo, mientras aquellos luceros dicen miles de otras cosas, deseo creer (Jorge, me digo, vas a 245 kms/h, y la carretera está bordeada de árboles… por ambos lados). Callo esa estúpida voz y piso a tope el acelerador, 247, 248, 250 kilómetros por hora.

Acento meloso, a la par que dicharachero, del sur. Muy al sur, según comenta. Tentado de responder, yo riojano con alma de Chiclana. Le doy palique entre sus idas y venidas (el bar semivacío, tan sólo una pareja acaramelada, dándose arrumacos sobre una pizza Margarita), las patatas se enfrían, mi corazón se caldea. Le encantaría visitar mi ciudad, dice, como quien comenta “va a llover”, mirando las nubes…

-          Ahora o nunca, Jorge -me digo- creo que el airbag funciona.

Me hundo en aquellos ojazos: vente cuando quieras, te mostraré el más hermoso de los rincones.

Sonríe, y sus ojos absorben toda la luz del pequeño comedor.

Se me caen los cubiertos, ambos al mismo tiempo.

-          —Luego hablamos – dice.

Y un fogonazo de luz vuelve a iluminar todo alrededor.

Atravieso el puente de Arriaga, una sonrisa bobalicona llena mi rostro. La acera se abre ante mí, cual mar Rojo ante Moisés y su cayado. La gente se echa a un lado, poniendo caras extrañas, una joven madre tapa los ojos de su retoño acercándolo hacia su cuerpo, un anciano, cachaba en mano, cruza al trote la calzada hacia la otra acera librando por un pelo de ser atropellado por un Bilbobus. Ignoro si es por el careto de ido, por la mochilita sospechosa, o porque voy cantando a pleno pulmón el tema de Duncan Du.

Esos ojos negros

Esos ojos negros no los quiero ver llorar,

Tan sólo quiero escuchar, dime

Lo que quiero oír, dime

Que vas a reír, dime

Dime ahora que duerme la ciudad

 

-          —¡Dios mío! – exclamo – Iosu Expósito se revolverá en la tumba.

A veces, se escriben solas. A veces, el Destino nos guía.

       

                                              





 

lunes, 22 de abril de 2024

F179 - Las 48 cartas que mi padre escondió

 Permítanme uno (otro) de mis clásicos saltos temporales, a pesar de que el viejo DeLorean críe polvo, y herrumbre, en un lejano desguace. Aparquemos, por un momento, la aventura belga y retornemos al presente o, en concreto, a un cercano pasado: el fin de semana recién quemado.

En numerosas ocasiones, he proclamado, y no me cansaré de repetir, que no me considero escritor sino un humilde juntaletras. Un niño chico jugando a juegos de mayores. Un mero aficionado, un espontaneo que salta al ruedo con el capote zurcido por su abuela. Como dice mi admirado Reverte: “soy un lector que accidentalmente escribe”.

Sin embargo, comparto todos sus males con ellos, con los escritores de verdad. Eso sí lo llevo en la sangre: el pánico al folio (pantalla) en blanco, el síndrome del impostor (éste en concreto podría llevar mi foto adjunta a su entrada de la enciclopedia), también coincido en un aspecto con un genio (y Dios me libre de compararme con él), me refiero al malogrado Javier Marías, quien nos dejó demasiado pronto. Su miedo ancestral, cada vez que publicaba una novela, a no poder escribir la siguiente. Se veía incapaz. Bien, pues salvando los milenios luz que nos separan, siento lo mismo. Cada vez que doy a luz a una nueva Fargadita, temo no ser capaz de parir la siguiente. No quedará bien, me repito, no vendrán las musas a visitarme y susurrar al oído sus chascarrillos, curiosidades, ocurrencias, símiles, metáforas y demás parafernalia literaria, mientras golpeo las teclas. Me quedaré embobado observando con fijeza el cursor, cobardes los dos, ambos temblorosos, la pequeña línea parpadeante, y yo ante la magnitud vacía y blanca, cual desierto, de la pantalla.

 Siguiendo con la osada comparación, una periodista (no recuerdo quién) dijo de él: “Marías cuando tiene un primer párrafo, tiene una novela”. Mi admiradísimo héroe de las letras también era un escritor brújula… como aquí un humilde juntaletras. Y como tal, coincido en esa parte: sí tengo una pequeña idea, un recuerdo enterrado, una fugaz experiencia revivida, una foto, una línea anotada en un trozo de papel… entonces tengo mi siguiente batallita.

También comparto, con los niños grandes que escriben novelas, otros pecados como la soberbia, el porqueyolovalguismo, el voraz egocentrismo (Fargo, Jorge, Jaime y yo mismo), el aquí te escucho aquí te mato (jamás cuenten ustedes un secreto a un escritor, por muy de segunda, o tercera división, que sea) lo fusilará sin piedad, junto a ideas, anécdotas, infidelidades, comentarios escuchados en el metro, cualquier cosa, volcándolo todo en su siguiente texto… o en el de dentro de veinte años. Sus confidencias jamás se encontrarán a salvo a la vera de un escritor, créanme. Y si ya saca libreta y boli… echen a correr.

Del mismo modo, experimento como los chicos mayores (supongo), los despertares en plena madrugada, los desvelos, parientes cercanos del insomnio crónico, ese levantarse de un salto (con ligero mareo), a oscuras, en gayumbos, descalzo palpando sobre la mesa cercana, en busca de papel, boli y una luz de emergencia (flexo, móvil, mechero, cualquiera), para anotar esa idea graciosa, curiosa, estúpida, absurda, maravillosa, tontuna, que dio luz (momento fugaz) a la oscuridad; o para volcar sobre el papel, ese sueño loco o pesadilla, quién sabe, quizás germen de una novela que encandilase al mismísimo Stephen King.

Todo eso comparto con ellos. Nada más. Nada menos.

Aclarado el concepto (como decía el personaje gallego de Airbag), continuemos.

Todo comenzó una tarde de asueto ,aburrido, tirado en el sofá, la tele emitiendo, por lo bajini, sus habituales bobadas (noticias incluidas), mientras yo enredo con el dedito sobre la pantalla de FB, hay que dar de comer a los pobres, incluso al Schusterberg ese.

Vi aquel anuncio y quedé prendado. No me resultaba desconocido. Algún otro año lo advertí, pero nunca osé aceptar el reto. Ya saben, los complejos, el juntaletras, bla, bla, bla.

El anuncio decía algo así:

Acepta nuestro desafío: Relato 48. Crea tu propio cuento, desde cero, en un plazo de 48 horas. Atrévete y deja tus datos en el formulario.

Jorge, me dije, ¿a que no hay bemoles? Y ya conocen cómo acaba cualquier episodio tras dicho interrogante.

Rellené mis datos, cliqueé la casilla de envío, y comencé a sudar. Todo normal.

El viernes, a las 11:00 de la mañana, conecté con el enlace proporcionado. Una presentación en directo. El tipo que manejaba el cotarro sonriente, con una confianza en sí mismo que ya me gustaría para mí, mirando a cámara, saludó con calidez y comenzó a hablar. Explicaciones, normas, ruegos y preguntas (los futuros participantes, o curiosos, lanzaban éstas a diestro y siniestro mediante el chat a tiempo real).  Me limité a escuchar, mirando aquel rostro amigable, cordial, atractivo, ese caballero podría vender agua de lluvia en Glasgow, paciente y claro. Yo, libreta abierta y bolígrafo en mano.

Tenéis 48 horas, decía el joven, para crear una historia corta. Desde cero. Las reglas son pocas, pero diáfanas: la más importante: vuestro relato debe contener en el texto (no vale en el título) una frase que os proporcionaremos hoy viernes, justo en… (mira su reloj)… 48 minutos. Exactamente a las 12:00 horas. El plazo para enviarlo concluirá el domingo a las 12:00 horas. Ni un segundo más. ¿Lo tenéis claro?

La narración debía contener entre 1480 y 2480 palabras, sin contar el título. Ya dijo el muchacho que mostraban una pequeña obsesión con el número 48. No supo explicarnos el porqué.

A las 12 en punto (tras consultar con Londres y ver que allí justo era las 11:00), nos proporcionaron las tres semillitas. Las tres frases. Debíamos elegir una y sólo una.

1.      Las 48 cartas que mi padre escondió.

2.      La huella de aquel 48 nos dejó claro que no había sido ella.

3.      48 meses intentando concebir para que…

No necesité continuar anotando. Ya había escogido la mía, nada más escucharla (y verla en pantalla). Lo tuve claro desde entonces. Elegí la 1ª, quizás en un vano intento de homenaje hacia mi padre. Miré al cielo, marqué tres X ante la número 1,  y dije al cuarto vacío: “¡Va por ti, papá!”

Comenzó el reto.

Y tras diez eternos minutos de contemplar la frase elegida en la pantalla inmensa (la escribí lo primero, ya la iría adecuando a la historia que debía de estar en el limbo, o en el quinto cielo, o vayan ustedes a saber dónde)… me levanté de la silla y fui a la cocina. Necesitaba café.

Así comenzó un fin de semana vivido cual escritor. Jugando en el patio una pachanga con los mayores, con balón de reglamento incluido. Espero que estos grandullones tengan en consideración mi tamaño, y me den cancha, te dices.

Un batiburrillo de pensamientos cayó sobre mí, incluso escribí ideas, esquemas, nombres… todo inútil. Nada echaba cimientos, ninguna estructura aguantaba el empellón del viento. Todo se derrumbaba. ¿Y si resucito una de mis Fargaditas y la tuneo un poco?, pensé excitado. Pero entonces recordé las palabras de ese joven tan educado, tan paciente, tan profesional: “Por favor, no hagáis trampas, no uséis textos ya escritos, no echéis mano de la Inteligencia Artificial (tenemos programas para detectarlo), no plagiéis a otros autores. Sed honestos, si estáis aquí es porque amáis escribir. Sed sinceros con vosotros mismos. Aceptad el reto. Leed la frase elegida y partid de cero. Habéis venido a jugar, ¿no?”

Más razón que un santo, pensé.

 Y me dije, Jorge, sé fiel a tu estilo, confía en la brújula, fíate de las musas, de la vocecilla que susurra a tu oído cuando comienzas a teclear… las voces… eso es, Jorge… ¡las voces! y empujando hacia abajo la frasecita, a fuerza de golpear  Enter, comencé a volcar lo que me vino a la mente:

“Apenas llevaba tres meses en Edimburgo cuando la conocí…”

Y las musas, o quién sea, fueron guiándome e iluminando el camino (con sus baches y charcos y troncos caídos bloqueando el paso, por supuesto). La historia surgía como bajo confesión, a murmullos: Jorge Ariz y sus anhelos, una muchacha misteriosa, aquellas voces, una noche de luna llena, el destino.

Sí, por primera vez, permití escapar a Jorge Ariz, como personaje, fuera de los muros del blog.

¿Han probado a relatar alguna historia? ¿A tratar de novelar un recuerdo? ¿A intentar ponerlo “bonito” sobre el papel en blanco? Supongo que muchos creerán que sale a la primera, que te sientas y las mil y pico palabras de cada Fargadita (o en su caso las 2040 del relato) aparecen sin más, desde principio a fin, luego las envías al blog, desde Word, y ya está. Finito. A pensar en la siguiente. Pues no. Me temo que no. Y con el cuento, ocurrió lo mismo multiplicado por mil, durante esas fatigosas 48 horas (ok, dormí, comí y paseé también, incluso respiré).

Escribir, tachar, repasar, cambiar palabras, volver a escribir, tildar, eliminar un párrafo entero, buscar la coherencia entre lo relatado. La frase, ¿dónde meto la maldita frase? (¡Manolo, trae la cuña y el mazo!). Sin embargo, ha de tener sentido. Son las reglas. Y los personajes, vamos Jorge, dales vidilla, que parecen de cartón piedra. ¡Imprégnales sentimiento!

Así viví un fin de semana sintiéndome un chico grande, un escritor.

 

                                           

Nota: Ni en el más húmedo de mis sueños me veo seleccionado entre los 48 mejores (que serán publicados por la Editorial ExLibric, negro sobre blanco, en una Antología); sin embargo, la primera prueba queda superada: enviar tu relato completo; de más de 11000 inscritos (desde España, México, Chile, Argentina…) han recibido (acabo de chequearlo) 3116 relatos (ahí está el mío, calentito, arropado entre todos ellos).

 

Vaaale… les adelanto el título, estén atentos a sus pantallas:

“Frágil cual muñeca desnuda”

jueves, 18 de abril de 2024

F178 - Sobre vidrieras, apariciones y campanillas celestiales, (Bruselas V)

 

Aprovecho el subidón que la abstinencia glucémica y la cuasi experiencia religiosa producen en mi interior, y me lanzo temprano a visitar la catedral; ¿Cuál de ellas?  la primera que me topo en el centro histórico, haciendo gala de mi condición de turista brújula. Con un poco de fortuna, y escasa glucosa en el cerebro, soy testigo de alguna aparición divina y me prejubilo para montar un chiringuito. Afirmo esto elevando el rostro al Cielo y enviando un guiño, seguido de un beso con la mano. Para ella. Y me parece escuchar, flotando bajo el umbral, el tañer tenue de una campanilla escolar a modo de cariñosa respuesta ante la blasfema chanza.

Me santiguo al entrar, como cuando la acompañaba.

El monaguillo ha debido de barrer hace poco, sin tan siquiera arrojar unas gotitas de agua por el suelo, pues una mota de polvo se me introduce en el ojo. Ambos ojos se humedecen, uno por el polvillo y el otro por solidaridad… nada que ver esto con el escalofrío que cruzó mi cuerpo, de norte a sur, por el etéreo tintineo de la campanilla celestial, eh.

Esta vez sí, me animo por enésima vez, ésta la voy a ver entera; entraré hasta la cocina del capellán, contemplaré hasta la última figura, hasta la milésima vidriera. Todo. Aunque deba permanecer intramuros durante los cuatro días que restan de mi estancia en Bruselas, de aquí al aeropuerto (espero que al menos el cura me convide a un bocata, y un trago de vino de misa).

¡Catedrales a mí! ¡Que leí Los Pilares de la Tierra del tirón, eh! ¡Y, como me supo a poco, empalmé con La Catedral del Mar ! ¡Ja, esta catedralita me la recorro yo en un santiamén! Renuncio a las instantáneas con móvil, pues o contemplo arcos, óculos, grabados, vidrieras, trípticos, escenas, y estatuas o miro la pantallita; además poseo memoria fotográfica; incluso casi recuerdo lo que cené anoche, imagínense la proeza. Ni la Lisbeth Salander esa, oigan. ¡Bah! Una mera aficionada.

Transito todo lo transitable. Leo, en mi nulo francés, cada leyenda al pie de los santos, sobre sus obras, martirio y milagros.  Contemplo todo lo que puede observarse. La maldita tortícolis comienza a manifestarse (sin güija mediante) de tanto arco en el techo. La nave principal es zona abierta, larga, inmensa, imposible describirla con palabrería mundana (siempre me siento insignificante bajo semejantes creaciones, inútil e ignorante, fuera de lugar, a nivel físico al igual que intelectual) caigo en una especie de trance, quizás víctima precoz del síndrome de Stendhal; el piloto automático se conecta, mi alma se hace con los mandos, el cuerpo se limita a obedecer, soy un autómata, un alienígena visitando La Tierra.

Al cabo de un rato, segundos, minutos, años, hace clic  mi cerebro, y recupero el timón, me acerco a una puerta discreta, donde un grupo de gente espera a lo largo de una soga, gruesa, roja, estilo after. De portero, siguiendo con el símil, en lugar de un bigardo tamaño armario ropero, cuatro por cuatro, trajeado, pinganillo al oído y cara de elegí un mal día para dejar de fumar, hay un humilde sacerdote. Baja estatura, hábito color crema, barriga, descomunal crucifijo de madera al cuello, a juego con las dimensiones del templo a su salvaguarda, calva a lo monje antiguo, como mis entrañables padres capuchinos en el Colegio Nuestra Señora del Buen Consejo de Lecároz, en otra vida.

Cuatro personas guardan fila. Ignoro el motivo. Quizás recen sus oraciones en formación, cual futbolistas saltando al campo. Con discreción, me coloco tras ellos. Cuando llega mi turno, antes de atravesar el enigmático umbral, pita la alarma. Un escándalo. Tentado estoy de abrir brazos y piernas y arrojarme al suelo. No vaya a ser que haya un grupo oculto de monaguillos, armados con cirios, a modo de guardia pretoriana. Debe de haber un arco de seguridad camuflado, o algo así. O, quizás, el frailecillo tenga poderes divinos. Éste se dirige a mí en francés. Pongo cara de “¿Tengo yo pinta de parlar gabacho?”. Cambia a un idioma raro con el cual ya he familiarizado (en día y medio), y casi domino, mas el apuro me impide usarlo. Se trata del famoso neerlandés, quizás el dialecto flamenco (éste resulta más difícil de pillar). Le replico, serio, haciéndome el interesante, al azar: “Equilicuá gagat het”, tirándome el moco, que decíamos de críos. El tipo ni se inmuta, debe de estar acostumbrado al vacile turístico (he visto numerosos italianos por los alrededores), pero creo que en su interior no ha encajado bien la gansada (cierra los párpados durante unos largos segundos, quizás rogando paciencia a su Jefe, o que le lleve pronto junto a Él). El buen hombre prueba con el inglés (la Pérfida Albión nos comió la toast en el tema idioma turístico-festivo-laboral). Me compadezco, y cedo, porque ya me parece mal y no deseo pitorrearme de un hombre benévolo con sotana (a fin de cuentas, estudié en colegio de curas), y en lugar de exigir que hable cristiano, es-pa-ñol, (picas en Flandes y todo eso) ¿comprende Su Eminencia? le respondo con mi inglés de la BBC-sucursal Vallecas.

El religioso dice que el resto de la visita es de pago.

Como en tiempos del Canal Plus, en aquellos maravillosos años. Fútbol, películas de estreno, y Lo Otro. Todo previo paso por Caja. Sin embargo, si no eras abonado… Domingo, partido de mi querido Madrid, te ponían los dientes largos al permitir que vieras en abierto (gratis) toda la previa de fútbol, y en cuanto los jugadores daban el primer toque al balón para el saque inicial sobre el punto central… ppssssssss, se escuchaba, y la pantalla tornaba en una masa grisácea y blanquecina, cuya densa neblina ocultaba el espectáculo; entonces, por mucho que estrecharas los ojos (rozando el empadronamiento en Hong Kong) no distinguías un carajo de lo que acontecía en el estadio, te emocionabas creyendo que Butragueño disputaba, con ahínco, el balón en el área chica contraria, y en realidad dos centrocampistas, aburridos, peloteaban sobre el círculo central, incluso se hallaban parados, por una falta pitada, brazos en jarra, charlando y bebiendo agua del botijo. Y… bueno… respecto a LO otro… en el Plus, ustedes ya me entienden… bueno… alguna tética se vislumbraba, entre la “nieve”, a fuerza de ganar un par de dioptrías, y si no pues la imaginábamos.

Al turrón, que dice Paquito. Basta de irse por los cerros de Urquiola (o como sea).

Lo dicho, el vil metal, money, money, el colorao, el poderoso caballero, martín, martín, chavalote, explica el clérigo, acompañando sus escasas palabras anglosajonas con el universal gesto de aflojar la buchaca. Dieciocho leuros. Mi cerebro selecciona el modo-calculadora. Dos cervezas y media, apunta. ¡Bah! si, en realidad, ya he visto todo lo que hay que ver. Unas treinta y dos cristaleras de esas a colorines, muy chulas, unos diecisiete arcos, cuatrocientas veintidós cuadros, setenta y cinco estatuas pías y… un mogollón de capillitas enrejadas y demás santuarios (por cierto, de la aparición ni flowers. Tocará fichar el lunes).

Se permite abonar mediante móvil -continúa gesticulando cual mimo estresado- con tarjeta, a través de reloj, por medio de brazalete, con Bizum o su primo-hermano belga, Payconiq. Ahora comprendo, al fin, esto debe de ser el consabido Plan de Modernización de la Iglesia Católica. Aquello del cepillo, la voluntad, una ayudita, quedó obsoleto, más incluso que el partido del Plus de los domingos.

Me hago un poco el sueco, miro al abate con cara de espanto: ¡Anda, la cartera! Dándome un cachete en la frente. ¡Anda, los Donuts!, más egebero que los tigretones. Sin embargo, no cuela. El santo hombre no me lo echa en cara, suspira, extiende los brazos abiertos, dejándome ir en Paz.

Afligido, doy media vuelta, vista fija en el techo, como si hubiera olvidado hacer recuento de los arcos, bóvedas y demás parafernalia arquitectónica. Aún dudo si pagar, o no; la curiosidad, el saber, la culturilla, ocultos misterios, aquella puerta prohibida… Mientras, el diablillo posado en mi hombro izquierdo; de rojo sangre, cuernos, rabo y tridente, me susurra al oído: “Tres birras, Jorge, yo pago la tercera”.

 


 

Nota: Fargadita dedicada a una amiga, y fiel lectora, de nick, Liutorable (a quien solíamos apodar Liutoadorable, no les digo más).

Liuto, mucha fuerza y un abrazo enorme, virtual, hasta que pueda dártelo en persona. Si con mis chorradicas logro sacarte una sonrisa, por pequeña que sea, el tiempo invertido merecerá la pena.

Con cariño,

Fargo

lunes, 15 de abril de 2024

F177 - Guerra Santa . . . contra el dulce, (Bruselas IV)

 

Despierto y un pensamiento me asalta de forma inmediata, como  si mi cerebro hubiera permanecido en semivigilia, reponiendo stock a la vez que mantenía actualizado el contador: hoy es el centésimo, y último, día. Todavía me cuesta creerlo. Mañana habré cumplido la promesa que me hice (esa clase de promesa que recuerda cuan absurdo resulta mentirse a uno mismo).

Cien días sin probar dulce.

De acuerdo, aclaremos un par de conceptos. Lo primero, y más importante, es Mi promesa, por lo tanto, son mis reglas. Se trata de una batalla personal, seria, rayano en lo sagrado, contra un tipo de alimento millonario en azúcar: la bollería y sus diversos familiares, incluidos primos lejanos (tarta, helado, hojaldre, nata, crema, churros, chucherías…). Y segundo, léase lo anterior.

Y vine a la capital del chocolate. ¡Manda webs!

Cien días, con sus frescas mañanitas, sus tardes eternas, incluidas sus noches (desveladas algunas, con un libro bajo el círculo de luz del flexo en la cocina, a mi vera, mi taza favorita (regalo de ella), café negro y humeante que pide a gritos un par de galletas. Quien dice un par, dice media docena, para qué vamos a andarnos con tonterías).

¿Han probado ustedes a permanecer cien días sin catar dulce? Es una prueba de fortaleza, un reto de gladiador, un juramento de enamorado, un gesto de estoicismo que roza la experiencia religiosa, alucinaciones incluidas. Ahora entiendo a las monjitas de clausura, encerradas sin pisar la calle, sin hablar con nadie, pensando en sus cosillas y tirando de rosario a diario… mas poniéndose ciegas a yemitas celestiales, tocinillos divinos o cualquier otro postre bendecido, a la par que horneado.

Cien días de cadena perpetua, que dan pleno significado a aquello de “más largo que un día sin pan”, incluso lo superan. Cien días sin una triste pasta empapadita de café con leche, sin un pedazo de tarta de la abuela tras un menú clandestino, en el bar de la esquina. Cien días sin comer una nostálgica palmera de coco cuando la infancia te visita por sorpresa y justo, casualidad, pasas frente a una pastelería. Cien días sin paladear un delicioso goxua (creación del Maligno en persona) en su tarrito de barro, tras una cena de empresa (les juro que una babilla culebrea por la comisura de mis labios). Cien días sin un mísero cruasán, o napolitana, o milhojas, con el café de media mañana (que incluso las chicas de la cafetería habitual me miran preocupadas, temiendo alguna terrible enfermedad, o quizás una maldición caída sobre mí). Arrastrando con ellos una Semana Santa sin torrijas. Cien días sin picotear un ramillete de regalices rojos, cuando despatarrado en la butaca de la sala de cine, asisto al último estreno de Nicolas Cage (es de coña, nunca lo soporté, siempre deseé que su personaje muriese cuanto antes acribillado a balazos, acuchillado mil y una veces, asfixiado bajo doce kilos de mantas, quemado a lo bonzo… o bajo terribles sufrimientos). Cien días sin mojar una mustia magdalena, ya no me refiero a aquellas gigantescas y deliciosas muffins del Reino Unido, con sus tejaditos de chocolate fundido, sino a esas diminutas (menguan año tras año) que vienen en bolsitas de plástico, dentro de una bolsa grande… de plástico ( we are the World, we are the children… lalalalá salvemos el planeta, dicen los trajeados desde sus jets privados, no hay planeta B, advierten con rostros crispados, y me entra la risa floja, oigan).

¡Cien días sin tiramisú! Mundo cruel.

Asumo que han pillado la idea.

Tras una ducha rápida (luchando de modo titánico para abandonar ese paradisiaco habitáculo transparente), bajo a desayunar. Mi primer desayuno. Gratis, cabe anotar. Recuerda, Jorge, me dice la dichosa vocecita, todavía es día número cien. Día de prohibición continua. Mañana, treat, premio. Mañana me zampo un waffle de esos, con su natita, su hojaldre acaramelado, su chocolate fundido, sus fresitas, mañana me lo zampo, como recompensa, e imprimo un Diploma por Buen Comportamiento y Valor Ante la Adversidad, con su orla y todo. Si me apuran ustedes, lo enmarco.

Es el bufet libre de toda la vida. Un Clásico, pero sin galácticos.  Salado, dulce, líquidos varios, fríos y calientes, todo a tutiplén, sírvase usted mismo hasta reventar, hasta que sus arterias estén más sólidas que un muro de carga: beicon, huevos revueltos, salchichas cocidas, puré de patatas, salami, chorizo italiano, queso, pizza de Luxemburgo, panecillos, tostadas, mantequilla, miel, diversas mermeladas… confirmado, un hotel de alto copetín.

No hay muchos huéspedes. Acaban de abrir la cantina. Dos chicas jóvenes de aspecto oriental (desde aquel pequeño incidente sobre el chino mandarín ya no me atrevo a suponer nacionalidad alguna) ocupan una de las mesas junto al ventanal ( sopla un viento ladeado que arroja gruesos goterones contra el cristal), un hombre solitario cuyo plato desborda las cartolas (que dicen en mi pueblo), el cual devora mirando hacia abajo, con ansia viva, sin levantar el rostro, como si temiese que alguien le pidiera explicaciones por semejante expolio, y otra mesa con tres tipos, dos de ellos, supongo  (¡va, me la juego!) congoleños (raza negra, trajes impecables gris perla, un poco por encima de su talla), y un británico (lo reconocería entre un millón), aspecto bonachón, pequeñas rosas sobre sus mejillas, cráneo totalmente afeitado, camiseta y chanclas. Ahora dudo si los congoleños acuden al  IV Simposio del Mercado Digital Sin Fronteras  (hay triquiñuela, vi un cartel en el hall, donde se daba la bienvenida a ciertos ponentes de la República Democrática del Congo) o vinieron a correr una ultramaratón. Delgados como juncos.

Doy un paseo por la pequeña barra donde está expuesta toda esa comida. Una pasada de reconocimiento cual Zero japonés surcando los cielos, sobre el Pacífico, antes de apuntar el morro hacia abajo, y ametrallar un acorazado yanqui, iiiiiiuuuuuuuu, rattatatatatatattttaaa

Todos aquellos manjares muestran un aspecto que hace rugir mis tripas, grasas megasaturadas, conservantes variopintos y colorantes, todo apetecible, conquistable… y alcanzo la curvita temida, con sus bandejitas, sus boles, sus platitos… la zona dulce. Miiiic miiiic miiiic. Resuena la alarma interior. Imagino un triángulo amarillo, enmarcando una calavera y un par de tibias negras. Temo mirar, pero no resisto la tentación. Tarta de tres chocolates (dos belgas y un primo francés), pastel de queso que me susurra guarrerías, muffins enormes, alineadas cual soldados en formación, me ordenan que las lleve de escolta junto al café con leche; un mazacote de color indefinible con aspecto de bizcocho casero, recubierto de nueces, pasas y gominolas dice pruébame, no seas cobarde,…

—¡No, atrás Satanás! ¡Vade retro! -—Grito en silencio.

 Algo más llama mi atención, miro de soslayo: un brazo de gitano de metro y medio de longitud. No exagero ni un milímetro. Al contemplarlo, no puedo evitar que una media sonrisa aparezca en mi rostro. Es una sonrisa triste, de esas que nacen de la nostalgia más profunda, una sonrisa que sabes inútil, puesto que jamás podrá evocar aquel sentimiento ya casi enterrado. Una sonrisa, prima feucha de la que lucí cuando tuve que traducir nuestro ibérico postre (en una de las interminables conversaciones sobre el todo, la nada, y el más acá) para mi añorada flatmateRachel : gipsy´s arm. Dije, preparado para contemplar su reacción.  La muchacha abrió los ojos de tal manera que mi inicial sonrisa tímida rompió en sonoras carcajadas. Spain is different, darling, añadí, tratando de aclarar lo inexplicable.

Me envolví con mi capa estoica, y logré derrotar la atracción. Cien días sin engullir brazo de gitano, tick, anotado.

Previo abandonar la zona de riesgo, plato con frugal desayuno en la mano izquierda, encaré aquel largo bizcocho fruto de pecado, lo miré con fijeza, retador, y estiré el brazo derecho en trayectoria curvilínea (como cuando lo metes y sacas del agua nadando crol) emulando a José Mota, y dije en voz alta “¡Hoooy nooo, ya si eso mañaaaana!”; y al girarme vi que los dos congoleños me miraban con cara de susto, no alcanzando a comprender el ritual mañanero que acababan de presenciar.

Verás cuando lo contemos en el Congo, se dijeron sin pronunciar palabra.





martes, 9 de abril de 2024

¡Atención, truquito!

 

Para aquellos de ustedes, a quienes la palabra informática tan sólo les parece una esdrújula, y como tal, obligadamente tildada, ahí va un truquillo:

He introducido una pequeña herramienta en las últimas entradas (fargaditas) que publiqué. En realidad, no es nada nuevo, ya la usé con anterioridad.

Se trata de los llamados links (enlaces). Si observan una palabra (o frase) que aparece, en el texto, en color rojo, pueden cliquear sobre ella, y los llevará directamente a una entrada (batallita) anterior (quizás bastante antigua) directamente relacionada.

Es una cómoda, y divertida, forma de explorar el blog, y conocer un poco la historia general (si no han leído dicho blog completo).

Espero que la disfruten, y continúen navegando por este humilde rincón de letras.

También pueden usar el menú (con fechas y orden) claro.

lunes, 8 de abril de 2024

F176 - Una estilográfica venenosa, (Bruselas III)

 

Quienes conocen un poco este rincón de juntar letras, saben que el arriba firmante tiende a menudo, quizás en exceso, a la exageración. En una ocasión, una lectora me dijo que parecía originario de Chiclana, en lugar de un pueblecito riojano. Mas ¿Qué sería esta vida sin su dosis de humor?

Por tanto, no se me asusten. Siempre me sucede lo mismo. Los nervios se apoderan de mi cuerpo, y alma, los instantes previos al viaje (esa mala noche de insomnio de la víspera, ese madrugón frente al café que no terminas), y durante gran parte del trayecto, temiendo confundirme de vuelo, de tren, de autocar o de acera, temiendo no alcanzar a tiempo el destino final: el hotel. Temiendo perder ese valioso equipaje: la maleta o, en su caso, la mochila. Temiendo perder la libertad, o la vida, porque ya no soy un simple viajero que busca unos días de asueto, en realidad soy un tipo duro con una misión: dejar el equipaje en MI hotel.

El primer día es un temor constante.

Una vez alcanzada esa meta volante, casi final: cruzar el hall del hotel, suelo dejar mis bultos y temores en mutua compañía. Es una especie de reto, como dije, una misión. El objetivo es entregar la maleta o, en su caso, la mochila. Como si yo fuera un  detective personal novato, o un narcotraficante de baja estofa, quizás un contraespía en horas bajas, o un sicario colombiano con acento simulado, a quien alguien de arriba, de muy arriba, le encomendó tal encargo: dejar la maleta en la habitación X, del hotel Y, sito en la calle Z. Punto. “Ni se le ocurra abrirla”. Entonces, una vez completado el recado, me relajo. Ya está, me digo. Misión cumplida, como si realmente me hubiera jugado la libertad o la vida.

Una vez depositada la valija en ese anónimo cuarto que será mío durante unos pocos días, ya puedo tranquilizarme, poner los pies en alto y comenzar a disfrutar de la estancia, de la aventura por las selvas vietnamitas… digo por las calles de Bruselas.

Tan sólo recuerdo una excepción en esta rutina o hábito o manía persecutoria. Cuando regresaba a Edimburgo (en aquella otra vida) tras mis vacaciones en Italia, España, Portugal o la República Checa. La sola idea de retornar a Escocia me aportaba el sosiego suficiente −un chute cóctel de dopamina, serotonina y endorfinas- previo al viaje. Es curioso, la sensación era de absoluto relax; no temía (tan sólo un poquitín) perder el avión o cualquier otro contratiempo, sabía dónde debía ir, qué aeropuerto, qué pasos seguir, cuánto tiempo tardaría, controlaba el idioma, conocía el lugar preciso y el precio exacto del autobús que me llevaría al centro de la ciudad. Volvía al hogar, y el cuerpo, la mente, incluso quizás el alma, lo intuían.

Fue una grata sorpresa, comprobar que la habitación estaba muy bien, acogedora, grande (esas camas de hotel tan blancas, tan prietas, impolutas), con su televisión plana sobre la pared, sus mesillas de noche, sus focos de luz tibia e indirecta, su mesa de trabajo (donde siempre me imagino, pluma en mano, escribiendo cartas erótico-festivas, en folios con membrete del hotel, a altas horas de la madrugada, insomne crónico, sonetos de amor a una novia perdida), el baño en suite, con su ducha alienígena, qué ducha, infinitos chorrillos de agua tórrida (más recuerdos) a propulsión bajo una alcachofa de medidas gigantescas, modo cabina de teléfonos transparente de dónde nunca quisieras escapar, al contrario que el bueno de José Luis López Vázquez.

Es lo que sucede cuando lees las dichosas reseñas en la aplicación hostelera, esas críticas de clientes descontentos, amargados de una existencia que se les hace cuesta arriba (sábanas sucias, aspecto dejado, necesita reforma, un escarabajo trepador), todo mentira. De ahí la agradable sorpresa.

Abro el armario, discreto, sencillo, funcional. Baldas distantes y desnudas, cual recién divorciadas, apenas un par de cajones, perchas firmes con ese curioso mecanismo para soltarlas de su  base… y una caja fuerte, con la puerta abierta y, encima, un folleto de instrucciones dentro de un plástico. Aquí guardaré el revólver, con el seguro puesto, la estilográfica de punta venenosa, los tres pasaportes de distintos color y nacionalidades… y los fajos de billetes. No, fajos no, los cilindros, estilo rollitos de primavera, a lo breaking bad, como diría el golfo de Basauri  −en Qué Vida Más Triste −Borja Pérez, al Josebas.

Ok, Jorge, baja a Tierra que tenemos que deshacer el equipaje. Dice una vocecita dentro de mi cabeza.

Pero la curiosidad me puede. Miro dentro de la caja, asegurándome de su vacío. Introduzco, cauteloso, la mano izquierda, palpo aquí y allá, esperando encontrar algún doble fondo. No lo hay. Saco los papeles de la funda de plástico, leo con cuidado las instrucciones, enterándome de la mitad pues lo hago en portugués, hasta que, tras unos minutos de frustración, vuelvo la página y también las hallo en español, chino mandarín, ruso, algo parecido al hindi (otra vez la sombra del señor indio, o quizás paquistaní), y árabe. Este hotel es de alto copetín, concluyo.

Después de ciento cincuenta y siete intentos: introduzca la clave elegida, no olvide memorizarla, pulse almohadilla, asterisco y dólar, en dicho orden, cierre la puerta, meta de nuevo la clave más los tres caracteres especiales (no se olvide del dólar, es imprescindible), para abrir de nuevo la portezuela; y los consiguientes ciento cincuenta y siete pitidos y destellos rojizos; desisto. La maldita caja no funciona. ¿Y ahora dónde guardaré la pistola, los rollos de dinero, la estilográfica con punta venenosa?... Jorge, stop it! Grita la voz cansada, al fondo a la derecha en mi cerebro, ya metida de lleno en modo, idioma de Shakespeare, ON.

Me rindo.

Tras una ducha rápida, distribuyo los calzoncillos, calcetines, camisetas y demás prendas (comiencen por ca, o no) entre las baldas. Dejo la maleta, ya vacía, en la parte inferior, bajo las tristes perchas que tan sólo albergan un chubasquero (feo de cojones) comprado en Decathlon,  bajo un chaparrón que me pilló, de espaldas y a traición, en plena escapada a la capital andaluza (vaya usted hasta allí abajo para eso. Sevilla tiene un color especial, bajo la lluvia). Una prenda tirita, para una emergencia.

Bajo las escaleras, lo del ascensor ya no se lleva en estos nuevos hoteles de alto copetín. Es una ordinariez. Y antes de salir a la calle, se me ocurre despedirme de la recepcionista, por aquello de la educación, las buenas maneras y tal, que así diga la moceta, qué majos estos Spaniards. ¿Será la misma chica con la que hablé por teléfono? ¿tendrá ese acento suave, acaramelado, con deje francés? Jorge, céntrate, no vayas a quedarte mirando a la mujer como las vacas al tren.

Para mi desconsuelo, hay dos personas tras el pequeño mostrador. Dos mujeres jóvenes, muy jóvenes (¿esto de la edad, propia, no se puede parar?). Desconsuelo y alivio, así todo revuelto, pues decido no interrogar a quien me atiende sobre la llamada telefónica. Tan sólo la saludo y, por curiosidad, le pregunto acerca de la seguridad del barrio, que me ha parecido un poquito desangelado, le comento, tan lúgubre y vacío, con esas aceras agrietadas, así, al estilo de la zona chunga de Broomhouse, en Edimburgo (Escocia), le explico. Ahora ella es la que me mira como las vacas al tranvía.

−Es una zona muy segura, no se preocupe – responde, sonriendo cual anunciante de clínica dental.

−Hablando de seguridad… −tanteo- ¿usted no sabrá cómo funciona la caja fuerte del armario?

−No funciona. Es tan sólo de adorno. Le da un toque chic a la habitación. Pero si   tiene algo de mucho valor, tenemos otra caja de caudales, aquí… a mi vera.

−¿De mucho valor…?, no…,  yo…, era para guardar la estilográfica con punta venen… ehhh – los nervios me confunden, abren el cajón de las tonterías que salen, libres, a través de mi bocaza. Ahora no, Jorge – No, no tengo nada de valor. En realidad… soy pobre… paupérrimo (very, very poor), casi vagabundo – respondo, raudo, pensando en el billete de cincuenta euros, y la pesada calderilla, que he escondido entre los gayumbos; temiendo que mis preguntas la lleven a registrarlo todo, en busca de joyas, Rolex y setas.

La muchacha, impasible, ya no sonríe, me mira de modo extraño, como si tratara de dilucidar si mi parrafada es real o debida al mal uso del traductor de Gúguel, o un vacile spaniardo.

−¿Pobre, dice usted?... Muchas gracias por hacérmelo saber – responde, poniendo cara del too much information de toda la vida.

Ahora soy yo quien enmudece, incapaz de saber si lo dice en serio, entendí mal, o me está vacilando… a lo belga.