lunes, 4 de febrero de 2019

F100 - La noche me confunde (II) (2005)


No recuerdo qué día de la semana transcurría. Pudo ser cualquiera, viernes, sábado, martes. Las calles de esta mágica ciudad se ven abarrotadas de gente cada noche, sobre todo por las zonas de copas. Es un lugar de encuentro, Edimburgo, donde se juntan turistas, locales, viajeros, mochileros, vividores y algún que otro trabajador en su rato de ocio. Se toman muy en serio esto de la farra, y luego nos arrojan, ofendidos y arrogantes, la fama a los españoles. Esos vagos con su siesta y su mañana, mañana. Lo afirman sin sonrojo alguno, sin arrugarse, tiesos como con escoba insertada. Una ciudad, y país, donde llamar un lunes por la mañana para alegar enfermedad y no acudir al lugar de trabajo (debido, en realidad, a una resaca del treinta) es algo visto y admitido con una normalidad apabullante. Pero luego nosotros, los españoles, italianos, portugueses, griegos somos los holgazanes, fiesteros, los bebedores, los absentes.

La zona de caza elegida, Cowgate. Justo debajo del puente de George IV, desde el cual, en otra ocasión, un tipo ebrio arrojó un enorme cono de tráfico, golpeando en la cabeza a una muchacha de dieciocho años, que se divertía con sus amigas, dejándola malherida. Sin embargo, para la honra de aquel irresponsable, él mismo se entregó en comisaría al día siguiente, al enterarse del estado de gravedad en el que se encontraba la joven. 

Salí del Opium, adonde había entrado víctima de un ataque nostálgico. Sí, otro más. Buscando mi dosis rockera como un yonki la suya de heroína. En el piso superior aún perduraba la música dura, heavy, metal, alternativa, lejos del pop rancio, la música electrónica y el cansino y empalagoso reggaeaton. Música poderosa que me devolvía a mis orígenes, a aquellas juergas nocturnas por Nájera, la calle Mayor de Logroño o cualquier otro pueblo cercano. Noches tranquilas de cerveza en botellín y mesa de billar. De conciertos con humo y hedor a alcohol y sudor. De saltos y cánticos en masa. Algún empujón, no más. Viejos tiempos, antes de que el Chumi Baio, su Ujá y la mierda de pastillas de colores  ̶  azules, verdes, rojos y amarillos, toma, toma lacasitos  ̶  que empezaron a meterse los críos, con botellines de agua, se cargaran la noche de sana fiesta.

Pero me centro, que me lío.

Salí del Opium con la carga totalmente ladeada. La nostalgia cuando muerde deja marca. A una pinta sigue otra. A una canción sigue la siguiente, a un disco otro. No recuerdo el número de vasos de pinta que dejé abandonados a su suerte, vacíos como cascarones. Sólo recuerdo la hermosura de aquellos sonidos, aquellas chavalas alternativas, enemigas del vestidito sexy y, sin embargo, más sensuales que ninguna.

Agradecí el frescor de la brisa. Maldije el brillo de las farolas. Tentado estuve de regresar al calor oscuro de la caverna. A aquel segundo piso, puerta del Ministerio del Tiempo, que comunicaba con los roqueros ochenta.

Miro hacia la derecha, hacia la izquierda. Ambos sentidos me resultan idénticos. No tengo ni pajolera idea de hacia dónde debo dirigirme, con el digno propósito de regresar a mi casa.  No me cabe ya la menor duda, en la cadena de montaje olvidaron instalarme el GPS. Bueno, quizás la media docena de pintas, por decir un número, que inundan mi estómago (sin un triste pincho de tortilla para hacer masa. En esta tierra de herejes no se estila eso de acompañar el bebercio con materia sólida. Sólo a posteriori. Cuando ya no existe remedio) tuviera algo que ver.

Se me acercan dos tipos de frente.

Son enormes, auténticos armarios roperos. Sus ropajes festivos me deslumbran, dañan mis adormilados ojos chinescos. Tonos fosforito, acompañados de gorritos ridículos. Trato de ponerme en guardia, por si se acercan con intenciones no tan ociosas. ¿Cómo era aquello? ¿Pie izquierdo algo adelantado, encarar al rival de lado, brazos separados y elevados? La teoría nunca llevada a la práctica es inútil. Añoro la frescura de un viejo colega de la capital riojana, que ante la duda provocativa, se deshacía de sus gruesas lentes y arreaba un cabezazo directo a la nariz del incauto e invasivo oponente. Tú hostia primero, luego pregunta. Era su triste lema. Cómo no iba yo a huir de todo aquello. De aquel chocar de cuernos. De aquella actitud, tan de Taller de Hombres. Como antes mencioné, el que cortaba el bacalao se cargó el buen rollito, la sana fiesta, allá en mi lejano país, en mi lejana otra vida.

Mas, por fortuna, no era el caso. La pareja disfrazada traía buenas intenciones. Supongo que deseaba adjuntarme para su causa. Alguna fiesta de empresa, o stag party, que es como denominan por estos lares a nuestras despedidas de soltero. Las de ellas, lo indico por eso de la paridad y el buen rollito (no se rían, que no está bien) las llaman hen party (sí, sí, nosotros los poderosos ciervos altivos con esa pedazo de cornamenta, ellas las gallinas,… y me ahorro  el símil. Para que luego hablen del sexismo del lenguaje español).

Abandono la ridícula postura, o su amago, ataque/defensiva, y apoyo mi mano izquierda en la pared, pues ésta tiene clara intención de caer sobre mí. No para quieta, la jodía. La acera es bastante estrecha, espero no trastabillar y caer a la calzada. Menudo cachondeo provocaría en la pareja carnavalesca.

Ya están frente a mí.

No sonríen demasiado. Mira que son sosos, estando de despedida de soltero y con esos caretos. Sólo os falta la goma, de oreja a oreja.

̶  Are you ok, Sir?  ̶  dice uno de los bigardos, el más cercano. El otro le respira a su derecha, sobre la nuca. Su tono es serio, sobrio y educado. Nada juerguista, ni siquiera provocador, ni ofensivo.

Miro sus chalecos brillantes, esos extraños sombreros. Malditas y estúpidas stag parties  ̶  susurro para mí  ̶  chicarrones del norte como vosotros vestidos como mamarrachos, para despedir la soltería de algún compañero. Os vais a cargar esta maravillosa zona de asueto alcohólico, del mismo modo que vuestros afines se cargaron la calle Laurel.

̶  Are you ok, Sir?  ̶  repite su gemelo, cual papagayo de pelaje amarillo chillón. Es otro pedazo de morlaco. ¿Qué desayuna esta gente, porridge como aquella chiguita de las Highlands?
̶  ¿Recuerda usted la dirección donde se aloja?  ̶  continúa el interrogatorio en un inglés-escocés férreo, marcando con dureza las erres.

̶  ¿Desea usted que le acerquemos en nuestro vehículo, señor?

Tanta sobriedad, educación y amabilidad por parte de estos parranderos nocturnos comienza a mosquearme. Nadie resulta tan amable cuando, se supone, lleva una importante dosis de veneno en vena. Nadie se muestra tan serio en el último homenaje al amigo que pronto perderá su soltería, libertad y cordura.

Esa seriedad me confunde. La noche y la seriedad me confunden.

Mis aletargadas neuronas comienzan a sujetarse, unas a otras, al igual que yo continúo haciéndolo con el rebelde muro a mi izquierda, empeñado en sepultarme. Mis ojos realizan un esfuerzo más allá de lo posible. ¿Necesitaré una visita a General Ópticas? Ya no estoy seguro si ante mí posan dos o cuatro reflectantes maromos. Respiro hondo, trato de serenarme. Me concentro. Keep talking, you just keep talking. Musita, surrealista, en mi oído mi vieja profesora del Jewel Esk Valley College, con su fuerte acento de Glasgow.

Sacudo la cabeza para alejar lo absurdo. Para centrarme. Miro y remiro a los tipos que siguen hablando con sus extrañas voces. Una ráfaga de lucidez me azota de lleno. Contemplo, por enésima vez, a la pareja. Los observo de abajo arriba. Botas negras relucientes e impolutas, pantalones de faena negros, impecables. Grueso cinturón, negro también, repleto de colgantes artilugios, envueltos en fundas o carteras de duro plástico, o quizás de cuero. Uno de los colgantes objetos, sospechosamente similar a una porra. Los reflectantes chalecos rígidos y abultados. Las gorras son de plato ancho… y en la pechera, sobre el corazón, un rectángulo azul oscuro, con una palabra sobreimpresa en blanco, en mayúsculas: POLICE.

Trago saliva. Bajo el brazo izquierdo. Miro de soslayo, sorprendido, pues la pared ha decidido no aplastarme hoy, tal vez mañaaaana. Adapto la posición de firmes, como lo hiciera antaño ante la figura del temido Teniente Montes, en mis tiempos de guerra. El taconeo me lo ahorro, no quiero parecerles un insensato.

̶  Sir, yes, Sir! I´m fine, Sir! I know my way home! (Y no, muchas gracias por su ofrecimiento, no deseo que ustedes me lleven a ningún sitio, en su deslumbrante coche patrulla). Esto último, confieso, lo menciono con la boca pequeña, en español de pueblo, y al cuello de mi punkarra camiseta, con legendaria leyenda: God Save the Queen!

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