sábado, 28 de febrero de 2015

F78 - ¡Que no me llamo Juancar! (I) (marzo 2004)

Cruzo cada cuadradito del calendario de pared con un aspa: roja, jornada de descanso (tan sólo trabajar), verde, día de carrera (sempiterna guerra contra los caprichos y las cervezas). Tacho, tacho y vuelvo a tachar. Las hojas del calendario varían su paisaje, amaneceres de película, tormentas con aroma de romance incombustible, lagos y castillos escoceses que te transportan a tiempos de dragones y princesas. Tacho, tacho y sigo tachando. Las páginas parecen bosques arrasados por el fuego, cuatro verdosos árboles milagrosamente supervivientes, en medio de todas esas brasas rojizas. Has de correr más, Jorge. Me reprocho, sin mucha convicción. Tacho, tacho días, semanas, meses y nada cambia, todo continúa igual. Ella sigue conmigo. Sus besos, sus caricias, su comprensión, su cariño, su voz  ̶ que varía de dulce a ronca, según su estado de ánimo ̶  ella no se va de mi lado, no echa a correr en busca de un príncipe olvidado, de repente recordado, no echa a llorar, suplicándome perdón y comprensión, maleta en mano. Ella me sonríe y me mira, con ojos melancólicos, como si pudiera contemplar mi interior, mi pasado. Como si pudiera ver a aquel chiquillo que corría tras una pelota, vestido impecable con el uniforme de su equipo del alma, el nueve de Santillana a la espalda, esquivando patadas y empujones, la mirada, soñadora e intrépida, fija en aquella portería de postes hechos con piedras y larguero tan sólo invisible para los adultos. Como si tuviera la habilidad de ver mi alma, mi verdadero yo, ese que los años han ido sepultando con escombros de sueños derruidos, madurez e indiferencia. Ese calendario contempla mi sorpresa, cada mañana. Devuelve mi mirada perezosa, llena de legañas. Sorpresa de que ella siga a mi lado. ¿Tal vez aquella mano invisible, que la colocó en mi trocito de vía, sabía lo que hacía? ¿Quizás vino a quedarse, a llevarme de la mano, guiándome en esta senda de la vida, repleta de baches, charcos y algún que otro precipicio? Ese calendario es testigo de mi miedo diario, no al conocido fracaso, sino auténtico pavor al éxito, ese embozado y anónimo extraño.

Pero subamos de nuevo al viejo DeLorean, metamos primera y regresemos a aquel marzo de 2004.
̶  Me temo, Jorge, que cogiste el virús que ha estado haciendo estragos en el hospital estas últimas semanas ̶  me informa Allan, uno de los mánageres, de unos ciento cincuenta kilos de peso, abierto en canal, despatarrado en su butaca de cuero viejo, tras la enorme mesa de despacho. Sonríe, sin ganas, como si todo aquello le resultara divertido.

̶  … “Pues a mí se me ríen los cojones”, pienso casi en voz alta, mirándole serio, todavía pálido, con el rostro huesudo y dentro de un ridículo uniforme que cuelga sobre mi cuerpo como si todavía estuviera sujeto a la percha. Y es que las viejas frases de mi pueblo vienen de maravilla para, al menos, un desahogo personal y privado.

Tras el mal trago pasado y la falta de apoyo por parte de Penny, indiferente a mis penurias, tomé la decisión de abandonar el barco, y así se lo comuniqué a la pequeña aussie. Por su mirada, que echaba chispas como si emulara los rayos X de Mazinger Z, y sus labios, inexistentes de apretados, supe que no le hacía mucha gracia mi decisión.

Desde aquel día comenzó una retahíla de quejas y amenazas, constantes llamadas a mi puerta (que yo, vengativo y malvado, ignoraba subiendo el volumen de la música) para enseñarme facturas y extractos del famoso council tax. Mas mi agridulce compañera de piso no alcanzaba a comprender algo tan básico: me negaba a pagar un sexto mes de dicho impuesto, cuando tan sólo había respirado entre aquellas cuatro paredes durante cinco meses. Son las cosillas que suceden cuando no hay contratos firmados de por medio: yo, el inquilino, carezco de derechos, pero puedo saltar por la borda cuando me venga en gana. No, la chica definitivamente no lo entendía. Salvando las distancias kilométricas me trajo el grato recuerdo de mi querida Rachel. Los dos, ante una taza de té, en aquel bar, ella concentrada y seria tratando de entender mis explicaciones matemáticas sobre las facturas pendientes. Yo, paciente, haciendo numeritos grandes y usando un lenguaje sencillo, como si ella tuviera ocho años en lugar de veintitrés. ¿Qué les sucede a estos anglosajones con los números y las cuentas? ¿No les enseñaron la regla de tres en la escuela? ¿Acaso no vieron Barrio Sésamo de críos? No, Penny seguía sin comprender el concepto. Y es que “el concepto es el concepto”, como decía Manuel Manquiña en Airbag.

Entré en aquel piso recibido con sonrisas, dulce té caliente, pastas inglesas y amables palabras. Lo abandoné entre gritos, insultos (cambio de nombre), acusaciones y amenazas.

Pero eso se lo relataré otro día, y el título quedará esclarecido.