sábado, 18 de mayo de 2024

F184 - El puente del amor eterno, (Bruselas IX)

 

Las anécdotas son enloquecidas golondrinas que revolotean a mi alrededor. Se persiguen unas a otras, como si de un juego se tratara; regresan al nido bajo el alero, donde recobran el aliento durante un segundo, y saltan otra vez al vacío, sin temor, disfrutando de su capacidad planeadora. Incansables. No seré yo quien las encierre en la jaula de la cronología. Poniéndolo en cristiano: relato aquello que me llega a la mente, restando importancia a si ocurrió el primer día, el segundo o el cuarto.

Siempre soñé conocer Brujas.

Desde hace décadas, desde mi estancia en Edimburgo, algo poderoso encerraba su nombre, Brujas. Veía fotografías, reportajes en la televisión, publicidad por internet. “¡Algún día llevaré a mi chica allí!”. Me decía, una y otra vez, ensimismado con aquella ciudad de postal navideña, de cuento de hadas, con sus calles adoquinadas, sus casas y puentecitos de piedra, sus coquetas iglesias de estética medieval. Me veía yo, nos veía, cabalgando sobre una yegua blanca, briosa y noble. Espada en ristre, mi chica sentada sobre la grupa, a la antigua usanza, sus piernas juntas sobre el lomo izquierdo de la bestia, agarrada a mi poderosa cintura…

¡Jorge, despierta!

En fin, que tocaba excursión a Brujas.

Paseos, un café expreso a precio de barril de petróleo árabe en tiempos de crisis (sudores fríos sólo pensar en un capuchino), iglesias, fotos tiradas al tuntún, callejuelas abarrotadas, un bocata aquí, una jarra de cerveza helada allá, otro gofre del demonio acullá, más fotos. Lo que viene a ser tiempo de asueto en población extranjera. Camino contemplando sus canales, Ámsterdam acude raudo al pensamiento, otra casilla en mi lista que no logré tiquear durante la etapa escocesa. Algún día, me digo. Lucen apacibles los canales, con esas barcazas abarrotadas de gente, que surcan sus tranquilas aguas. Mi imaginación abre su puerta −ñiiiiiiiic, suena− en busca de cocodrilos al acecho, ojos amarillentos que asoman sobre la superficie del agua; cierro de un portazo. No es el momento. Ahora no. Observa, entrecierra los ojos, disfruta bajo el sol, escucha el murmullo del agua, las voces lejanas, las risas infantiles, sueña, vive… me digo en silencio.

Decido embarcar en uno de esos botes, evocando Praga, allá en otra vida (soy consciente de repetir esta expresión, así lo siento). Aunque en aquella ocasión se trató de un ferry pequeño. Elijo al azar, guiado por el instinto −de nuevo, la voz interior−, sin pensarlo demasiado, entre tres o cuatro barcos que ofrecen tour turístico. Rechazo el primero, no me atrae la zona donde se haya amarrado, tampoco me gusta la gente de la fila. Cosas mías, o de la voz. Camino unos minutos más y veo el que será mi bote, mi barco, mi velero, mi navío, mi galeón pirata... Bueno, tampoco nos vengamos arriba. Es una especie de patera raquítica, donde caben una treintena de personas, sentadas entre el centro y ambos bordes.

La operación de embarque tiene su aquel. Nunca imaginé la dificultad implicada. El sujeto al mando, a quién luego presentaré, nos va distribuyendo a babor, estribor y centro. Calcula a ojo, pesos, actitud, y dimensiones. Es un joven viejo lobo de mar dulce. Se las sabe todas. Nos divide después de una rápida ojeada, profesional, discreta a la par que profunda. Vamos, que nos hace una radiografía sin peligro radiactivo. Un crack, el piloto. Al mismo tiempo, recuerda a todos las normas básicas, tan básicas que de no comprenderlas deberías esperar sentado en el muelle, cual Penélope, las piernas colgando, mientras echas miguitas de pan a los peces. “Subid despacio, sin miedo, sentaros de inmediato donde yo indique. Bajo ningún concepto os pongáis de pie durante la travesía, sobre todo, muy importante, cuando atravesemos el Puente Bajo”.

Se llama Paolo, dice ser autóctono, pero con tal nombre yo lo imagino italiano. Un gondolero caído en desgracia, quizás por tener un tórrido encuentro con una cliente, esposa de un acaudalado hombre de negocios turbios, cuñado del primo hermano de un capo de la Camorra napolitana venido a menos. Un timonel huido  de su añorada isla natal, Burano, hermosa a la par que diminuta para esconderse. “La góndola o la vida. Tú eliges”, le dijeron aquellos tipos con cara de decirlo en serio. Enamorado hasta las amígdalas de su Góndola verde y dorada, eligió la vida. ¡Soy romántico, no gilipollas!, dice enfadado cuando le sacan el tema.

Paolo luce cabello azabache que caracolea, sus grandes ojos un mero reflejo; viste una camisola blanca lavada con Ariel, calza un sombrero ancho incapaz de poner bajo orden aquellos rizos indómitos, un fular fucsia protege su cuello de la brisa traicionera y de miradas indiscretas que buscan edades y currículum. Paolo es un tipo dicharachero. Está claro, me digo, este de belga tiene lo que yo de noruego. Vacila a unas y  otros, según vamos subiendo al bote. No hace ascos a nada. Domina tres idiomas, dice. Inglés, alemán, y por supuesto neerlandés. El italiano se lo calla, para no dar pistas (nunca se sabe dónde puede aparecer un Corleone aburrido). Cuando muestras tu tique, él hace la radiografía consabida y te pregunta: ¿inglés? ¿alemán? Para, mentalmente, trazar el croquis de su barca. Cuántos minutos ha de parlotear en cada idioma y dirigiéndose a qué zona.

Distraído con tanto detalle, no capto el significado de su pregunta cuando llega mi turno:

−¿Inglés?

−No, español −respondo.

−Amigo, me temo que hasta ahí no llego – dice entre risas.

Como toda la conversación fluye en el idioma del viejo Shakespeare me coloca en el sector correspondiente de su chalupa romántica.

El trayecto es placentero. Paolo se gana por goleada a todos y cada uno de los pasajeros. En el trío de lenguas. Salta de una a otra como si presionara la tecla correspondiente, como si hubiera nacido de tres madres distintas, al mismo tiempo. Un intérprete haciendo malabares. Un genio del parloteo. Ríe, dispara chascarrillos, comenta curiosidades (“miren a babor, a ese lado no, al otro, allí arriba se encuentra la ventana más estrecha de toda Bélgica, probablemente de toda Europa; allá, en la esquina, la casa amarilla, donde vivía una familia más rica, en aquella época, que Ángela Channing; a este otro lado, tres ventanas tapiadas, como simbólica protesta al añejo impuesto por ventana”).

Delante de mí, una pareja española. Al borde de una adolescencia tardía. Ella, radiante de puro joven −te haces mayor, Jorge− encandilada busca un arrumaco. Él, que parece no darse cuenta, contempla embobado las malditas ventanas. La muchacha lo mira como a un hombre le gustaría ser mirado. El mozo, serio, de ojos cansados anclados en el vacío, ignora su fortuna. Ninguno de los dos habla inglés. Van a lo suyo, satélites distraídos. Esas cosas se notan. Al menos yo las noto (fueron más de trece años en la  Bonnie Scotland). Él, torpe, a punto de levantarse bajo uno de los puentes, desiste tras la sonrisa severa del patrón. Confirmado, ni papa de lengua inglesa.

La barcaza, ya próxima al final del recorrido, dará la vuelta y navegará el canal en sentido contrario hasta alcanzar otro de los muelles, explica Paolo idioma tras idioma.

−¡Atentos! −dice. Su cara refleja una mezcla de emoción, sorna y hastío− Vamos a pasar por debajo del Puente del Amor Eterno. Cuenta la leyenda que, si una pareja se besa bajo su arco mágico, el amor que los une jamás perecerá.

Sonrío triste vislumbrando a Erika junto a mí, imaginando el abrazo de Marina (mientras besa mi mano), quizás añorando la mirada de Ella. Doy gracias por las gafas negras, anchas, de patilla extendida, cobijo de unos ojos húmedos víctimas de absurdas ensoñaciones. “¿Por qué no veré putos molinos, como Don Quijote?”, maldigo para mí mismo.

La pareja española no se besa. Ni de verdad, ni de mentirijillas. Conversa en voz baja, que si el coche alquilado, que si la tarjeta de trasporte, que si la excursión a Gante. Que si los bocatas de atún. La pareja no se besa y mi alma muere de pena.

−Dios da pan a quien no tiene idiomas −digo, casi en voz alta.


(Brujas, 2024)


                                         

(Praga, 2006)



domingo, 12 de mayo de 2024

F183 - Guerrilla psicológica, (Bruselas VIII)

 

Nunca fui de llevarme cosas de los hoteles. Me parece una cutrez. Echar al saco algún jaboncillo o botecito de gel tamaño vuelo Rallaner , o sobrecito de champú, o cepillito de dientes que jamás de los jamases utilizarás, o el peinecito absurdo, … es aceptable. Pero levantarte toallas, ceniceros (cuando existían), albornoces, vajilla, cojines, cuadros, televisores planos en el fondillo de la maleta… ya es demasiado. Nunca lo entendí. Siempre lo achaqué al morbo, o al exhibicionismo para fardar entre expoliadores como si comparasen cicatrices de guerra: mira, esta taza la mangué en el Palace en el 95; ¿has visto la Samsung 55 pulgadas que birlé de la habitación Paradise en el Caledonia allá por el 2006? Un sin sentido.

Lo que nunca había encontrado es lo inverso. Me explico. Que el hotel “te robe” a ti. Una exageración, lo sé. Sin embargo, mi última experiencia me lleva a pensar en complots contra mi persona o quizás pura y simple venganza. La chica de la recepción me la tiene jurada desde el pequeño incidente con la caja fuerte de mentirijillas. No se lo tomó bien. Lo noto. Cada vez que bajo a desayunar me echa miradas de soslayo cargadas de radiactividad. “Ojalá se corte la leche de los cereales y vayas directo al baño”. Parece pensar, con aquellos lindos y peligrosos ojos azules. ¡Yo tan sólo quería ser amable, darle conversación! Pero cuando me pongo nervioso (esa voz dulce por teléfono) no logro filtrar el contenido que brota desde las profundidades del cerebro hacia mi boca.

Primero fue una toalla desaparecida. Todo un misterio. Nada más producirse el episodio de la cutre caja, a mi regreso. ¡Zas! Desapareció la toalla de manos. Busqué y busqué y busqué, sin éxito. No lo podía creer. Tentado estuve de llamar a Iker Jiménez. Bajé a la recepción.

−Disculpa, no hay toalla pequeña en mi habitación.

−Buenos días −dice, tirando con bala.

−Buenos días −me tiembla la voz −no tengo toalla pequeña.

−…

−Mmm −miro el cuadro que tiene detrás, amapolas en jarrón chino. Su mirada me hace una radiografía y una resonancia magnética por el mismo precio.

−De acuerdo, se lo comentaré al personal de habitaciones.

−Gracias, muy amable.

Vi cómo, desganada, garabateaba algo sobre una tarjeta. No en un bloc con el membrete del hotel, no en una libreta de tapa brillante, ni siquiera en el ordenador. Una mísera tarjeta arrugada que (estoy seguro) irá directa a la papelera, hecha un gurruño, en cuanto le de la espalda. ¡Me la tiene jurada!

En los hoteles de alto copetín son muy suyos. Aborrecen que les llamen la atención, que reclames algo, por muy educado que te muestres, por mucha sonrisa profidén que exhiban.

Por la noche, la toalla sigue desaparecida en combate. Carezco de fuerzas para reclamación alguna, estoy reventado cual recluta de infantería. Esto del turisteo dominguero debería remunerarse. Decido concederme una larga ducha y al amanecer volveremos a las trincheras.

Voy a acostarme, pongo un rato la televisión. Debo hacer oído con el neerlandés, el alemán o flamenco. Ni idea de cual usan los personajes de la serie en el único canal disponible. Hablan raro, pero les voy  cogiendo el puntito. Algo falla en la cama. No estoy cómodo. ¿No me habrá hecho “la petaca” como en el internado? Pienso asustado, recordando aquella forma de tortura estudiantil, que consistía en doblar una de las sábanas por la mitad, de modo que imposibilitaba el estirar las piernas. Compruebo la ropa de cama. No se trata de eso.

Falta la sábana encimera.

¿Qué será lo próximo: ¿la almohada, el edredón, la alcachofa de la ducha?

Es una guerra psicológica. Estoy seguro. Lo hace a propósito. Da instrucciones al personal de habitaciones, la muy. O quizás entra ella a hurtadillas para boicotear la faena de las trabajadoras. Cualquier cosa para darme una lección. No debí enfadarla con lo de la caja acorazada de juguete y después rematar con la maldita toalla (debería haberme secado la cara con la esquinita de la toalla grande, o con el secador corriendo el riesgo de quemarme las pestañas). ¡Te has aburguesado, Jorge! Me abronco.

Al día siguiente bajo a desayunar. Espero agazapado tras una esquina y cuando la moceta maligna se gira para coger unas llaves, me lanzo a la carrera agachado, cual Hombre de Harrelson (ni el mismísimo TeJota, oigan). Uf, no me vio. Por los pelos.

Lleno el plato de aquellos manjares de hotel de alto copetín (salchichón, chorizo, jamón york, panecillos, queso, alubias dulces para guiris, beicon, huevos revueltos, un par de pares de salchichas ahumadas, tostadas…), me lanzo a por la bollería, que le den al autocontrol (cruasán, muffin de chocolate, brazo de gitano, tarta de yaya belga…), bol de cereales, leche (cruzo los dedos al recordar la probable maldición) café, zumo de naranja, yogur… El plan es comer y comer y comer hasta que mi archienemiga finalice su turno. Así lograré esquivarla, tengo una treta en mente.

Me saltaré las reglas.

Mostrador despejado. Subo con brío las escaleras. Es un decir porque voy tan lleno que el estómago roza los peldaños. Me arrastro. ¿Quién fue el genio con la idea de que el ascensor era una ordinariez en estos hoteles de alto copetín? Al fin alcanzo el piso correspondiente. Escucho voces, incluso cánticos. Provienen del extremo del pasillo contrario a mi cuarto. ¿Serán las personas que arreglan las habitaciones? Nunca las logré ver. Creo que salen de un universo paralelo, hacen su trabajo  y vuelven a desaparecer. Como mucho ves un carrito, olvidado, lleno de rollos de papel higiénico, toallas, sábanas y potingues de higiene. Sigo el sonido de la canción. No me lo puedo creer, están cantando la Macarena. En realidad, cantan los Del Río desde un aparato de radio antiguo. Un transistor que decían nuestros padres. Las dos mujeres se limitan a seguir la coreografía rematada por un gritito iiiiaaappp y salto sincronizado. La puerta abierta e indiscreta.

Entro sin llamar y las pillo con todo el fregado.

Sorprendidas, ligero sonrojo en sus mejillas, disimulan estirándose el uniforme y continúan, pasando la mopa una, y dando palmaditas a un edredón la otra. Dos belgas haciéndose las suecas. Esto debe de ser la famosa globalización.

Me dirijo a ellas en inglés. Una, de mediana edad, la otra apenas una cría. Muestran cierto parecido físico (rostro redondeado, ojos grandes y claros, cejas pobladas). Me juego el desayuno de mañana (gratis) a que se trata de madre e hija. No entienden nada. Nothing de nothing. Cero. Niechts. El inglés no es lo suyo. Toca expresarse en el idioma internacional. Comienzo a hacer mímica como si tuviera ascendencia italiana. Uso inglés, español, francés inventado. Palabras sueltas para que las pillen al vuelo. Importante, el número de habitación. Hago alarde idiomático.

Oui. Yo, room deu tres four. ¿Tú comprender? Sá-ba-na. −digo, pizcando entre pulgar e índice la puntita de la susodicha. En inglés no me atrevo. Ya saben, todo depende de aquellas malditas vocales largas o cortas… sheetshit… No deseo más equívocos, y menos los escatológicos, que son muy desagradables a la hora del desayuno.

−Ja, ja −dice la jovencita (afirmativo, en su idioma, suena ya, ya). La presunta señora madre me observa como si yo necesitara ayuda psicológica.

−Abajo. Lady. Recepción. Shhhh. Niet. Top secret. ¿Ok?- les digo, bajando la voz. La sola idea me provoca temblor de rodillas. La joven guerrillera no debe conocer mi queja furtiva.

Ahora ambas me observan cogiéndome las medidas, a ojo de buen cubero, para la camisa de fuerza.

Me despido, con la mano, agotado del dispendio idiomático. Las dejo con su labor multidisciplinar (logística, limpieza, arte). Podría haber salido peor, me digo.

Salgo del hotel, mochilita a la espalda (mapa, libro, paraguas plegable, frutos secos, gafas de viejo), y me encamino al apeadero del tren. Aquel en medio de la nada. Dispuesto, un día más, a turistear como si no hubiera un mañana.

De regreso a la noche, alcanzo a rastras la puerta de mi habitación. La mochilita pesa como mochilón de maniobras en los Monegros. Paso la tarjeta magnética, una, dos, tres veces. Luz roja, roja… verde. Hotel de alto copetín. Si hubiera fallado una cuarta vez me veía gritando aquello de ¡Ábrete sésamo!

Me descalzo, dando un puntapié a las viejas zapatillas, asomo la cabeza tras la puerta del baño, allí está la toallita, doblada, junto al lavabo. Arrastro los pies hasta la cama. La abro cual sobre sorpresa… me recibe, blanca como vestido nupcial, impoluta, tirante cual colchoneta elástica, limpia y pura… la sábana.

¡Qué grande dominar idiomas!

 



domingo, 5 de mayo de 2024

F182 - Con las botas puestas, (¿Bruselas VII?)

 

Los recuerdos se entremezclan. Son ranas que saltan de charco en charco bajo una tormenta tropical. Un recuerdo lleva a otro, y éste a su vez a un tercero. Pido disculpas anticipadas si alguna batallita relatada se repitió en escritos pasados. Mi memoria juega conmigo al pilla, pilla, y cuando se cansa prueba al escondite anglosajón: un, dos, tres, al escondite inglés.

Decidí dar un paseo por el centro de Bruselas. Las callejuelas abarrotadas de turistas, estudiantes, jubilados, e incluso gente con prisas (supongo que aquí también se trabaja). Huele a chocolate, cerveza y alegría.

Lo he vuelto a ver. Parado en su esquina habitual, en la boca de cierta calle donde el aroma a cacao impregna cada baldosa, cada señal, cada escaparate. Es el chico del palo. Un jovenzuelo  que apenas supera la mayoría de edad. Pelirrojo, cabello ensortijado, con un salpicón de pecas bajo los ojos, mirada risueña, sueños intactos.

El chico del palo, así lo he apodado, sujeta, estoico, aquella larga barra con la mano izquierda, mientras maneja diestramente el móvil con la otra. En lo alto de la vara un enorme cartel anuncia un restaurante para mí desconocido. “¡Venga a probar los mejores mejillones de todo Bruselas!”, dice la leyenda, en inglés, bajo el nombre, en rojo chillón, del escondido local; una flecha adjunta indica la dirección, al girar la esquina. Nunca acudas a bar con menú en inglés, regla número uno del viajero, pensé.

De inmediato recordé al otro chico del palo. Aquel que hacía la misma labor en mitad de Princes Street, en la lejana y añorada Edimburgo. Aquel chico del palo a quién  en su día deseé sustituir. Anunciaba una famosa hamburguesería, fiel rival de aquella otra que me concedió el honor de limpiar sus letrinasAl igual que dicen los personajes  en “Dreamcatcher” : SSDD (Same Shit, Different Day), aquí sería SSDN (Same Shit, Different Name).

Ocho libras la hora por sujetar un palo en mitad de la calle. Un chollo en aquellos tiempos remotos. Los trabajadores variaban en aspecto, edad y sexo. Algún espabilado se llevaba una silla diminuta, de camping, plegable. Otro, pelo largo, aspecto hippy, acompañaba la espera haciendo malabares, dos pelotas rojas en la mano libre, mientras ofrecía una gorra del mismo color a los pies. Desconozco si las monedas extra eran declaradas a la empresa patrocinadora o ésta hacía la vista gorda. Yo, lo tenía claro, hubiera llevado la novela que leía por entonces (el mencionado tocho de Stephen King, rondando las mil páginas). Ocho libras la hora por leer al maestro. ¿Qué más podía pedir? Sin embargo, para agarrar el archiconocido “palo” (comidilla en los corrillos del Jewel Esk Valley College, entre italianos, españoles, polacos y algún chino con ganas de aventura), debías rellenar una solicitud, aportar referencias, ser íntimo (en plan ducha juntos) o familiar de segundo grado de alguno de los portadores del susodicho palo, y rezar. Aquello era como sacar la carrera de Notarías con un cinco raspado en Derecho Económico, pero sin estudiar. Imposible. Así que tuve que conformarme con leer, abonando consumición, en mis habituales cafeterías.

Leer en la calle, sujetando un poste, a la intemperie…

La rana salta un charco más.

Es mi mendigo favorito. Lo era. No acostumbro a dar dinero a los que piden, salvo cuando me pillan con el alma rozando el suelo. Lo contemplo allí sentado a lo indio, la espalda erguida, como si estuviera en formación; camiseta caqui, braga al cuello a juego, guerrera de camuflaje. Sus escasos bártulos a su vera, ordenados y recogidos como para pasar revista (saco, esterilla enrollada, mochila pequeña, un par de libros de tapa blanda y avejentada). Ronda la cuarentena. Cabello corto, patillas largas, aspecto pulcro, sonrisa sempiterna. Sonrisa natural, sin mostrar los dientes, algo tímida, honesta, de esas que junto a los ojos enseñan, sin pudor, limpia la conciencia. Una sonrisa digna.

No mendiga, no incomoda a los viandantes. No blasfema ni insulta. No escupe, ni siquiera fuma. Callado, se limita a saludar, cuando cruzas la mirada con él, con una leve inclinación de su rostro. A sus pies, un gorro de lana verde, boca arriba (unas tristes monedas a su abrigo), y un cartel que reza: “Ex – militar. Nº 62157…  Regimiento X de su Majestad. Una ayuda, por favor. Dios les bendiga”; junto a él, su cartilla militar expuesta. Se llama Darren. Dan.

Un día, torpe de mí, le llevé un saco de dormir. Azul oscuro, a estrenar (nunca fui de monte ni acampadas), criaba polvo en mi cuarto. Se lo ofrecí con respeto.

−Ya tengo el mío, pero gracias – dijo, señalando su viejo saco caqui. No perdió aquella sonrisa sincera. Sus ojos no liberaban los míos.

−¿Qué lees? – no pude evitar preguntarle, mi dedo apuntando hacia sus libros.

Me mostró las portadas, los títulos. Novelas policiacas, escocesas.

−Tengo unos cuantos del género. Puedo traerte alguno, si quieres.

−Claro, gracias – su mirada ya olvidó mi anterior torpeza.

Dejé unas monedas, incapaz de apartar la vista.

God Bless you, pal. – dijo; mentón ligeramente inclinado.

Ya de regreso en España, años más tarde, leí sobre su fallecimiento en el Evening News digital. Muy enfermo, en la antesala de la Navidad, lo habían ingresado en el hospital. No superó las primeras horas.

Tenía mi edad.

Murió con su viejo uniforme y la dignidad por sombrero. Le hicieron un sentido homenaje. La Ciudad, los Mandamases (aquellos que defienden sus banderas con la sangre de otros), pero sobre todo el Pueblo (indignado), los transeúntes, aquellos que lo veían cada día, sentado erguido, sonriendo, en un extremo de Princes Street, junto a las escaleras de Waverley Station. Aquellos que compartían con él un café caliente, unas porciones de pizza, unas monedas, una sonrisa. Aquellos que mil y una veces le ofrecieron consuelo.

Quizás rechazó la ayuda oficial como lo hizo con mi saco de dormir. Lo ignoro. Tal vez, su forma de sobrevivir, de afrontar lo experimentado en la guerra, consistía en permanecer en la calle, recibiendo el calor y cariño de los suyos (qué envidia de paisanos) con el rostro alzado, la mirada limpia, y las botas puestas.

Va por ti, Dan.

 






miércoles, 1 de mayo de 2024

F181 - Un castillo con fantasma, (Bruselas VI)


Retornemos a Bruselas.

Como sabrán ustedes, todo castillo que se precie tiene un fantasma. Un alma en pena que vaga entre sus paredes de piedra buscando algún ser querido o una explicación de por qué diantres le expulsaron, de este mundo, de forma tan repentina, y maleducada, casi brutal (sablazo en la cabeza, por ejemplo).

Otros fantasmas no son ectoplasmas sino físicos, más de almorzar patatas con chorizo, para que me entiendan; entes corpóreos con el ego subidito de tono y modales a juego.

Pero, vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador y canta Estopa.

Tras la contemplación exhaustiva de la catedral, a nivel de tesis doctoral, con sus cientos de cuadros, vidrieras, arcos, estatuas y otros elementos sacrosantos. Me digo, ¿y ahora qué? La respuesta es evidente: ahora el castillo.

Siempre que visito una ciudad, con un poco de renombre, echo un vistazo rápido a la guía turística en busca de las dos atracciones top, digamos. Adivinaron: catedral y castillo, y si está cerca el uno de la otra, mejor. Si se hallan lejos, ya buscaremos algún pub entre medio para labores de avituallamiento, no es cuestión de llegar deshidratados y exhaustos. Sin embargo, no hubo suerte. El castillo más cercano se hallaba en Gante.

¿Para qué están los trenes?, me dije. Y hacia Gante me dirigí.

Castillo y catedral. O viceversa. ¿Por qué? Sencillo: de vuelta a casa, a menudo te encuentras con el típico listo de turno, ya sea en alguna fiesta (pegado a los canapés, poniéndose ciego de salmón noruego y verdejo), o quizás en una cena de empresa, o en el vermú de los domingos, entre pincho y corto de cerveza, quien te suelta: “Ah, Bélgica, sí, magníficos castillos, viste alguno por dentro, supongo”. Si respondes de modo afirmativo, de inmediato, el pitagorín contraataca: “¿Y la majestuosa catedral en Bruselas?”; “ Por supuesto”, contestas (“¡toma, capullo!”) inflado de orgullo cual pavo yanqui la víspera de Acción de Gracias. “¡Turistillas domingueros a mí!” te dices, ufano. Pero entonces, por la espalda, a traición, champiñón a punto de ser engullido, el espabilado de la clase remata: “¿Y la ermita de los Dominicos Austeros de San Benedicto el Pobre? Sí, hombre, esa situada a unos 248 kilómetros al este de la ciudad, pasada la montaña tal, junto al valle cual”. Y tú llenas la boca con seis tostaditas untadas de paté de oca silvestre, ciscándote, por lo bajini, en todos sus muertos más frescos (como diría el Reverte), y con el Rioja en mano le haces gestos, espera que trague, espera. Con disimulo de actor de compañía teatral pueblerina, miras al fondo de la barra, y sales con premura para saludar a una señora a la cual no conoces de nada. ¡Malditos listillos trotamundos! Balbuceas mientras masticas y masticas y masticas, en un intento de no morir atragantado.

Queda fatal no visitar el castillo.

En esta ocasión lo hice a lo pro, como dicen los chavales hoy en día (les da pereza incluso hablar, pronuncian una de cada tres sílabas: “Bro, ¿te hace un selfi a lo pro?”). A lo profesional, de toda la vida. Alquilé un aparato de esos como de agente secreto, de tebeo, Anacleto. Una guía de voz, o algo así, lo llaman. Un ladrillo negro, con teclas numeradas enormes (por si olvidaste las gafas de viejo), al igual que aquellos Motorola de los 90,  pero a lo bestia.

Allá estaba yo, con el móvil prehistórico pegado a la oreja, que menuda pinta para una foto, oigan. Serían las cinco y media de la tarde. Cielo azulado, nubes como algodones. Brisa embriagadora. Una delicia.

El cacharro propagaba voz con acento hispanoamericano, ignoro la procedencia exacta (latino me suena a Imperio de Roma). Era como escuchar una película de Disney de la infancia, mal doblada. El emisor se iba por las ramas, saltando de una a otra cual chimpancé adolescente. Mostraba una ligera obsesión por las aventuras de faldas de la aristocracia, realeza y populacho, no hacía ascos a ningún estrato social. Un profesional del papel cuché edición Edad Media, todo aderezado con lenguaje actual y hortera (el señor del castillo, Fulano, tuvo un rollete con la tejedora Mengana; con ese estilo). Mi interés, insatisfecho, más cercano a batallas, torturas, justas y decapitaciones (quizás debería aparcar la novela negra nórdica por una temporada).

Hubo momentos en que apagué aquella voz de guía plasta. Ya me pondré al día, cuando regrese, viendo un maratón de Sálvame Vintage, pensaba. Me limité a contemplar aquellos pasadizos, celdas, rejas, torretas con boquetes en los muros por donde arrojaban brea ardiente como bienvenida al enemigo. Todas esas cosas de castillo medieval.

En aquellos cometidos andaba cuando advertí un grupo que me precedía. Constaba de una docena de personas, guía incluido. Uno de carne y hueso, de esos que hablan con voz engolada y potente, para darse importancia y amortizar el curso CCC estudiado: “Guía Profesional de Castillos del Medievo y Otras Fortalezas”.

El tipo se dirigía a ellos en inglés.

Esta es la mía, me dije. Lección de listening, by the face (“escuchar un rato inglés, por la cara”, para los no bilingües). Me arrejunté con disimulo, justo en el límite del grupito. Miraba, de soslayo, el habitáculo enrejado, lleno de jaulas, armas e instrumentos de tortura, activando la antena en modo idioma de Shakespeare.

Una maravilla el cicerone. Por fin, me enteré de cómo colgaban, torturaban y acuchillaban en aquellas lúgubres mazmorras. Cómo castigaban y humillaban a los inocentes (toda la puta vida igual) mientras el malo se iba de rositas, con la rubia de turno, a la grupa de su negro corcel.

Me separé del corro. No era cuestión de abusar, además el guía por fascículos me saeteaba miradas que ni el mismísimo Mazinger Z y sus rayos láser. Continué a mi libre albedrío, en otra dirección, alejándome de los británicos.

Yo solo.

Un salón enorme. Frío como caserón de pueblo. En la pared del fondo una inmensa chimenea. Les costó lo suyo, relataba mi amigo locutor, encontrarle el truquillo al asunto. Sacar el humo del habitáculo. Hartos de medio asfixiarse mientras asaban los jabalíes, en mitad del salón. Hasta que un día, el  vivo del burgo (los ha habido en toda época), pagado por los ricachones propietarios, abrió un hueco en el muro por donde pululaba el calor, calentando la sala, a la par que extraía el humo hacia el tejado.  ¡Con lo sencillo que parecía!

De repente veo una sombra.

Una silueta oscura, bajo el umbral de la puerta más lejana. El grupo se había dirigido hacia otro cuarto, detrás de mí. Nadie me precedía. Nadie podría haberme adelantado sin verle. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo, de norte a sur, atravesando el ecuador donde nunca se pone el sol (no entremos en detalles).

Acelero el paso, camino de otra salida. Creo que me saltaré aquella habitación, me digo. Miro por encima del hombro, la silueta avanza hacia mí. Una figura negra como sotana de cura aldeano. Shite! maldigo en escocés. Amplío las zancadas, al borde del trote, con cuidado de no tropezar con algún objeto expuesto y que la factura/fractura no compense el viaje.

Recorro la estancia lateral a toda prisa. No contemplo nada (cuadros, ventanas enrejadas, espadas, escudos, nada, una pérdida monetaria). La forma tenebrosa me persigue, emitiendo un sonido gutural, tétrico, cual voz escapada del averno.

-          —Ehhrghhh, jij; ehhrghhh jij.

Acojonadito subo los escalones de tres en tres a la azotea. La altura es de vértigo. Mi reino por una escalera de incendios. Banderas, estandartes, torretas, mirillas para asomar lanzas y flechas, pero ni rastro de la parabólica (cómo se apañarían estos señores sin Netflix), pienso de forma absurda y obsoleta, de puro terror.

El ente me alcanza. Quedo petrificado.

-          —Oiga, usted – dice, al fin en inglés, jadeando.

Respiro con alivio.

Se trata de una vigilante del castillo. Uniforme negro, con una especie de capa a juego. Morena, cabello corto, aspecto de portera de discoteca como segundo trabajo. Me tranquilizo un poco, no lleva porra, ni pistola, ni una triste hacha, o maza, o un garrote de esos con clavos incrustados.

-          —No puede separarse del grupo. Rápido, vamos. Estamos a punto de cerrar. No se demore – dice con acento alemán; tono serio, brusco rayano en lo borde.

No es un fantasma, es la loca del castillo.

Obedezco como un niño chico regañado. Nunca lleven la contraria a una persona uniformada y con cara de dieta vegana. Podría resultar perjudicial para su salud y bienestar.

Concluyo la visita de manera precipitada y la aguja motivacional apuntando a la reserva. La poli germana me ha chafado el momento. Incapaz de reunir fuerzas para explicarle su error, que no formo parte de ningún grupo, que voy por libre, como el ave que escapó de su prisión, que cantaba el bueno de Nino Bravo.

Lejos de mi agrado el quedar solo, encerrado en un castillo, con o sin fantasmas.