domingo, 5 de mayo de 2024

F182 - Con las botas puestas, (¿Bruselas VII?)

 

Los recuerdos se entremezclan. Son ranas que saltan de charco en charco bajo una tormenta tropical. Un recuerdo lleva a otro, y éste a su vez a un tercero. Pido disculpas anticipadas si alguna batallita relatada se repitió en escritos pasados. Mi memoria juega conmigo al pilla, pilla, y cuando se cansa prueba al escondite anglosajón: un, dos, tres, al escondite inglés.

Decidí dar un paseo por el centro de Bruselas. Las callejuelas abarrotadas de turistas, estudiantes, jubilados, e incluso gente con prisas (supongo que aquí también se trabaja). Huele a chocolate, cerveza y alegría.

Lo he vuelto a ver. Parado en su esquina habitual, en la boca de cierta calle donde el aroma a cacao impregna cada baldosa, cada señal, cada escaparate. Es el chico del palo. Un jovenzuelo  que apenas supera la mayoría de edad. Pelirrojo, cabello ensortijado, con un salpicón de pecas bajo los ojos, mirada risueña, sueños intactos.

El chico del palo, así lo he apodado, sujeta, estoico, aquella larga barra con la mano izquierda, mientras maneja diestramente el móvil con la otra. En lo alto de la vara un enorme cartel anuncia un restaurante para mí desconocido. “¡Venga a probar los mejores mejillones de todo Bruselas!”, dice la leyenda, en inglés, bajo el nombre, en rojo chillón, del escondido local; una flecha adjunta indica la dirección, al girar la esquina. Nunca acudas a bar con menú en inglés, regla número uno del viajero, pensé.

De inmediato recordé al otro chico del palo. Aquel que hacía la misma labor en mitad de Princes Street, en la lejana y añorada Edimburgo. Aquel chico del palo a quién  en su día deseé sustituir. Anunciaba una famosa hamburguesería, fiel rival de aquella otra que me concedió el honor de limpiar sus letrinasAl igual que dicen los personajes  en “Dreamcatcher” : SSDD (Same Shit, Different Day), aquí sería SSDN (Same Shit, Different Name).

Ocho libras la hora por sujetar un palo en mitad de la calle. Un chollo en aquellos tiempos remotos. Los trabajadores variaban en aspecto, edad y sexo. Algún espabilado se llevaba una silla diminuta, de camping, plegable. Otro, pelo largo, aspecto hippy, acompañaba la espera haciendo malabares, dos pelotas rojas en la mano libre, mientras ofrecía una gorra del mismo color a los pies. Desconozco si las monedas extra eran declaradas a la empresa patrocinadora o ésta hacía la vista gorda. Yo, lo tenía claro, hubiera llevado la novela que leía por entonces (el mencionado tocho de Stephen King, rondando las mil páginas). Ocho libras la hora por leer al maestro. ¿Qué más podía pedir? Sin embargo, para agarrar el archiconocido “palo” (comidilla en los corrillos del Jewel Esk Valley College, entre italianos, españoles, polacos y algún chino con ganas de aventura), debías rellenar una solicitud, aportar referencias, ser íntimo (en plan ducha juntos) o familiar de segundo grado de alguno de los portadores del susodicho palo, y rezar. Aquello era como sacar la carrera de Notarías con un cinco raspado en Derecho Económico, pero sin estudiar. Imposible. Así que tuve que conformarme con leer, abonando consumición, en mis habituales cafeterías.

Leer en la calle, sujetando un poste, a la intemperie…

La rana salta un charco más.

Es mi mendigo favorito. Lo era. No acostumbro a dar dinero a los que piden, salvo cuando me pillan con el alma rozando el suelo. Lo contemplo allí sentado a lo indio, la espalda erguida, como si estuviera en formación; camiseta caqui, braga al cuello a juego, guerrera de camuflaje. Sus escasos bártulos a su vera, ordenados y recogidos como para pasar revista (saco, esterilla enrollada, mochila pequeña, un par de libros de tapa blanda y avejentada). Ronda la cuarentena. Cabello corto, patillas largas, aspecto pulcro, sonrisa sempiterna. Sonrisa natural, sin mostrar los dientes, algo tímida, honesta, de esas que junto a los ojos enseñan, sin pudor, limpia la conciencia. Una sonrisa digna.

No mendiga, no incomoda a los viandantes. No blasfema ni insulta. No escupe, ni siquiera fuma. Callado, se limita a saludar, cuando cruzas la mirada con él, con una leve inclinación de su rostro. A sus pies, un gorro de lana verde, boca arriba (unas tristes monedas a su abrigo), y un cartel que reza: “Ex – militar. Nº 62157…  Regimiento X de su Majestad. Una ayuda, por favor. Dios les bendiga”; junto a él, su cartilla militar expuesta. Se llama Darren. Dan.

Un día, torpe de mí, le llevé un saco de dormir. Azul oscuro, a estrenar (nunca fui de monte ni acampadas), criaba polvo en mi cuarto. Se lo ofrecí con respeto.

−Ya tengo el mío, pero gracias – dijo, señalando su viejo saco caqui. No perdió aquella sonrisa sincera. Sus ojos no liberaban los míos.

−¿Qué lees? – no pude evitar preguntarle, mi dedo apuntando hacia sus libros.

Me mostró las portadas, los títulos. Novelas policiacas, escocesas.

−Tengo unos cuantos del género. Puedo traerte alguno, si quieres.

−Claro, gracias – su mirada ya olvidó mi anterior torpeza.

Dejé unas monedas, incapaz de apartar la vista.

God Bless you, pal. – dijo; mentón ligeramente inclinado.

Ya de regreso en España, años más tarde, leí sobre su fallecimiento en el Evening News digital. Muy enfermo, en la antesala de la Navidad, lo habían ingresado en el hospital. No superó las primeras horas.

Tenía mi edad.

Murió con su viejo uniforme y la dignidad por sombrero. Le hicieron un sentido homenaje. La Ciudad, los Mandamases (aquellos que defienden sus banderas con la sangre de otros), pero sobre todo el Pueblo (indignado), los transeúntes, aquellos que lo veían cada día, sentado erguido, sonriendo, en un extremo de Princes Street, junto a las escaleras de Waverley Station. Aquellos que compartían con él un café caliente, unas porciones de pizza, unas monedas, una sonrisa. Aquellos que mil y una veces le ofrecieron consuelo.

Quizás rechazó la ayuda oficial como lo hizo con mi saco de dormir. Lo ignoro. Tal vez, su forma de sobrevivir, de afrontar lo experimentado en la guerra, consistía en permanecer en la calle, recibiendo el calor y cariño de los suyos (qué envidia de paisanos) con el rostro alzado, la mirada limpia, y las botas puestas.

Va por ti, Dan.