Llegó el ansiado
fin de semana, tras días eternos de fría espera. Trabajando duro a base de
madrugones y músculos doloridos, pero con una sonrisa torcida en el rostro,
fruto del emotivo aliciente: ¡Nos vamos a Cardiff! Es increíble el poder de la
ilusión. Las cajas pesan menos, el jefe parece más simpático, incluso la borde
de turno exhibe un aura luminosa cada madrugada, como si, de repente, hubiera
hecho un pacto con su ángel bondadoso particular.
Mi estudiado
plan es de una compleja sencillez. Nada puede fallar. Todo saldrá bien. Viernes
noche, vuelo desde Bilbao a Londres Stansted, a las dos de la madrugada autobús
a otro de los aeropuertos metropolitanos, Heathrow. Paso el resto de la noche
entre sus gélidas paredes y subo al primer tren de la mañana del sábado, que en
otras tres horas me dejará en Cardiff. La ciudad anhelada. Mi renovada Lisboa.
El retorno dominical, tras el partido y la noche de cánticos o lloros, de idéntica manera pero a la inversa. Es un
plan perfecto. Salvo un pequeño detalle, o dos, sin importancia: no dispongo de
entrada, ese escondido tesoro, ni de alojamiento. Pero, ¿quién dijo miedo?
Una bolsa de
fina lona a la espalda. Una muda, unos bocatas. El cargador del móvil con su
adaptador británico. Un mínimo kit de supervivencia. Me aseguro de llevar mis
amuletos madridistas, repartidos entre los numerosos bolsillos: la preciada
entrada para la final de París 2000 (regalo de mi hermano); el casi desvaído
llavero formado de un pequeño balón, una bota y el escudo, recuerdo de mi
presencia en el Bernabéu cuando el bueno de Valdano, en 1995, devolvió al Real
Madrid a “su lugar en la Historia”, endosando un 5-0 al Barcelona, la manita, con gol incluido de un tal Luis
Enrique…; una pequeña fotografía de Glasgow 2002; y por supuesto, una pulserita
añil adquirida en aquella ciudad melancólica y bulliciosa que robó mi corazón,
Lisboa 2014. Nada podía fallar.
Sin embargo, la
realidad, el destino, la fortuna, los dioses, pongan ustedes el sujeto que
gusten en la frase, tienen su propia manera de jugar las cartas. Aquel que
maneja los hilos de todo este tinglado, mira hacia abajo, o hacia arriba (uno
ya muestra serias dudas, con la que está cayendo), te observa, te estudia, se
frota las manos y dice: “Mira ese pringao.
Presumiendo. Ufano de sí mismo. Publicando fotografías. Escribiendo sus
basuras. Colocándose tapones de corcho en los oídos, para que no se desborde su
rebosante ego. Nos vemos en Cardiff. Nos vemos en Cardiff”. Da un puñetazo en
la mesa terrenal, haciendo vibrar toda su superficie sólida y líquida.
Provocando, incluso, un pequeño tsunami en Honolulú, sin graves consecuencias.
Y todo tu estudiado plan se va al carajo.
Todo comenzó torcido.
Loiu, aeropuerto
de Bilbao. Viernes, 19,45 horas. La tarde-noche se muestra desapacible, a cara
de perro, una niebla ligera, acompañada del característico sirimiri, envuelve a los aviones que, incansables, despegan y
aterrizan inmunes a la adversa climatología. Mi vuelo a la City parte a las diez de la noche. Tiempo para repartir y regalar.
Me aproximo a una de las pequeñas pantallas, para cerciorarme de que todo va
bien, guiado por un extraño presentimiento, que surge de mi interior y alcanza
la superficie de toda mi piel, el cual trato de alejar de mi mente: “Jorge, no
me seas agonías”.
London
Stansted: retrasado: tiempo estimado 20 minutos.
Leo el mensaje y
lo sé. El futuro más inmediato. De repente. Nítido y claro, en mi mente. Es
como si alguien me lo estuviera susurrando al oído. Como si el tipo que mueve
los hilos me tocara con los dedos en el hombro, y al volverme lo contemplara, con
su otra poderosa mano sobre la boca, tratando de contener las carcajadas:
¿Adonde dices que vas a volar tú, monigote?
Aprovecho el
momento para cambiarme la camiseta, empapada de la primera ansiedad, asearme un
poco, estirar las adormecidas piernas. Tratar de relajarme. Observo el ajetreo
del lugar. Siempre me encantó pararme a contemplar la gente que trasiega por
los aeropuertos. Tan diferentes, tan idénticos. Prisas, abrazos, sonrisas,
libros, lágrimas, filas, maletas, lloros de bebés… vida. Me acerco de nuevo a
la pantalla que decidirá mi destino, nunca mejor dicho. Elijo una diferente,
más grande, más chula, más amable a
mis supersticiosos ojos.
London
Stansted: retrasado: tiempo estimado 1 hora, 10 minutos.
Un muro de malos
recuerdos se derrumba ante mí. Aplastándome con sus zafios y burdos ladrillos.
Asfixiándome. Otro vuelo. Otro año. La misma compañía. Quince pasajeros,
obligados a abandonarlo. Sin razón aparente, sin razonable explicación.
Truncando la primera Navidad que planeaba disfrutar con mis seres queridos,
tras años de estancia en Edimburgo. “Jorge, no te emparanoies”, me digo, con la fe mostrando el piloto rojo de
entrada en Reserva.
Busco una mesa
tranquila, previo paso por el mostrador de una de esas cafeterías extrañas.
Cafeterías guiris, en suelo patrio
(todavía), donde amables camareros preparan el oscuro y caliente brebaje, a
nuestra manera. Olvidándose de reglas y maneras usadas en los países
anfitriones de sus denominaciones. Apoyo la bandeja sobre la impoluta
superficie. Café americano, con un poco de leche aparte, acompañado de una
gigantesca muffin (la magdalena de
toda la vida), mandando a paseo la estricta dieta que ha sido mi sombra durante
semanas. Echando en falta, como un yonki en pleno mono, un libro, siempre mi
fiel escudero. Dejado atrás, sobre la colcha de la cama, debido a mi obsesiva restricción
de objetos en la minúscula mochila.
London
Stansted: CANCELADO.
La odiosa
palabra, en rojo, ríe en tres idiomas (español, inglés, euskera), con su odiosa
intermitencia, eco de las odiosas carcajadas del tipo loco que mueve los hilos
de todo este tinglado:
CANCELADO
PRINGADO CANCELADO PRINGADO CANCELADO...
Sorpresa,
presentimiento confirmado, incredulidad, frustración… cansancio repentino. Filas, más
filas. Amables azafatas de tierra que tratan de seguir siéndolo. Preguntas
lanzadas al aire, sin dirección, sin destino, sin respuesta. Nadie sabe nada.
Todos desconocen todo. ¿Vuelo, qué vuelo? ¿De qué me habla usted? Pozo vacío, escabroso
barranco, nubloso acantilado. Carretera desierta. Palabras etéreas. Sueños
secuestrados. Celestiales y prometedoras Entradas, llenas de emborronados
números y letras. Amargas lágrimas. Almas sin tierra. Almas sin cielo
Tan lejos de ti,
equipo de mi infancia, tan cerca. Revientas en mi interior, te alejas, te
alejas…
¡Cómo no te voy
a querer!
¡Cómo no te voy
a querer!
Continuará…
cómo que continúa? cuándo? que no sea para la final del próximo año!! ;)
ResponderEliminarPaciencia querida. En la próxima entrega.
ResponderEliminarGracias por leer y comentar.
Un saludo
:(
ResponderEliminarJoder que mala suerte!!
ResponderEliminarLo siento.
La aventura es la aventura jaja.
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