domingo, 27 de agosto de 2017

F92 - Una frase, un disparo (y II) (noviembre 2004)

Me quedo petrificado. Los pies no obedecen la orden que envía mi cerebro, al menos por unos interminables segundos. ¿He entendido bien la frase, o mi bad listening está haciendo de las suyas de nuevo? El repentino ruido de una copa estrellándose contra el suelo, junto a las risas que lo acompañan, provenientes de una de las mesas del fondo, me sacan de mi ensimismamiento. Luna gira su encantador cuello, su nuca fresca y despejada, gracias a una especie de moño moderno, sujeto con largos palillos similares a los usados en los restaurantes chinos, incluso llevan impresos unos pequeños caracteres en un idioma oriental. Me mira desde la distancia eterna que va abriéndose entre nosotros, mientras yo trato de alcanzar al Hombre Tranquilo, el cual hoy parece tener algo de prisa. Me mira con esos ojos que brillan, que saben pero no conocen, que intuyen pero dudan. Acompaña el gesto levantando un poco su delicado rostro, frunciendo ligeramente el ceño: ¿Qué sucede, a dónde vas, por qué me abandonas en plena batalla? Respondo desde la otra orilla del inmenso lago que crece a cada instante entre nuestras almas, mediante señales confusas, encogiendo brevemente mis hombros, esbozando una sonrisa que queda a medio camino. Tratando de enviar un mensaje de confianza, de apoyo, de tranquilidad, desde mis ojos confusos, empañados por una fina y absurda lámina de agua: Tranquila, mi dulce compañera, no te abandono, no me distancio, no te dejo, en la batalla pienso en ti. No quedes triste al otro lado de este océano que algún malvado ser desparrama entre tú y yo.

Luna, mi linda y divertida Luna. Que no es mía, sin dejar de serlo. Esa Luna que desde el primer día compartió sus propinas conmigo, pues yo, en mi condición de aprendiz, carecía de derecho a ellas. “Jorge, tú curras como curro yo, esto te pertenece”. Me dijo, cerrando mi puño, con sus delicadas manos, que envolvía unas cuantas monedas y un billete de cinco libras, como si yo fuera un niño pequeño, incapaz de sujetar mi primera paga. ¿Cómo se puede decir tanto con una sola frase? ¿Cuándo un verbo tan simple, tan castizo, significó tanto calor, tanta firmeza,  tanta nobleza?

Sigo a Brian por un largo pasillo. Mis inmaculados zapatos amortiguados por la gruesa moqueta. Cuadros, que parecen buenos, adornan las pareces a ambos lados. Al fin llegamos a la oficina. Hay tres personas en su interior, dos mujeres sentadas al otro lado de una larga mesa y un sujeto de pie, junto a la puerta. “Si el tipo de la puerta se sienta junto a las señoras, esto va a parecer el tribunal que juzgó al Lute”, pienso absurdamente.

        Hola Jorge, ¿cómo estás?, toma asiento, por favor. – dice de seguidillo la señora de la derecha, marcando territorio. Claramente la que manda, la Thatcher, Hazel, la Tiesa. La otra mujer que la acompaña es una manager que me suena de vista, de la cual ignoro su nombre.

        Bien, gracias – contesto como un borrego, sentándome frente a mis jueces.

        Jorge, consideramos que has realizado un gran esfuerzo, pero lamentablemente hoy es tu último día de trabajo. No te preocupes, te abonaremos también el salario por el resto de la noche. Ahora Steven te acompañará al vestuario, donde tras cambiarte entregarás el uniforme, el abrebotellas y la llave de tu taquilla asignada.

        Pero… yo… ¿por qué? ¿hice algo indebido? ¿captaron las cámaras algún comportamiento no aceptable?

        No, claro que no. Y ahora, si me disculpas…

De nuevo recorro el largo pasillo. La misma blanda moqueta, los mismos cuadros pero en el lado contrario. Me maldigo a mí mismo por no haber tenido el valor suficiente para mandar al carajo a la Tiesa, para exigir una explicación, para gritar una protesta, para golpear con mis puños la lujosa mesa. Transito el eterno mismo pasillo, pero ahora sigo unas espaldas distintas, más bajas pero más anchas. Fornidas bajo el oscuro traje. El Mafias me dirige, fiel como un perro de presa, a los vestuarios en la planta de abajo. Caminamos en silencio. Recorremos la milla verde hacia la silla eléctrica. Bueno, quizás exagero un poco.

El vestuario.

Steven, el Tipo Duro, abre la puerta, sujetándola me cede el paso. Entro con la cabeza alta, negándome a mirar al maldito suelo. Steven entra tras de mí y se queda junto a la puerta.  Abro mi taquilla. La número siete, recordando la lejana sonrisa que me produjo tal número cuando me fue asignada. Siete: Juanito, Raúl. Ahora no sonrío. Me despojo lentamente de la blanca camisola, con sus feos, anacrónicos y absurdos botones grandes y plateados. Ya no tendré que volver a plancharla, me consuelo. Me quito la camiseta interior. Así, en pantalones, con los lustrosos zapatos aún puestos, y a pecho descubierto, me giro y exploto:

        Mira, no tengo ni idea del motivo por el cual me estáis despidiendo, pero me toca mucho los huevos que estés ahí vigilándome mientras me cambio. No soy ningún ladrón. No voy a llevarme ninguna maldita percha escondida bajo la camiseta. ¡Además, ya tenéis la puta cámara haciendo el trabajo sucio, ahí arriba! – digo, señalando el negro artilugio en una de las esquinas del bajo techo.

Tipo Duro levanta la mirada del suelo, la dirige al frente hasta encontrarse con la mía. Sus ojos son fríos pero sinceros. Negros, chispeantes, carbón ardiente. Parece más mafioso que nunca. Ignoro si va a hablar o a soltarme una galleta.

Habla.

Me dice que tengo toda la razón del mundo para estar enojado. Que a él no le gusta lo más mínimo el papel que le ha sido asignado. De mirón, de vigía, de matón. ¿Jorge, acaso crees que yo disfruto, permaneciendo aquí, junto a la puerta, mientras tú te cambias de ropa? Otra frase que permanecerá en mi memoria para siempre. Más que la frase, su mirada. Sincera. Dolida. Rabiosa. Me dice que todo ese mundo de la hostelería de lujo es una mierda. “A shite”, usando el término escocés. Que cada día le gusta menos. Que la vieja está medio zumbada, pero que es la que corta el bacalao en este lugar. Que a él le gusto. Que me ha estado observando y reconoce mi esfuerzo y voluntariedad. Que los admira. Que no está de acuerdo con esta decisión. Que no lo tome como algo personal. Que esto no es para mí. Que no me están despidiendo, sino simplemente no escogiendo (mas no cuela… en medio de mi jornada). Que tanto él como Brian votaron a mi favor, pero que Hazel tiene  el poder de decidir. Que ha visto como, esa señora, ha echado a la calle a auténticos profesionales. Mucho mejores que tú, Jorge. Recalca. Concluye con otra frase lapidaria. Otra frase inmortal. Otro hierro incandescente marcando mi memoria para siempre. Otro disparo.

            −Jorge, ahora no lo entiendes, pero te están haciendo un favor.

Tras acabar de cambiarme, con el uniforme metido en una bolsa de plástico que él me ha dejado (“Mejor llévatelo y lo lavas, así no te descontarán nada del sueldo”), me encamino hacia la puerta, sujetada por Steven para franquearme el paso. Al llegar a su altura, extiendo mi mano hacia él. Nos miramos por penúltima vez:

        ¡Ah, lo olvidaba, toma el puto sacacorchos!

Ni siquiera me permitieron despedirme de mis compañeros. Salí por el inmenso portalón principal, con sus voluptuosas columnas, en mitad de la noche, como un criminal. El gélido aire de Edimburgo logró lo que hasta ahora mi orgullo había impedido. Las lágrimas, gruesas y cálidas, surcaron mis mejillas.

Una semana más tarde, regresé al Templo, a entregar el uniforme impoluto y recién planchado. Nuevamente, por política de empresa, no pude saludar a mis ex – compañeros. Sin embargo, me fue comunicada una noticia, que me devolvió un poco la fe en el género humano: Steven había renunciado a su puesto de manager y abandonado el restaurante… por motivos personales.

Ahora sí entiendo aquella frase, Steven, ahora sí.




domingo, 20 de agosto de 2017

F91 - Una frase, un disparo (I) (noviembre 2004)


El tipo que maneja los hilos de todo este tinglado no tiene corazón. Le traen sin cuidado nuestros sentimientos, nuestra comodidad, nuestra felicidad. Él tan sólo se planteó, en su día, que no nos aburriésemos en este valle de lágrimas. Que nuestras vidas recorriesen las estrechas vías de una gigantesca e imposible montaña rusa. Ahora arriba acariciando las nubes, ahora abajo rozando el suelo. Ora a velocidad vertiginosa, otrora a ritmo de babosa embriagada. Supongo que todo depende de su estado de ánimo diario o semanal o trimestral, tal vez anual, vaya usted a saber. Así un día te da un suave empujoncito, amable, cariñoso, el cual te ayuda a avanzar por este valle de sonrisas, mientras que en otra ocasión te zancadillea guasón, divertido consigo mismo, o directamente te propina un empellón violento, cabreado con su propia creación, lanzándote colina abajo, rodando y golpeándote con las rocas, por este valle de alaridos. Todo depende del humor con el que despierte, el tipo que dirige este cotarro, cada día, mes a mes, año tras año, así hasta la eternidad, que se le debe de hacer larga, larguísima. Algo así como estar a dieta durante veintiocho días, sin ingesta de hidratos de carbono… o más.  No me extraña que el señor éste sí que se aburra. Las cosas como son.

Quién iba a decirme, que tras el terrible fiasco de Cardiff, a mi regreso me esperaría una llamada telefónica cordial, en la cual se me ofrecía un segundo trabajo, tan necesario para complementar el número de ceros en la nómina total en esta, mi querida, y a veces odiada, España, donde tanta gente firma contratos mensuales, semanales, incluso por unas pocas horas. Esta España donde te agarras a un contrato, sin importarte condiciones, horario ni duración. Un contrato donde contemplas la letra de tamaño normal de la misma manera que su infame letra pequeña. Ni la lees, tan sólo te limitas a estampar tu rúbrica. Una firma que te permite escapar, por una temporada, de los días interminables sin un empleo, de las largas colas del TIMEM, de los lunes al sol. La amable señorita al teléfono me ofrecía un puesto laboral que suponía un reto personal, que me permitiría mejorar el GPS interno tan defectuoso de fábrica, y al mismo tiempo demostrar mi valía y experiencia en las finas artes de la conducción deportiva. Es decir, repartidor de paquetes con una desvencijada furgoneta… quién iba a decirme a mí, que a pesar de afrontar con valentía y pundonor tal desafío, duraría menos tiempo todavía que en aquel lejano reto escocés a finales de 2004, entre mesas, comandas, platos y prisas.


Transcurría la velada del jueves, de mi tercera semana en The Temple, con más calma de la habitual. El escaso número de clientes, ya atendido y disfrutando de los sobrevalorados entrantes, nos permitía relajarnos un poco, charlar entre nosotros y compartir anécdotas y bromas que aceleraban el adormecido ritmo de las agujas del reloj. Todos en torno a Luna, alma, sonrisa y ojos de la fiesta, la cual contaba aventurillas con esa gracia sureña, usando la lengua de Shakespeare como propia, parrafada tras parrafada, sin importarle demasiado impregnarla con nuestro acento patrio, duro, con aristas. Al fin y al cabo la mayoría de nosotros proveníamos de otros países, salvo los supervisores. Camareros españoles, polacos y argentinos, cocineros franceses e italianos. De ahí que el uso rudimentario de la lengua inglesa no nos preocupara demasiado. Cada uno a su manera, imprimiendo el acento de su tierra, como si quisiéramos reivindicar nuestras raíces, nuestro origen, con orgullo, sin complejos ni maquillajes. Cómo si quisiéramos dar un puñetazo sobre la mesa, recordando a nuestros queridos anfitriones escoceses que la hostelería de este país funcionaba gracias a todos nosotros, con nuestros fuertes y bruscos acentos, pero con nuestra simpatía, buen hacer y trabajo duro. Dándoles ejemplo de una profesionalidad y diligencia que, en muchas ocasiones, brillaba por su ausencia entre los camareros y cocineros autóctonos.

La entrada de un nutrido grupo de personas puso fin a nuestro pequeño break. Luna y yo nos miramos, con complicidad, y nos dirigimos hacia los recién llegados para recibirlos con bonitas sonrisas, dándoles una cálida bienvenida –Luna− y recogiendo servilmente sus pesados abrigos –myself, en lengua cervantina: el menda−. Mas, en el último instante, Brian, el Hombre Tranquilo, se me acercó con sigilo de carterista veterano y con una sonrisa simplona en sus finos labios, la cual no alcanzaba a sus ojos de cervatillo acorralado, me susurró al oído, como si me estuviera chivando las respuestas de un examen final:

        Jorge, acompáñame a la oficina, por favor.

Tal frase sonó como un disparo en mi interior. Trayendo a mi memoria, de inmediato, el célebre comienzo de mi novela favorita, La Reina del Sur (Arturo Pérez-Reverte): “Sonó el teléfono y supo que la iban a matar”.

Y yo, como Teresa Mendoza, también lo supe.



(Continuará)