sábado, 9 de febrero de 2019

F101 - En busca del tesoro desconocido (31 enero 2005)


Abro la vieja caja de zapatos. En realidad, en su día contuvo un par de zapatillas deportivas. De esos modelos carísimos, con inclinación de talón, cámara de aire, gel amortiguador, lengüeta aerodinámica, suela adherente, luces de posición y de frenado. Luego te las calzas, sales a correr y el desencanto es terrible, pues has de seguir dando zancada tras zancada. Te cansas, sudas, quieres detenerte y pimplarte una cerveza bien fría, o dos. Ya digo, una auténtica decepción.

Las originarias deportivas, ya desechadas, dieron paso a otro contenido. La caja, sólida, grande, de firme cartón (¡por ese precio, faltaría más!), aloja ahora una parte del pasado, un trozo de mi alma, un pedacito de mi corazón.

Su interior, repleto de tarjetas de visita, carnets de todo tipo, cartoncillos de lealtad de diferentes cafeterías (con sus circulitos en blanco y algunos ya estampados con el sellito, que muestra una carita con guiño, o una inicial, o un simple tick), antiguas cartas, algún que otro recorte de periódico, media docena de fotos, un cuarto de kilo de sueños, unos mililitros de lágrimas, kilos de felicidad.

Revuelvo entre las numerosas tarjetas y carnés. Los paso entre mis dedos, soltando un rápido vistazo a su anverso, como cuando de críos mostrábamos nuestros cromos repes, del Álbum Liga de Fútbol Española 1980/81, y el amiguito de turno, o compañero, con ojo de halcón seguía el rápido movimiento, cantando de seguidillo sí le tengo, sí-le, sí-le, sí-le,… ¡No lo tengo!, haciendo gala de un infantil leísmo autocorregido. 

Mis dedos se detienen en un pequeño carné de color blanco, unas iniciales mayúsculas en azul marino en su parte superior SCE, y una foto a color en la esquina izquierda de arriba. 

Contemplo ensimismado la fotografía. Mi diminuto retrato. No puedo aguantar la espontánea risa. Una carcajada sorpresiva, limpia, honesta, sin doblez. Justo todo lo contrario de lo reflejado en aquella instantánea. Una foto-carné tomada con testigos, con presión ambiental, sin intimidad, sin cortinas de fotomatón (donde habitúo a auto-retratarme para estos fines). Una imagen que muestra el rostro de un chico de joven apariencia. De falsa juventud. De piel tersa y pálida, ojos melancólicos, marrones con un punto de oscuridad, y sinceros. Flequillo que cae, perezoso, sobre la frente. Sonrisa fingida, forzada, falsa como la de un político negociando los presupuestos, pero más ingenua, amateur, inofensiva. Una sonrisa carente de maldad, hipocresía o doblez. Tan sólo sorprendida, nerviosa, apremiada por la incómoda presencia de observadores (fotógrafo, tutora, compañeros). El labio alto retraído, adherido a los dientes superiores, mostrando tan sólo la mitad de los incisivos. Los dientes inferiores cubiertos por el labio de abajo. Un aspecto caricaturesco, ridículo, vamos.

Río en la soledad de mi cuarto. Sin asistentes, ahora. Río libre, sin complejos. Y las risotadas me traen a la memoria las que creí olvidadas palabras, cantarinas, en tono ascendente, de Cristina, cuando le mostré el documento de identidad.

̶   ¿Pero qué le pasó a tu boca? Hay que ver, con la bonita sonrisa que luces, cuando quieres ̶  aduladora y, a la vez, tirando con bala, fiel a su estilo.

Se trataba de la tarjeta identificadora oficial del curso, que comenzaba ese mismo día. En el Stevenson College of Edinburgh. Mucho más cercano a nuestro piso sito en Dalry Road, que el añorado Jewel Esk Valley College, allá en Portobello, junto a la playa.

¿El curso? “Módulo de Turismo, con idioma adicional”. La experiencia vivida tras solicitar el puesto para Guía del castillo de Craigmillar, dejó un poso amargo y asimismo dulce, dentro de mí. Tocó la tecla equivocada, o la adecuada, según se mire. Mordió mi orgullo, causando sangre. Susurró en mi oído la frase ante la cual ningún riojano queda impasible: ¿A que no hay huevos…, Jorgito?

Decidido. Me convertiría en guía turístico profesional. Recorrería los recovecos del mismísimo castillo de Edimburgo y del Palacio de Hollyrood, explicando la historia oculta tras aquellos centenarios muros, relatando anécdotas curiosas, descubriendo sus misterios, todo ello marinado con graciosos y oportunos chascarrillos, que provocarían risotadas entre el grupo de visitantes. Realizaría mis monólogos  ̶  preguntas después, por favor  ̶  en un perfecto alemán, con ligero acento bávaro, un seguro francés, un básico japonés, y con alguna noción del lenguaje de signos. Bueno, de momento al matricularme marqué la casilla correspondiente al italiano, como idioma obligatorio. Sí, lo sé, muy similar al español, pero no era cuestión de comenzar abusando o alardeando de mis dotes lingüísticas.

El aula era una sala de reuniones de tamaño medio. En el centro, una enorme mesa ovalada, de madera oscura (y cara apariencia), rodeada de una docena de sillas altas. ¿Aquí vamos a estudiar, o a emular la Última Cena?, pensé con blasfema extrañeza.

La siguiente visión me sacó de dudas, bajó mi pensamiento a la Tierra, despertó mi curiosidad al mismo tiempo que provocaba un ligero temblor en mis rodillas: frente al lateral derecho de la mesa, se alzaba un trípode de largas patas negras; sobre él, nos observaba, oscuro y amenazante, el enorme objetivo de una cámara de vídeo. Una cámara de aspecto profesional. Una cámara con la que  podría filmarse Trainspotting II. Al fondo, tras ella, una enorme pantalla de televisión con plasma. Una maravilla de la tecnología audiovisual. Un sueño, hecho realidad, para un futbolero de sofá, bocata y birra. Un escándalo orgásmico para una adicta a los culebrones venezolanos.

El tembleque de mis piernas se trasladó a mi interior. ¿No irán a filmarnos en clase, así, de buenas a primeras, de sopetón, sin avisar, a traición, sin calentar siquiera, sin anestesia?

En aquel mismo instante, fui consciente de dónde me había metido. Yo solito. Sin retadores, sin presiones. Con ausencia de pistola, amartillada, apuntando a la sien. Yo, Jorge Ariz, incapaz de posar frente a un público desconocido para una mísera fotografía de carné. En pocas semanas me veré aquí, rodeado de espabilados jovencitos, que irradian inteligencia, frescura, belleza… y fotogenia. Aquí, en pie, folio en mano, powerpoint a la espalda, cámara al frente, tratando de analizar, y explicar, el apresamiento, encierro, juicio y ejecución de Mary, Queen of Scots,… en italiano.

Recuerdo contemplar, aquel primer lunes, la fachada del colegio. El enorme letrero con su nombre. Otra señal, pensé. Me gustan las señales. Son cual mensajes enviados desde una realidad paralela. Pistas que nos alcanzan nuestros seres queridos, ya ausentes (como aquel tintineo de monedas, cual campanilla escolar,  aquella señal del cielo). O quizás sean los ángeles, los emisores de tales etéreas misivas, o las ninfas, los duendes, alienígenas, o la señora esa, que aparece en la caja tonta, en horario de Teletienda, con mala leche, y amenazantes negras velas.

Otra señal, pensé. El primer libro que jamás leí en inglés (con la historia reducida, simplificada para principiantes estudiantes), unos meses antes de mi aventura escocesa, allá por el dos mil dos, alumno ya de aquella academia de idiomas, sita en la logroñesa y peatonal Calvo Sotelo, bajo las enseñanzas y los sabios consejos de aquella profesora guiri, que nos forzaba a parlotear durante todo el rato en la lengua de Churchill. Mi primera novela en tal idioma, elegida al azar, más guiado mi ojo elector por el numerito colorado, que indicaba el nivel de aprendizaje (3), que por título, autor o género. 

Mi primera anglicana historia. La isla del tesoro, por Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850 – Samoa, 1894).

Y aquí me hallo, frente al Stevenson College of Edinburgh, construido en honor al hijo predilecto, en busca de mi propio tesoro. Ese tesoro oculto, enterrado, olvidado. Ese tesoro desconocido.

¿Acaso otra Señal del Cielo?

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