lunes, 30 de diciembre de 2019

F126 - Una carta, una despedida (agosto 2005)


No lo supe en ese momento, pero aquella carta de la inmobiliaria cerraba otra etapa más en Edimburgo. Lo que en ese instante tan sólo parecía una futura mudanza adicional, otro piso a compartir, otra zona que explorar, se convirtió en un adiós, en un hasta pronto, en un ven a verme, en una despedida.

Unos pocos días antes del vencimiento del contrato, recibimos la visita esperada del inspector de la agencia. Venía a echar un vistazo, dijo en tono amistoso. Vestía un traje barato, corbata fea y ancha, zapatos con lustre pero algo desgastados. Sus lentes a media nariz; su mirada gris acero acechando por encima, buscaba desperfectos, suciedades, cadáveres en los armarios. Sus manos sujetaban un portafolios, negro y siniestro, junto a una estilográfica con la que tomaba pequeñas notas, invisibles a nuestros ojos, acompañadas de breves e ininteligibles murmullos. 

El piso estaba impoluto, como para una exposición. Tuvimos la víspera un zafarrancho de limpieza que hubiera sonrojado al mismísimo Mr. Proper. Salón, baño, cocina, pasillo, dormitorio. Cris se afanó en territorio de cazuelas y electrodomésticos, yo me jugué el tipo haciendo equilibrios con el limpiacristales en una mano, el trapo en la otra. Cristina fue la principal artífice y directora de la operación, yo tan sólo un torpe pero fiel escudero.

El tipo, tras una inspección ocular alrededor de la cocina, se agachó, abrió el horno, puso cara de sorpresa exagerada, como uno de esos emoticonos de ojos muy abiertos que por entonces aún no existían. Lo cerró con cuidado, como con miedo a dañar  la puertecilla o quizás, a quebrar algún tipo de encantamiento. Se irguió, giró sobre sus talones despacio, y ajustándose las lentes sobre el puente de la nariz, nos miró todo misterioso y dijo:

            ̶  ¿No han usado ustedes nunca el horno?

Ante tal pregunta Cris y yo reímos y respondimos al unísono:

            ̶  Claro que sí, en numerosas ocasiones.

El señor no salía de su asombro. No había visto un horno tan limpio e impoluto en toda su carrera profesional de inspector de limpieza, localizador de desperfectos y buscador de cadáveres en los armarios. Así nos lo confesó, aunque tal vez usó otras palabras. Y es que Cristina cuando se ponía en modo profesional, era un portento. ¿Ustedes desean una cocina limpia?, pues yo les dejaré ésta dispuesta para Expo-Cocinas-Edimburgo-2006. 

Ya más relajado, el buen hombre nos relató anécdotas varias que le habían sucedido con otros arrendatarios. La gente es muy guarra. Nos decía, riendo bajito, como si la risa no le resultara profesional. Lo dejan todo patas arriba, las paredes con chorretones, el baño maloliente, los muebles rayados, la cocina con platos grasientos y restos de moho. Incluso, en una ocasión, halló un objeto sólido quemado e irreconocible dentro del horno. No quiso ni preguntarse qué demonios sería aquello, el equipo de limpieza ya se encargaría del tema. Él, afirmaba orgulloso, trabajaba con los ojos, no con las manos. Simplemente, concluyó, asumen que perderán el dinero del depósito, y se limitan a arrojar las llaves, a través de la apertura del buzón de la puerta. Ni siquiera dan la cara, puntualizó herido, como si aquello fuera una afrenta personal.

            Cristina y yo ya llevábamos un tiempo buscando nuevas alternativas de alojamiento. Algo relajados, sin agobios todavía. Ella tenía un runrún en la cabeza, que ya me explicaría, dijo. Yo consultaba en el supermercado, en el cole, en los bares a los que acudía. También le eché un par de fichas, así como no queriendo la cosa, a Erika, le ponía carita de cachorro abandonado en gasolinera: “por favor, darling, soy un pobre homeless, un exiliado forzoso, un paria de la tierra”, ella sonreía divertida y negaba con suave firmeza: “no es una buena idea Jorge, ya lo sabes”. 

            Llegó la temida fecha. 

Cristina me esperaba en el salón. La televisión mostraba algún culebrón británico, tal vez Eastenders, con el volumen a cero, los subtítulos únicos emisores de sus habituales discusiones y gritos barriobajeros. Había preparado café, con su pequeña cafetera italiana, acompañado de un plato de galletas de chocolate Mcvitie’s. Otro sobre, sin abrir, con un membrete ya conocido, reposaba entre las humeantes tazas.

            Lo abrimos. Sin nervios. Ya habíamos tomado la decisión de separarnos. De emprender la búsqueda de piso cada uno por su cuenta.

            ̶  Nos conceden otro año de alquiler ̶  dijo ella, tras leer en silencio la misiva.

Nuestras miradas, cansadas, se encontraron. Sonreímos, compartiendo un único pensamiento: ¡a buenas horas mangas verdes!, que usábamos en otros tiempos.

            Al fin se decidió a comunicarme la noticia que ya intuía. Ese plan había estado en su cabecita desde el principio. Mas no por conocida dolía menos.

            ̶  Me voy a Londres.

El silencio se apoderó de la estancia. Los brutos del barrio londinense continuaban gritándose y jurando en hebreo a través de los pobres subtítulos.

No hubo tristeza, no corrieron las lágrimas. Tan sólo un vacío que dejaba sin oxígeno aquella enorme sala. Miré alrededor, la gran mesa, mi pequeña cama junto a la pared, las fotos, la ventana que daba a Gorgie Road. Traté de sonreír. Cristina me imitó. Nos incorporamos como autómatas, midiendo cada movimiento. Salvamos la mínima distancia que nos separaba. Y llegó el abrazo.

Un abrazo más. Como tantos otros. Un abrazo que me arrojaba, de nuevo, a la soledad. A la incertidumbre. A esperar la siguiente curva. Un entrañable abrazo como el que compartí con Lucía, frente al Dominó, o tal vez el Junco, allá en mi querida Logroño, hace mil años, previa huída a Escocia. Otro abrazo con Álvaro, con David, con  Bea…,  con todos los que partieron.
Por aquel entonces, desconocía que aún me esperaban muchos más abrazos largos, cálidos. Abrazos de despedida.

lunes, 23 de diciembre de 2019

F125 - A Big Red Bus (IV) (agosto 2005)


Esta mañana la bolita aterrizó en rojo y par. El sol luce orgulloso, casi ufano, y arroja con desdén sus escasos rayos sobre la ciudad festiva. Pasen a cobrar su premio por ventanilla. El tiempo en Agosto, en la vieja Edimburgo, es una enorme ruleta de la fortuna: lluvia, sol, viento, nieve, granizo. Hagan juego señores. Todo depende de la casilla donde pare la bolita caprichosa.

            Por fin, alcanzo la gran avenida, Princes Street. Mi paseo de regreso desde mi café bar favorito, en Nicolson Street, se convirtió en un auténtico calvario. Atravesar North Bridge fue como tratar de cruzar el mar Rojo a saco, sin la ayuda de Moisés y su cayado mágico, o divino. Decenas, cientos, miles, millones de personas abarrotan las aceras, la calzada, incluso hacen extraños equilibrios sobre el murete del puente. Algún día la desgracia se hará viral en ese engendro del maligno, recién creado, llamado yutub. Decenas, cientos, miles, millones de turistas y una docena de lugareños recorren cada metro cuadrado de la milla de oro, la Royal Mile. Fotos, risas, gritos, teatrillos de calle, magia en directo, tragedias en diferido. Es el Festival, damas y caballeros, niños y niñas. Edimburgo está de fiesta. Acudan al gran espectáculo. Visítennos desde cualquier lugar del mundo, por remoto que quede. Si nuestras aceras no dan abasto, no se preocupen, invadan la calzada, escalen el castillo, súbanse a las barras de nuestros pubs, caminen entre los estancados coches.

            ¡Váyanse ya a su puñetero país!

Sí, lo sé, resulta curioso, un guiri, un extranjero, un inmigrante gritando a pleno pulmón a la marabunta humana que regrese ya a sus respectivos hormigueros de origen. Al menos, gritándolo con el megáfono mental. Harto ya de tanta gente. De tanta risa. De tanto grito. De tanto teatro de calle. De tanta cámara de fotos con patas.

            ¡Quiero tomar un café, sin pasar dos horas de pie esperando turno, en mi bar preferido!

Ya agotado, tras una mañana festiva, un sábado de asueto, lejos del gran supermercado, decido visitar al bueno de John. Su casa en el barrio Broomhouse, más allá de las líneas del mapa turístico. En el cuarto oscuro de la ciudad famosa. Fuera incluso de la contraportada de los magacines propagandísticos, llenos de fotos de gaiteros, pubs tradicionales, bellas escocesas con generoso escote y enormes jarras de cerveza y vacas peludas de largos cuernos y mirada aburrida.

            Otra fila, la enésima cola a guardar en la acera izquierda de Princes Street. A la espera del autobús número 3, que me dejará frente al pequeño Scotmid, junto al paso subterráneo que cruza la circunvalación colindante con Stevenson College

Ella llamó mi atención de inmediato.

Una mujer de edad indefinida. No es ninguna jovencita, tampoco una señora de mediana edad. Se mueve constantemente. Mueve los labios, sin emitir sonido alguno, como si hablara para sí misma. Ríe. Se pone seria. Vuelve a reír. Viste extraño, una blusa de un color rosa estridente, fucsia eléctrico. Una minifalda ajustada, pasada de moda, de tela vaquera ajada. Zapatos de tacón bajo. Una especie de pañuelo multicolor sujeta su cabello enmarañado. Rizado, oscuro, y por su aspecto, temeroso del agua. Su muñeca derecha, cubierta por un sinfín de pulseras ligeras, metálicas, que emiten un desagradable tintineo. Un sonajero oxidado. Una puerta de tienda de antigüedades que se abre ante su único cliente de la década. Unas gafas de sol oscuras, tipo las Ray-Ban que usaba Sonny Crockett cuando cazaba malos en Miami Beach, rematan el retrato robot.

Llamó mi atención al instante.

           Problemas, Jorge. Cuanto más lejos, mejor.

Rebusco, sin ganas, mi tarjeta de Lothian Buses. Al fin la localizo, entre unos papelajos en el bolsillo trasero de mis pantalones piratas. Tengo a dos personas por delante, esperando su turno para pagar el fare al conductor. Éste los mira de soslayo, distraído. Quizás cansado, o aburrido, de tanto saludo, de tanto pasajero, de tanto kilómetro repetido. No presta demasiada atención. La mayoría pagamos mediante el Pase Mensual, o tarjeta. El resto introduce el importe justo en una pequeña caja metálica, fea y obsoleta, de color rojo. Moneda metida, moneda que ya no puedes recuperar. Ni siquiera el chofer tiene acceso al artilugio recaudatorio. Importe exacto, no se dan cambios. Numerosos carteles advierten del asunto. Si el ticket cuesta una libra cincuenta y tan sólo posees una moneda de dos libras. La empresa autobusera se embolsa tu generosa propina involuntaria de cincuenta céntimos, sin pestañear. Cada año obtiene ganancias asombrosas gracias a este simple, sencillo y ruin sistema de atraco al ciudadano.

Ya sólo me precede un tipo. Busca monedas sueltas en su bolsillo. Habla solo, o quizás con el chofer que mira absorto algo en el salpicadero. Quizás el reloj, cuyos números se declararon en huelga, haciendo una sentada de protesta. No se mueven, los jodidos. Piensa el pobre hombre. En estas, la chica-señorita-señora nos hace un adelantamiento por la derecha, sin intermitentes ni nada, que ni el mismísimo Fernando Alonso en sus tiempos en Renault. Pasa estirada, mirando hacia adelante, como si todo aquello no fuera con ella. No hace amago de echar mano al monedero. Carece de bolso. No muestra ningún day-ticket, ninguna Tarjeta Mensual. Vamos, que la agente de Anticorrupción de Miami se ha hecho un sin-pa en toda regla. El conductor sigue empujando el minutero mentalmente. La telequinesia no funciona. Es una patraña novelera del cara-loco ése de Stephen King, piensa con desánimo.

La señorita extraña sube al piso superior del vehículo. Paso mi Tarjeta por el lector y, venciendo un primer impulso de ascender por las escaleras, descanso mis posaderas en un asiento cerca del conductor, en la parte izquierda, junto a la ventanilla. Problemas, Jorge, cuanto más lejos, mejor. Saco un libro de mi mochila.

La puerta se cierra, emitiendo un quejido, como si el chofer hiciera sus pinitos de ventrílocuo y aquella fuera su muñeco parlanchín. 

           El vehículo rueda. Alcanza ya cierta velocidad.

           Trato de sumergirme en la historia que cuenta, con maestría, el viejo loco de Maine. No recuerdo el título de la novela. Disculpen, no siempre recuerdo todo, no siempre me lo invento todo. No lo consigo. No me centro. No soy capaz de ver y sentir a los personajes, de situarme en el escenario. De oler la sangre. De sentir el miedo. De temblar ante el monstruo. De reír con risa enajenada, cual protagonista del Resplandor. Quizás fuera ese título. Tal vez no.

Algo impide mi concentración. Un presentimiento. Una espera acordada. Un algo va a ocurrir. Un hormigueo en el estómago. Una corazonada negra, espesa, viscosa.
Regreso al párrafo anterior. Lo releo por tercera vez, sin éxito.

Se escuchan voces altas.
Provienen del piso de arriba.

Un vocerío incomprensible, al menos para mí. Es una voz de mujer. Casi un grito.

Al instante, la chica de las gafas de sol baja de dos en dos la empinada escalera. No se despeña, a pesar de la torpeza de sus pasos. Grita al conductor. Le dice que pare. Que esa era su parada. Todavía continuamos en la larguísima Princes Street. Alcanza la cabina de conducción. El chofer, tranquilo, le explica el funcionamiento básico del asunto. Usted, debe pulsar el botoncito rojo para solicitar su parada con la suficiente antelación para que el que conduce pueda reaccionar y detener el autobús a tiempo. Lo dice del tirón, en un inglés lo más estándar posible, pese al marcado acento escocés, de Fife, si mi oído no me engaña. Ella no oye, no escucha. Se adivina una mirada perdida tras los oscuros cristales. Balbucea palabras ininteligibles, inconexas.

Lo que sucede a continuación lo observo como si ocurriera a cámara lenta. Mas todo transcurre en unos segundos.

La chica se gira. Levanta su brazo derecho, de puntillas. Con la mano alcanza un tirador de emergencia. Las puertas se abren. El conductor la contempla de reojo, escandalizado. Trata de reducir un poco la velocidad del gran vehículo, pero sin dar un frenazo en medio del tráfico rodado. Vamos bastante rápido. La corriente de aire entra por asalto en el autobús, removiendo las páginas de mi libro.
            ̶  Are you mad!?  ̶  ¿Estás loca? Grita el conductor, más asustado que enfadado.

La señorita de edad indefinida salta.

Más que saltar, baja del autobús. Da un paso con su pie derecho hacia la distante acera…
Miro hacia la izquierda. Un maniquí, con forma de mujer de edad indefinida, pasa volando al otro lado de la ventanilla. En una postura rara, horizontal, la cabeza por delante. El conductor da un frenazo. Abre la portezuela. Está blanco como una hoja virgen. 

            ̶  Por favor, que alguien me diga que ha sido testigo de esto  ̶  suplica.

Varios pasajeros se levantan, avanzan por el pasillo, para sosiego del driver.
Una joven pasajera, traje pantalón gris marengo, maquillaje discreto, cabello rubio recogido en un moño abultado, saca un móvil enorme. Llama al número de emergencias.

Las risas, los gritos, la música procedente del escenario de los jardines de Princes, se cuelan en el interior del autobús. La brisa trae olor a verano. La bolita aterrizó en rojo y par. Hace calor en el interior del enorme vehículo.

¡Damas y caballeros. Niños y niñas. Bienvenidos sean todos al mejor Festival de Arte Callejero del mundo!










jueves, 28 de noviembre de 2019

F124 - Una carta, una amenaza (julio 2005)


La intensa luz del fluorescente se filtra desde la cocina, creando un irregular rectángulo de claridad sobre el suelo del pasillo. Me acerco despacio, deteniéndome bajo el umbral de la puerta, permanentemente abierta, a falta de ventana,  salvo cuando cocinamos. El suave aroma a limón del Fairy todavía impregna el aire. El secador de platos ya recogido. Todo está impecable.

            La observo en silencio ahí sentada, en el pequeño taburete de tres patas, de color verde pistacho, a juego con la mínima mesa que se despliega de la pared. Se la ve cansada. Ojeras, pelo desarreglado mal recogido con una pinza, en pijama de felpa rosa salteado con vaquitas. La bata, sobre sus hombros, remata la faena. El día salió gris, nublado y frío. Una vez más Edimburgo burlándose del calendario. La astur, eterna friolera, pienso sin poder evitar que una ligera sonrisa cruce mi rostro.

Parece mayor, como si hubiera envejecido varios años en apenas unas horas, desde la última vez que la vi al desayuno.

            ̶  ¿Qué sucede Cris?

Apenas un leve sobresalto, del modo que despertamos tras una cabezada en el sofá, la saca de su ensoñación. Parpadea, me mira con ojos cansados. Vuelve a parpadear, tratando de situarse, de averiguar quién es el tipo bajo el quicio de la puerta. Apenas un segundo. Aterriza. Recuerda. Sonríe. Es una sonrisa triste, deslavada. Una sonrisa carente de fe. Jamás la había visto así. La imagen golpea mis retinas con fuerza amortiguada, cual puñetazo con guante de boxeo.

            ̶  Nos echan  ̶  dice, agitando sin ganas un folio de papel escrito a ordenador. Apenas vislumbro un par de párrafos, un membrete familiar en la esquina superior (un triángulo sin base, unas líneas verticales a modo de columnas. Una casita dibujada por un pre-escolar con poca imaginación. Ni chimeneíta, ni humo, ni ventanitas, ni nada). Es el logotipo de la inmobiliaria. Un sobre abierto sobre la mesa completa la escena.

            ̶ 

            ̶  Uf, no sé si voy a soportar otra mudanza. Una más.

            ̶  Venga Cris, tú puedes con lo que te echen. Jamás conocí a alguien con tu tenacidad. 

Mis palabras producen el efecto contrario a su objetivo. Cristina se echa las manos a la cara, en un vano intento de cubrir sus ojos inundados súbitamente por las lágrimas.

            ̶  Eyy, Cris… ̶  salvo la distancia que nos separa con dos torpes zancadas. Tengo miedo de empeorar la situación. Agachándome, rodeo su delgado cuerpo con mis brazos. Tiembla como un gorrioncillo bajo la lluvia. Sus brazos caídos hacia los lados. La mano derecha todavía aferrada a aquella misiva maldita. Al fin los mueve, con lentitud, pasándolos por detrás de mi nuca. La hoja arrugada me araña la piel.

Tras unos segundos, su cuerpo deja de temblar. Ya más sosegada rompe nuestro extraño achuchón. Se seca las lágrimas con un pañuelo de papel, hecho una bola, que ha surgido de la nada en su mano libre, como un truco de prestidigitación. Quizás lo ocultaba bajo la amplia manga de la bata.

            Sonrío, le doy un beso en la mejilla. Está cálida, casi febril. Mis labios se humedecen, como cuando besas la carita de un niño lloroso tras una caída. Ella, adivinando mi pensamiento, acaba de secarse con la pelotilla de papel.

            ̶  A ver, déjame leer la carta. ¿Con qué nos salen ahora esos fucking bastards? ̶  el Spanglish sale de mis labios sin intención, con rabia.

La comunicación es escueta. Educada. Profesional. Mas ni siquiera se lamentan o simulan hacerlo. Sueltan la negra noticia de sopetón. Sin anestesia. Como un tortazo a mano abierta tras una sonrisa. Debido a decisión unilateral de los dueños de la vivienda, debemos desalojarla en el periodo inaplazable de un mes. El piso deberá mostrar las mismas condiciones en la que fue entregado. Cualquier daño en el inmueble y contenidos será reparado a nuestro cargo, siendo descontado el importe del depósito adelantado en su día. Esto incluye el concepto de limpieza. Vamos, dicho en cristiano, que nos echaban a la calle y que debíamos dejar todo como una patena si pretendíamos recuperar el dinero del depósito. Una carta, una amenaza.

Un mes. Agosto a la vuelta de la esquina, el peor de ellos para la búsqueda de alojamiento. El Festival Internacional Fringe  se encontrará en pleno apogeo, y a pesar de que la mayoría de visitantes partirán a sus países en Septiembre, también regresarán miles de estudiantes para comenzar el nuevo curso escolar. 

Me acuesto apesadumbrado en mi estrecha cama del living room, tras un vano intento de ver un episodio de CSI en la tele. El bueno de Horacio acaba deprimiéndome todavía más. Cristina hace rato que duerme en su cama enorme, en su habitación doble, con su gigantesco armario empotrado, revestido de amplios espejos. Una sonrisa dibuja mi cara al recordar su ofrecimiento a la hora del reparto de estancias el día que entramos en este maravilloso piso. Un piso de verdad. “Jorge, porfa…, cubriré todos tus turnos de limpieza si me dejas elegir la room”. Porque de eso se trataba, uno viviría en la habitación doble, el otro ocuparía una pequeña cama individual que nos había dejado un amigo, en la grandísima sala de estar, junto con el sofá, la mesa alta, la mesita del café, la televisión y toda la parafernalia. No pude resistirme ante su ilusión de niña caprichosa en víspera de Reyes. “No es necesario Cris, con una invitación a desayunar me conformo”.  Además, qué carajo iba a hacer yo con un armario de ese tamaño.

Me acuesto apesadumbrado en mi lecho de monje de clausura. El suave ruido del tráfico apenas altera el silencio. Los ojos abiertos, adivinando los objetos en la penumbra. El runrún de la reciente noticia impide mi desconexión. De repente, una luz proveniente de la mesilla rasga la oscuridad, confiriendo una claridad fantasmal a muebles y paredes. Es la pantalla del móvil. Ha entrado un mudo sms. Estiro el brazo para alcanzarlo. A pesar de la identidad del emisor, o quizás debido a ello, estoy tenso. Serio. Es Erika. Tan sólo tras abrir aquel pequeño sobre virtual, logro sonreír un poco. Su lectura me produce un efecto relax que se transforma en somnolencia casi al instante. Caigo en los brazos de Morfeo con una mueca bobalicona, cual muchacho enamorado de la profe de inglés.

Hola guappo, good news. Kareen está bien. Olvidó cargar su teléfono
la noche anterior y acudió a la oficina sin él. Duerme bien. Un beso.

Su amiga se encontraba sana y salva. “She’s safe and sound”, fueron sus palabras exactas.
Kareen burló el peligro aquella mañana aciaga tal vez debido al azar, siempre caprichoso, quizás por el destino. Tan sólo fue alcanzada por un par de esquirlas de metralla… que se le incrustaron en el alma.
           
           

jueves, 21 de noviembre de 2019

F123 - Más miedo (julio 2005)


̶  ¿Qué andas, españolazo?

Al instante reconocí su tono de voz, acompañando el habitual saludo. Pude imaginar la  sonrisa burlona, a miles de kilómetros, que se escondía tras aquel desconocido número con prefijo de Navarra.

̶  ¿Qué pasa, Koldo Kabrón?  ̶  respondí, imprimiendo un amistoso reproche cargado de nostalgia en cada una de las kas. Muy a mi pesar, añoraba a aquel navarro fanfarrón, con pinta de italiano, Rey del Reciclaje Responsable y Presidente de los Amigos del Ecosistema y la Sostenibilidad, quien afirmaba ser más vasco que el mismísimo Arzallus, vecino de un pueblo que levantó un pequeño dúplex en mi corazón en otro tiempo, durante otra vida: Elizondo.

            Apresuradamente me puso al día de su vida, “perdona si hablo a toda prisa, pero mi vieja amenaza con echarme a la calle cada vez que llega la factura de teléfono”, su retorno al hogar materno, con sus aitas, tras culminar su enésimo intento de independizarse, su cuarto contrato basura consecutivo, de apenas un mes de duración, “¡Que puto país éste, tío, no vuelvas jamás!”, sus planes de conquista por asalto, “ando metiéndole fichas a la hija de la charcutera, ¡no veas qué viaje tiene la moceta!”. Mas el verdadero objetivo de su llamada era doble: pedirme un pequeño favor y, por el mismo precio, ponerme los dientes largos. Lo primero, una nimiedad, esperaba una carta importante de la Universidad de Napier, donde estudió, en su antigua dirección de Edimburgo. “Tranquilo, yo me encargo de pedírsela a los nuevos inquilinos y te la reenvío al Baztán ”. En cuanto a lo segundo…

̶  Chaval, que mañana voy a Pamplona, esta mañana vi el txupinazo en la tele, con toda esa peña en la plaza del Ayuntamiento y he experimentado el efecto llamada.

̶  ¿Efecto llamada?, menuda jeta tienes tú.

̶  Oye, que si quieres te esperamos eh, ya sabes, sacas el dedito y en unas veinte horas y con mucha suerte tal vez llegues jaja.

Esto es lo que sucede cuando cuentas tu vida y milagros a los que crees amigos, tras la ingesta de unas cuantas pintas de cerveza y derivados. Pienso divertido y un tanto avergonzado. Koldo se refiere a mi primera escapada a los Sanfermines, con diecisiete años, cuando un amigo y yo acudimos a la fiesta de la capital navarra en tren, quinientas pesetas en el bolsillo y un billete de mil duros en el calcetín, temerosos de ser saqueados por el camino (¡menuda pareja de pánfilos!). Un tren que quedó averiado en Castejón (¡gracias Renfe, por la aventurilla edificante!), dejándonos tirados en tierra de nadie y sin más remedio que recurrir al más antiguo y barato de los transportes públicos: hacer dedo, es decir el autostop (nota aclaratoria para los escasos lectores millennials que pueda tener: es como el blablacar pero gratis y a ciegas. No tienes ni pajolera idea de quién puede recogerte en mitad de una carretera perdida de la mano de Dios).

Tras agradecer la llamada corté la comunicación, abstraído, con una sonrisa tristona en el rostro. Había olvidado por completo el comienzo de unas fiestas a las que tantas veces acudí desde mi vecina ciudad. No insinúo un olvido de fechas, era plenamente consciente de hallarme a seis de julio, mas el día siguiente, jueves, tan sólo era eso en mi mente pseudo-escocesa, Thursday, un anodino jueves más, como otro cualquiera. Lo venía padeciendo desde hace un tiempo, el olvido de fiestas, puentes, y santos celebrados en mi país. Estos herejes británicos hacen borrón y cuenta nueva con sus festividades. De vez en cuando colocan un Bank Holiday, siempre en lunes, en un mes perdido y con ello se dan por satisfechos. El concepto de bridge escapa a sus mentes protestantes, o luteranas, o lo que sean: trabajo, sudor, sacrificio… todo ello regado con unas buenas pintas, por supuesto, la popular after work pint, que nunca acaba haciendo buenas migas con su número “singular”. Vamos, que no es una sino X.

Aquel jueves siete de julio acudí  temprano al Tesda en turno de tarde. Trabajar de noche se había acabado desde hace unos meses, para mi desgracia, para mi fortuna. Prometo esclarecer esta contradicción en un futuro cercano, es decir cuando las dos neuronas dejen de pegarse entre ellas y me pongan un post-it amarillo en el tablero de recordatorios mental.

Entré en la cantina del supermercado sonriente, optimista muy a pesar mío. Tratando de ser positivo ante las diez horas laborales que tenía ante mí. Olía a picante y especias, “otra vez curry”, pensé, la boca producía saliva sin mi permiso. Caras serias a mi alrededor. Un corrillo en los pocos sofás frente al televisor. Un par de compañeras cajeras, jóvenes, apenas adolescentes, llorando a moco tendido. Todas las miradas unidas, enfocadas en el mismo punto, hipnotizadas por el run run de una voz en inglés. Un inglés impecable, estándar, de BBC News. Todas ensimismadas y fijas en las imágines que vomitaba el televisor.

Había vuelto a suceder.

El horror.

La barbarie.

El miedo.

Los trenes.

El autobús.

El dolor.

Las bombas en el metro de la capital metropolitana. La estación de King´s Cross y aledaños.
London under attack! Exclama el subtítulo, letras negras en fondo rojo, que se desliza constante e incansable de derecha a izquierda del borde inferior de la pantalla. Fracasando en el intento de poner nombre a las imágenes horrendas que escupe el plasma.

El nananá de Kylie Minogue me da un empujón, sacándome de mi ensimismamiento. Miro la pantalla. Un nombre. Un presentimiento. Un temblor en mis dedos.

Erika está llamando…

Presiono el botón verde, acercando el aparato a mi oreja. Lágrimas, balbuceo. Respiración entrecortada.

̶  Erika, sosiégate, respira hondo, y cuéntamelo.

Unos segundos, que son minutos. Silencio en forma de hipidos, inspiraciones y expiraciones. Por fin habla, en su idioma, su voz trémula.

̶  No localizo a mi amiga Kareen, la de Londres. Siempre coge el metro a esa hora desde la estación de King’s Cross. La he llamado varias veces, su móvil tan sólo dice: 

              El número al que llama se encuentra apagado o fuera de cobertura.

La incertidumbre.

Los nervios.

Más miedo.