sábado, 13 de mayo de 2017

F86 - El Templo de los no milagros (octubre 2004)



¿Cómo sabemos qué retos nos convienen y cuales debemos desechar? ¿Hacemos caso siempre a nuestro instinto, o lo cubrimos con una coraza de titanio, poniéndonos el uniforme de la valentía, pintándonos colores de guerra sobre el rostro, mientras nos gritamos al oído: ¡sí, yo puedo!?

Desde el primer paso que di en el hall de aquel majestuoso edificio, supe que sufriría.

La entrevista fue un mérito trámite. Un vistazo a mi maquillado curriculum por aquí, una pregunta por allá. Aquel tipo trajeado exhalaba tranquilidad. Su voz queda, dulce y monótona me envolvía cual celofán para regalo, con lacito incluido. No podía apartar la vista de sus manos, limpias como las de un cirujano, con uñas de manicura, sin apenas vello, que jugueteaban con una pluma estilográfica que parecía recién estrenada para la ocasión. Cuando me la prestó para garabatear mi rúbrica en el contrato, me sentí como un presidente de gobierno tomando posesión de su cargo, tras lograr la victoria con vacías promesas, discursos de ciencia ficción y alguna que otra foto con un bebé en brazos.

El Templo se situaba en la lujosa y moderna George Street. Unas amplias escaleras, entre inmensas columnas de piedra, guiaban hacia una puerta giratoria de noble madera y cristales decorados con el logotipo del restaurante: una T blanca, en tipografía medieval, cubriendo cuatro de sus representativas columnas. Todo su interior bajo una inmensa cúpula, la cual te hacía sentir que te hallabas en el interior de una catedral. El primer día, tras atravesar la anacrónica puerta giratoria, admiré aquel majestuoso techo y miré, inquieto, a derecha e izquierda buscando las pilas de agua bendita para persignarme.

Me dejaron claro, desde que senté mis posaderas sobre el sillón de cuero para entrevistarme con El Hombre Tranquilo, que mi aspecto debía permanecer de revista en todo momento. Camisola blanca, con grandes botones plateados, con un planchado de madre setentera con familia numerosa, pantalones negros con raya marcada con compás y tiralíneas y zapatos relucientes como gigantescos escarabajos en día lluvioso. Por supuesto, cabello corto y arreglado, afeitado cual anuncio de tenista, nada de pulseras ni collares, ni mariconadas (eso, por supuesto, no salió de la boca del buen señor) y “esa argolla que cuelga de tu oreja izquierda” que desaparezca, discretamente, como por accidente. Todo ello acompañado de una actitud, para con los clientes, educada, servicial −“Señor”, por aquí, “Señora”, por allá− y amable hasta la nausea. Acompañado de una postura corporal que indicara respeto en todo momento: brazo izquierdo hacia atrás, escondiendo la mano impura y pecadora tras la espalda, para servir el exquisito vino o recibir a los comensales. “Como regresar a la mili, Jorge”, pensé, evocando mi espigada figura en uniforme de camuflaje, gorra reposada en antebrazo izquierdo, golpeando con los nudillos de la mano diestra la puerta: “¿Da usted su permiso, mi Capitán?”. Lo que me faltaba, otra vez en la puta mili.

Sabía que sufriría. Desde el primer minuto.

Solía planchar a diario aquel uniforme de aprendiz de camarero. Maniobrando con la plancha de Cristina, entre aquellos grandes botones que relucían como espejos. Escuchaba de fondo el último disco de Bebe, tarareaba entre los cálidos vapores que desprendía la tela blanca, húmeda, agradable al tacto.

“Siete horas…
 siete horas…
 siete horas..
 corriendo por la ciudad,
 siete horas
 mis piernas no dan a más
 siete horas
 empiezo a estar del revés
 siete horas
 te voy a volver a ver”

Siempre aborrecí la hostelería. O tal vez sea más adecuado afirmar que siempre la temí. A pesar de que mi hermana, hostelera de toda la vida, me ofreció mil y una veces trabajar tras la barra de alguno de sus locales, nunca me vi con fuerzas para aceptar el reto. Por mucho que buscase bajo mi piel, nunca hallé el valor para enfrentarme a aquella horda vociferante y maleducada que pedían cañas, cafés y cubatas como si no hubiera un mañana. Ahora maldecía y lamentaba el no haber tomado aquellas clases particulares de esto de servir mesas cuando tuve la ocasión.

Es curioso, mi escasa experiencia en dicho mundillo se remontaba a cuando apenas era un crío. Supongo que la juventud no entiende de nervios ni remilgos. La curiosidad y las ganas de diversión bastan para lanzarte a la batalla, sin dar tiempo a pensamientos negativos y paralizantes. Pasas al otro lado de la barra, en fiestas de tu pueblo, para ayudar a una amiga, aprendiendo sobre el paso cuánta ginebra has de verter en el vaso de tubo o como tirar una caña. O te juntas con cuatro colegas y, con un par, solicitáis haceros cargo del bar del local de fiestas, nada menos que para atender en un concierto de los Rebeldes, cuando no los conocían ni en su barrio, sirviendo litros de whisky a una jauría de sedientos rockabillies, y agotadas las reservas de la preciada agua de fuego, sustituir, a escondidas, las marcas de renombre solicitadas por brebaje barato y anónimo del casino de los jubilados, con la complicidad del padre de otro amigo. La juventud es atrevida. No entiende de miedos ni remilgos.

Uno es patoso de por sí. Salido de tal manera de fábrica. No hay remedio, por mucho que lo intente, la coordinación de mis miembros se estancó en parvulitos, al tiempo que recitaba mi mamá me mima.

Trabajé duro, me esforcé como el que más. Memoricé las cartas de vinos, pues debías recitarlas de seguidillo, cual menú del día en chiringuito de playa. Solía dar ánimos a mi otro yo, que me miraba asustado desde el otro lado del espejo de los servicios del restaurante: “¡Tú puedes, Jorge, eres el puto amo del calabozo!, poniendo cara de bruto, puño en alto, grito de guerra de Rafa Nadal en boca: “¡¡Vamos!!”.

Mas en aquel templo no obraban milagros.

Llegué a interiorizar tanto el estrés y desasosiego que me producía aquel trabajo, que nunca más pude escuchar el disco de Bebe. Un día se lo regalé a una amiga. Mi relación con la plancha, ya de por sí frágil y fría, no soportó aquella crisis. Nos divorciamos, con cordialidad e indiferencia. Ella regresó al cuarto de Cristina, para nunca volver, y yo continué colgando camisas en perchas para su auto-planchado ecológico, y vistiendo pantalones vaqueros anárquicos a la tiranía del planchado.



4 comentarios:

  1. ¡Arderás en el infierno por servir garrafón!

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  2. Pecadillos de juventud.
    Gracias por comentar, Arabella.

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  3. Buenos días,

    Ja ja ja ja... Hostelería, pocos curros tiene fama de ser más esclavos y estresantes. Yo nunca he trabajado en el ramo, ni creo que valga para ello.

    Por lo demás, bonita entrada.

    Antxon.

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  4. Hola Antxon,

    Pues sí, yo tenía esa espinita clavada por lo que cuento. Lo intenté, pero me estrellé. Pero no adelantemos acontecimientos jeje.

    ¡Gracias!

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