sábado, 27 de mayo de 2017

F88 - Hechizo de Luna (octubre, 2004)



El constante murmullo alrededor llenaba mi tercera noche de trabajo. El Templo estaba a rebosar. Lo habitual, como pronto aprendería. Aquel incesante trasiego de camareros, maîtres, comensales y managers transformaba  aquel inmenso lugar en un hervidero de nervios, estrés y temores. Mi falta de experiencia me convertía en un barco chiquitito, perdido en alta mar, con oleaje traicionero, espesa niebla y rasgadas velas.

Mis dedos, algo más calmados, realizaban pequeños trucos de magia, convirtiendo aquellas servilletas enormes, gruesas, color salmón, en apretados triángulos isósceles, que luego depositaría en una enorme bandeja de plata. Doblar, aquí, allá, vueltecita, y zas, a la bandeja. Doblar, aquí, allá, vueltecita, y a la bandeja. Mi mente ensimismada en tal aparatosa empresa, temerosa de hacer un giro erróneo, y que en lugar de una monada de triangulito, resultara un churro arrugado y deforme.

−Hola, guapo. Eso tiene un aspecto espectacular– dice Luna, devolviéndome al planeta Tierra, a Escocia, Edimburgo, aproximadamente las diez de la noche de un miércoles.
−Gracias, maja– respondo, levantando la cara, algo azorado, sin poder evitar la riojana expresión.

Se aleja, con paso decidido, luciendo como nadie aquel sencillo uniforme de camarera. Tras unos segundos de atolondramiento, contemplando el vaivén de su corta melena negra mientras atravesaba, por enésima vez, las puertas batientes de la cocina para recoger más pedidos, retorno a mi harta complicada tarea. Dobla que te dobla, servilleta tras servilleta.

Luna me tranquilizaba y al mismo tiempo hacía que mis rodillas temblaran.

−Excuse me– dice una grave voz, femenina, a mi espalda.

Me doy la vuelta, sonriente, esperando encontrar otra vez a Luna con renovadas ganas de bromear conmigo. Sin embargo, no es ella, sino una altiva señora, con un traje-chaqueta gris impecable, y una plaquita en la solapa con su nombre, que no llego a leer.

−Tú debes de ser George– afirma en inglés, sus labios finos tratando de esbozar una sonrisa, con poca ansia, sin mucho éxito.
−Jorge, mi nombre es Jorge– respondo, retador, aunque mi rostro refleja una simpatía extrema. Retador, pues comienzo a sentir un poco de hartazgo ante el forzado re-bautismo en cada nuevo puesto de trabajo. Esa absurda normalización del nombre que mis padres, con tanto amor, para mí eligieron. Incluso, por unas décimas de segundo, sopeso la idea de contestar al estilo 007, tan elegante, tan británico, tan borde sin aparentar serlo: Ariz, me llamo Jorge Ariz, para demostrar mi total integración en estas peculiares islas. Afortunadamente, mi sentido de supervivencia económica deshecha la estúpida ocurrencia.

La estirada señora me observa, ladea un poco su cabeza, el amago de sonrisa pasó a mejor vida:

− ¿Cuál es el vino blanco que ocupa el tercer lugar en la carta?– dispara a bocajarro.
−Ehh.
−Chop, chop!– exclama, usando la absurda y vulgar expresión inglesa, para meter prisa.
−Mmm– mi mente queda en blanco, como el vino cuyo nombre solicita la impaciente señora.¿Era el Chardonnay australiano o el Merlot chileno? Shite! (juro para mí en escocés).

Y para mi asombro, al cabo de dos segundos más, la dama de hierro gira sobre sus altos tacones y se aleja, erguida, ufana, melena al viento, porque yo lo valgo. Dejándome atrás, mudo, cariacontecido, con el regusto virtual del maldito vino de ultramar.

Al final de la noche, en un pequeño receso, Luna tuvo la amabilidad de resumirme las principales características y detalles, de la flora y fauna que componían nuestro escalafón de mando: Brian, El Hombre Tranquilo, afable, educado, tímido, encantador; Steven, El Mafias, serio, profesional, estricto pero justo y Hazel, La Thatcher, borde, exigente… y jefaza. “Veo que has conocido a La Tiesa”, fueron sus primeras palabras, mientras devoraba con feroz ternura su emparedado de pavo. “Tranquilo, a la tiesa, si le sigues el juego no muerde”, concluyó mientras regresábamos al bullicio del comedor, aunque yo albergaba serias dudas.

Luna eclipsaba a las estrellas.

Nieta de emigrantes, sangre gaditana galopa por sus venas. Su cuerpo de muñeca, ¡menudo cuerpo!, enloquecida coctelera, en la que se agitan desparpajo, picardía y ternura. Sus ojos gitanos te paralizan, cual potentes faros halógenos a un desvalido cervatillo que cruza asustado la oscura y desierta carretera. Su eterna sonrisa, ingenuamente traviesa, compensa la tensión, la plancha, los nervios, los estirados clientes, la arrogante jefa. Su aroma, ¡oh, su aroma!, dulzón, sensual, a crema corporal de leche condensada, te transporta a la íntima semi-penumbra de su pequeño cuarto de baño, a su desconchada bañera de latón, rodeada de velas, blancas, rojas, negras, donde la contemplas, desnuda, en ceremonioso trance, abridor de latas en mano, trac, trac, trac, trac, rajando las chapas de los botes de la dulce leche, cual moderna, y algo trasnochada, Cleopatra…

−¡Jorge!... ¡Jorge, guapo!, que vayas a tomar la comanda de la mesa número siete.
−¡Ah! sí, perdona Luna. Sí, claro, ya voy.

Me mira, sus ojos chispeantes, sabiendo, leyendo mi mente, cuatro pueblos y dos gasolineras por delante, como toda mujer,  ríe como una intrépida muchacha, y se gira, alejándose, dejándome flotando allí en la inmensidad, como un barquito chiquitito, un barquito chiquitito que no sabía, que no sabía navegar, desorientado y a la deriva en aquel mar de mesas, en la fría bruma de una noche de miércoles.




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