lunes, 14 de enero de 2019

F96 - La Blanca Dama (diciembre 2004)


             La primera nevada del año se hizo esperar. Diciembre ya agonizaba, pidiendo a gritos su relevo en el agotado calendario. Copos como boinas, que dicen en mi pueblo, caían con parsimonia, planeando, flotando ingrávidos, sabiéndose dueños del tiempo, infatigables en su maravillosa tarea de colorear de blanco árboles, carreteras, coches, casas, almas, ilusiones y sueños.

            Cristina y yo aprovechamos la ocasión para inmortalizar nuestro abrazo, en una de las amplias aceras de Princess Steet, a una prudente distancia de las salpicaduras de los gigantescos autobuses, que convertían en realidad de barro esa efímera sábana blanca. A nuestra espalda el imponente y majestuoso castillo, tras una blanquecina neblina, sobre la oscura y escarpada roca, siempre vigía, siempre alerta ante la sigilosa presencia del posible enemigo.

            El frío es paralizante. Gorros, guantes, bufandas, botas y largos abrigos. Nuestras sonrisas congeladas para la posteridad, el brillo de nuestros ojos, reflejo de aquella infantil alegría bajo el incansable descenso de los lentos e hipnóticos copos. Nuestras miradas fijas en el objetivo, en manos extrañas, miradas ingenuas y confiadas, al tiempo que nerviosas y temerosas de contemplar por última vez la pequeña cámara digital, auténtico tesoro en aquellos tiempos en los cuales los teléfonos móviles tan sólo eran teléfonos.

            La tonadilla del mío propio rompe la magia del momento. Kylie Minogue nananéa su  Can´t get you out of my head, desde el pequeño Nokia azul cielo.

            ̶  Hello?
            ̶  Hola guapo. Soy Vera, te invito a comer.

            Vera, treintañera, mallorquina, simpática y dulce como una ensaimada. Vera es íntima amiga de Cristina. Compañeras de batallas, trabajos y aventuras. Poseedoras de esa complicidad curtida entre inmigrantes, que han peleado codo con codo la dureza del día a día, la rutina apisonadora de sueños, el frío, los madrugones y las lágrimas. Vera estuvo enferma hace unas pocas semanas. Una gripe de esas que paralizan. Que golpean tu cuerpo con la fuerza y el afán del boxeador experimentado. Que dejan cada uno de tus músculos para el arrastre, tu cabeza firmando armisticio rendida al dolor, y la fiebre tomando plaza permanente sin visos de abandono ni rendición. Cristina me pidió uno de esos favores que no es necesario ser pedido. Entre amigos, entre compañeros de fatigas, entre soldados en territorio comanche. Me solicitó mi permiso para acoger unos días a su amiga, tan débil que no se valía por sí misma, y se daba la casualidad de que sus compañeros de piso disfrutaban de las vacaciones navideñas allá con los suyos, en sus respectivos países. Cuidamos de Vera como en su día Cris y Marta cuidaron de mí, cuando aquel virus hospitalario me doblegó de rodillas, arrastrándome por mi particular milla verde, mi milla color melocotón, cuando convivía con la pequeña y maliciosa australiana. Ahora Vera deseaba recompensarme convidándome a un lunch en el restaurante donde servían los mejores nachos de todo Edimburgo.

            ̶  ¿Conoces el Blue Moon, en Broughton Street? ̶  dijo, con una sonrisa que se adivinaba tras el teléfono.
            ̶  No, pero me fío de tu buen gusto.
            ̶  El caso es que eeh…
            ̶  Va, suéltalo. ¿Qué pasa?
            ̶  Es un sitio gay, en el triángulo rosa de la ciudad… ¿Te importa?
            ̶  La duda ofende, Vera. Soy un tipo moderno, urbanita e inmigrante  ̶  afirmo, tratando de que mi voz no traicionara mi pensamiento pueblerino: ¡Un bar gay! Recordando la absurda desazón que me invadió la primera vez que unas amigas me llevaron a un garito de este tipo en el madrileño Chueca, allá por el pleistoceno, ellas tan rústicas como yo mismo, escandalizadas, sonrojadas y bulliciosas, como en una película barata, de director de barrio con ínfulas de grandeza, cual un principiante Almodóvar. Jorge, has de abrir el melón que tienes por mente. Me reprocho en silencio.

            La comida resultó espectacular. Al menos todo lo espectacular que pueden mostrarse unos nachos con carne, queso, salsa guacamole y rodajas de jalapeños crudos. Todo ello regado con un par de pintas de cerveza belga, fría y espumosa, como recién importada del tan cercano y lejano continente. Los camareros, de una amabilidad radiante. Todo fueron sonrisas y buenas maneras. El establecimiento acogedor, con sus velitas, su música tranquila de fondo, sus parejitas de todos los palos de la baraja, sus mantelitos adornados con motivos navideños y sus lavabos con olor a vainilla y pequeñas cestas, sobre una mesita a la entrada, repletas de preservativos de todos los colores, marcas, tamaños y sabores.

            La oscuridad nos recibe seria y gélida a nuestra salida. A pesar de que a penas son las cuatro de la tarde. Ya noche cerrada. Noche invernal en Edimburgo. El blanco de la nieve, ya dura, refleja el tono anaranjado de las farolas. Caminamos despacio, charlando, sonriendo al recordar nuestra peculiar velada. Vera habla, yo escucho. Subimos la empinada cuesta de Broughton Street y giramos a la derecha, cruzando el doble semáforo frente a uno de los iconos entre todos los pubs de la capital, el Conan Doyle. Enfilamos York Place, a continuación Queen Street y descendemos por una calle perpendicular hacia George Street, agarrados del brazo, más por combatir el frío que por costumbre. Al pasar junto al Temple, lo observo de soslayo con aprehensión, vergüenza y rencor. No escupo al suelo por la presencia de una señorita, y porque nunca fui machote de juramento contra Dios, escupitajo y toque de huevos. Casi al final de la calle, giramos a la izquierda y bordeamos la Charlotte Square. No hay demasiada gente. Deben de estar todos en las mil y una tiendas de Princess Street, comprando y comprando, como si no hubiera un mañana. Navidad, dulce Navidad, Navidad, visa Navidad. Andamos distraídos, ahora más sonriendo que charlando. Cansados ya del nocturno paseo.

            Entonces lo vemos.

            Es un bulto sobre la acera. Un bulto grande. Al principio pienso que se trata de algún paquete enorme, o unas cajas de cartón desparramadas. Mas a medida que nos acercamos nos damos cuenta de lo que es. Se trata de una persona. Un hombre tirado en medio de la acera, junto a la verja negra, con sus afilados pinchos de metal. Se encuentra cerca de los Servicios Públicos del pequeño parque, dentro de la plaza. Unos servicios negros, herméticos, de aspecto moderno y limpio, al menos todo lo limpio que pueden mostrarse este tipo de baños.

            No se mueve.

            El tipo está completamente inmóvil. Tumbado boca arriba. Nos acercamos a la carrera. En seguida, Vera se acuclilla. Le coge la muñeca, parece tomarle el pulso. Le da pequeños golpes en la mejilla. Rostro blanquecino, con tintes azulados. Párpados cerrados. No responde. No reacciona. Yo tan sólo observo, de pie. Sin palabras.

            ̶  Are you ok, sir? Can you hear me, sir?  ̶   Vera repite las frases, y el golpeteo de mejillas en varias ocasiones. Recuerdo su acento británico, profesional, la ese larga y la erre potente sseerr. Me sorprendo, absurdo, admirando su fonética, su pronunciación.

            Vera se levanta, móvil en mano y marca el 999, número de emergencias. Resume la situación a la voz que le interroga al otro lado de la línea. Hombre, mediana edad, bien vestido, inconsciente, sí, tiene pulso. Ojos cerrados. No reacciona.

            Al momento llega el paramédico. Viene a lomos de una poderosa moto blanca, con la luz azul tiñendo con su tono la blanca nieve alrededor. El médico es la avanzadilla que suelen usar en casos de emergencia. Rápido, eficiente, profesional. Primera evaluación del herido, primeros auxilios. Más tarde traerán la ambulancia grande, medicalizada.

            Es un uniformado alto, fuerte, ronda los cincuenta. Erguido, tras haber comprobado el estado de la víctima, con su casco blanco todavía puesto, el visor levantado. Nos interroga. Datos básicos. Un atestado mínimo. Nos agradece la llamada, el gesto, la humanidad, la diligencia.  Ante nuestra pregunta, dirigida con pocas palabras y mucho respeto. Nos mira, serio, calculando cuanto puede o debe decir. Profesional pero humano.

            ̶  Sobredosis. Heroína. Si no es por su llamada, tal vez…

            Nos miramos, Vera y yo, cariacontecidos, tristes y alegres al mismo tiempo.
            Heroína. Aquí continúan en los ochenta con la dama blanca. Heroína, tan doña, tan puta.



           

6 comentarios:

  1. Respuestas
    1. ¿No te ha gustado?

      Gracias por continuar ahí.

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    2. Si, es que me dio penita, primero por imaginar al hombre ahí tirado y la gente pasando a su lado, su soledad.... y luego que además fuera una sobredosis. Me pareció una vida muy triste...

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    3. Sí, fue una triste imagen. Una experiencia que se te queda ahí grabada, pese al paso de los años.

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  2. Como no sé si realmente sucedió o es un relato ficticio (soy nuevo en tu blog, disculpa la falta de contexto), asumiré que sucedió: lo sorprendente en algunas sociedades es precisamente el no hacer nada, por no tomar responsabilidad alguna para con ese tipo de personas.

    Eso es lo aterrador de algunas latitudes del mundo: la falta de empatía y, sobre todo, de auto-excluirse de situaciones que les puedan dar el más mínimo quebradero de cabeza, aún a costa de la vida de otro ser humano.

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  3. Hola Paquito. Pues bienvenido seas a este mi humilde blog.
    Sí que sucedió realmente. Y llevas razón, demasiado a menudo llevamos puesta nuestra coraza de titanio y no vemos a los que sufren a nuestro alrededor.

    Gracias por tu comentario.

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