domingo, 20 de agosto de 2017

F91 - Una frase, un disparo (I) (noviembre 2004)


El tipo que maneja los hilos de todo este tinglado no tiene corazón. Le traen sin cuidado nuestros sentimientos, nuestra comodidad, nuestra felicidad. Él tan sólo se planteó, en su día, que no nos aburriésemos en este valle de lágrimas. Que nuestras vidas recorriesen las estrechas vías de una gigantesca e imposible montaña rusa. Ahora arriba acariciando las nubes, ahora abajo rozando el suelo. Ora a velocidad vertiginosa, otrora a ritmo de babosa embriagada. Supongo que todo depende de su estado de ánimo diario o semanal o trimestral, tal vez anual, vaya usted a saber. Así un día te da un suave empujoncito, amable, cariñoso, el cual te ayuda a avanzar por este valle de sonrisas, mientras que en otra ocasión te zancadillea guasón, divertido consigo mismo, o directamente te propina un empellón violento, cabreado con su propia creación, lanzándote colina abajo, rodando y golpeándote con las rocas, por este valle de alaridos. Todo depende del humor con el que despierte, el tipo que dirige este cotarro, cada día, mes a mes, año tras año, así hasta la eternidad, que se le debe de hacer larga, larguísima. Algo así como estar a dieta durante veintiocho días, sin ingesta de hidratos de carbono… o más.  No me extraña que el señor éste sí que se aburra. Las cosas como son.

Quién iba a decirme, que tras el terrible fiasco de Cardiff, a mi regreso me esperaría una llamada telefónica cordial, en la cual se me ofrecía un segundo trabajo, tan necesario para complementar el número de ceros en la nómina total en esta, mi querida, y a veces odiada, España, donde tanta gente firma contratos mensuales, semanales, incluso por unas pocas horas. Esta España donde te agarras a un contrato, sin importarte condiciones, horario ni duración. Un contrato donde contemplas la letra de tamaño normal de la misma manera que su infame letra pequeña. Ni la lees, tan sólo te limitas a estampar tu rúbrica. Una firma que te permite escapar, por una temporada, de los días interminables sin un empleo, de las largas colas del TIMEM, de los lunes al sol. La amable señorita al teléfono me ofrecía un puesto laboral que suponía un reto personal, que me permitiría mejorar el GPS interno tan defectuoso de fábrica, y al mismo tiempo demostrar mi valía y experiencia en las finas artes de la conducción deportiva. Es decir, repartidor de paquetes con una desvencijada furgoneta… quién iba a decirme a mí, que a pesar de afrontar con valentía y pundonor tal desafío, duraría menos tiempo todavía que en aquel lejano reto escocés a finales de 2004, entre mesas, comandas, platos y prisas.


Transcurría la velada del jueves, de mi tercera semana en The Temple, con más calma de la habitual. El escaso número de clientes, ya atendido y disfrutando de los sobrevalorados entrantes, nos permitía relajarnos un poco, charlar entre nosotros y compartir anécdotas y bromas que aceleraban el adormecido ritmo de las agujas del reloj. Todos en torno a Luna, alma, sonrisa y ojos de la fiesta, la cual contaba aventurillas con esa gracia sureña, usando la lengua de Shakespeare como propia, parrafada tras parrafada, sin importarle demasiado impregnarla con nuestro acento patrio, duro, con aristas. Al fin y al cabo la mayoría de nosotros proveníamos de otros países, salvo los supervisores. Camareros españoles, polacos y argentinos, cocineros franceses e italianos. De ahí que el uso rudimentario de la lengua inglesa no nos preocupara demasiado. Cada uno a su manera, imprimiendo el acento de su tierra, como si quisiéramos reivindicar nuestras raíces, nuestro origen, con orgullo, sin complejos ni maquillajes. Cómo si quisiéramos dar un puñetazo sobre la mesa, recordando a nuestros queridos anfitriones escoceses que la hostelería de este país funcionaba gracias a todos nosotros, con nuestros fuertes y bruscos acentos, pero con nuestra simpatía, buen hacer y trabajo duro. Dándoles ejemplo de una profesionalidad y diligencia que, en muchas ocasiones, brillaba por su ausencia entre los camareros y cocineros autóctonos.

La entrada de un nutrido grupo de personas puso fin a nuestro pequeño break. Luna y yo nos miramos, con complicidad, y nos dirigimos hacia los recién llegados para recibirlos con bonitas sonrisas, dándoles una cálida bienvenida –Luna− y recogiendo servilmente sus pesados abrigos –myself, en lengua cervantina: el menda−. Mas, en el último instante, Brian, el Hombre Tranquilo, se me acercó con sigilo de carterista veterano y con una sonrisa simplona en sus finos labios, la cual no alcanzaba a sus ojos de cervatillo acorralado, me susurró al oído, como si me estuviera chivando las respuestas de un examen final:

        Jorge, acompáñame a la oficina, por favor.

Tal frase sonó como un disparo en mi interior. Trayendo a mi memoria, de inmediato, el célebre comienzo de mi novela favorita, La Reina del Sur (Arturo Pérez-Reverte): “Sonó el teléfono y supo que la iban a matar”.

Y yo, como Teresa Mendoza, también lo supe.



(Continuará)

6 comentarios:

  1. Exactly, oh, oh...

    jaja

    Gracias por comentar.

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  2. ¡Y tanto que se sabe! En ese preciso momento se hace el silencio y empiezas a verlo todo a cámara lenta.

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  3. Supongo que es el famoso sexto sentido.
    Gracias por tu comentario, Arabella.

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  4. Es como cuando te dice la chica con quien sales…..tengo que hablar contigo.

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  5. En efecto, querido Comodus, la terrible frase: "Tenemos que hablar", a estas alturas de la vida ¿quién no la ha escuchado al menos en una ocasión?
    Un saludo, y gracias por seguir ahí.

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