̶
Algo o alguien me puso en tu tramo de vía, y nunca saldré corriendo.
Lo dice mientras acaricia mi
pecho, subrayándolo con su mirada tranquila, sincera, melancólica. Marina me
mira desde dentro, desde otro tiempo, como si viniera observándome desde mi
infancia. Como si conociera secretos jamás revelados, verdades confesadas,
mentiras camufladas. Sus palabras portadoras de una brisa, cálida y lejana, de
su Barcelona natal. Sonríe, su rostro ilumina la pequeña habitación.
̶
¡Además eres mi Jordi y has de rescatarme del dragón! ̶
exclama, y sus carcajadas de muchacha intrépida resuenan por toda la
casa.
No puedo evitar sonreír, evocando
aquella chiquilla de la lejana Escocia, pelirroja, pecosa y pizpireta ̶ hija de mi jefa, en la cocina del gimnasio
̶ que, tantos años atrás, me confesaba
su sueño de ser princesa y cazar dragones en las Highlands, acribillándome a
preguntas mientras yo le daba al estropajo tratando de pulir aquellas enormes
cacerolas. Ahora, mi actual princesa solicita que sea yo, a lomos de mi corcel
blanco quien haga los honores. Espero que el escudo y la espada no hayan
acumulado herrumbre en exceso.
Debo confesarles que se me hace
muy extraño teclear estas líneas desde la distancia, lejos de mi añorada
Edimburgo, de nuevo en mi querida ̶ y a
veces, odiada ̶ España, tratar de desempolvar
el viejo y traqueteado DeLorean, inflar sus desgastados neumáticos, comprobar
su nivel de aceite y poner a punto su cansado corazón de metal y olor a
gasolina, tras tantos meses abandonado, a su suerte, en la cuneta de una curva
sin fin. Mas ciertas vivencias y algunas noticias vuelven a transportarme a
aquellos años, a aquel gimnasio de gente extraña y amable donde fui feliz, a
aquel vagar entre pisos que me concedió una flexibilidad, hasta entonces, para
mí desconocida, a aquel hospital donde las abuelas me vacilaban traviesas y las
enfermeras me sonreían picaronas. Aquel hospital donde mis compañeros de limpia
y pule, la mayoría féminas, se reunían en torno a una mesa redonda, con decenas
de tostadas, kilos de mantequilla y mermelada, litros de té, dispuestos a convertir
su break oficial de cup-of-tea de quince minutos en banquete
de colesterol de cuarenta y cinco.
Es jueves. La linda Azucena
cumple hoy veintitrés añitos. Durante la semana Tobbie, Kiko, Marcos, y yo fuimos
planeando darle una sorpresa. Reunimos cada uno unas pocas libras, compramos un
pequeño detalle, llenamos una Birthday
Card con dedicatorias, caricaturas, bromas y buenos deseos. Se lo daríamos
a la tarde, tras nuestro turno de trabajo, ante unas buenas pintas de cerveza
en el Merlin, un local grande y moderno que hace las veces de cafetería,
restaurante, pub, sala de fiestas y, si me apuran, salón de bingo para
jubilados.
Esta mañana se me está haciendo
eterna. Pensar en la pinta de cerveza fría que me aguarda, junto a chanzas y
risas en la grata compañía de Azucena y los demás, convierte cada minuto en una
hora, cada pasillo a fregar en una pista de aterrizaje, enorme, larguísimo,
interminable. “Paciencia, Jorge, paciencia”, me animo, mientras mojo por
enésima vez la gigantesca fregona en el agua humeante y jabonosa.
Por fin llega mi break matinal. La boca se me hace agua y
el estómago protesta con crujidos agónicos. “¡Joder qué hambre tengo hoy, me
comería un buey! Dejo la aspiradora en el cuarto de los bártulos, me lavo las
manos en el enorme fregadero y me dirijo a la pequeña habitación destinada al
asueto de los asistentes domésticos, o sea la staff room de toda la vida.
En el pasillo me cruzo con Sally,
mi sweet Sally. Va seria,
cariacontecida, mirando al suelo. Al fin alza su mirada y sus preciosos ojos
azules se fijan en los míos. Una fina capa acuosa los empaña, concediendo a su
rostro una tristeza infinita. Parece una niña pequeña frente a su gran tarta de
cumpleaños, rodeada de coloridos regalos y completamente sola. Sin nadie que la
abrace, la felicite, bese sus sonrojadas mejillas. Desconsolada.
Al reconocerme, no puede evitar
que las lágrimas acumuladas desborden sus ojos. Se acerca a mí. Me da un abrazo
torpe, extraño, fuera de lugar. No comprendo nada. Separándose, me dice:
̶
¡Oh Jorge! Es terrible, ¿estás bien? ¿tu gente se encuentra bien?
Sigo sin entender nada. Ante mi
silencio y aparente ignorancia, ella trata de explicarse. Habla despacio,
intentando suavizar su pronunciación tan escocesa, tan de Glasgow, con palabras
sueltas, a lo indio, temerosa de que no capte el significado de sus palabras.
̶ Bombas. En trenes. En tu país. En España.
Me quedo perplejo. Pálido. Sin
habla. El único pensamiento que acude a mi aturdida mente es oscuro. Negro como
el fondo de un pozo vacío: “Ha tenido que ser algo gordo, esta vez, para que la
noticia llegue hasta aquí”.
Como si leyera mis divagaciones,
exclama:
̶
¡Hay muchos muertos! ̶ y vuelve a envolverme con sus temblorosos
brazos.
Camino hacia la sala de descanso
de las enfermeras, que dispone de una pequeña televisión. Soy un zombi, no
tengo hambre, ni sed. Arrastro los pies por ese suelo resplandeciente que acabo
de fregar.
Abro la puerta. Hay media docena
de enfermeras. Todas guardan silencio, las tazas humeantes de té en sus manos.
Se giran, y al comprobar quien soy me invitan a sentarme en un pequeño sofá,
junto a dos de ellas. Me miran con una mezcla de pena, tristeza e
incomprensión. Alzo mi vista hacia el modesto televisor y mi alma se asoma al
precipicio del horror.
A la noche, ya en casa, conversé
por teléfono con mi hermana. Me contó lo sucedido y cómo lo estaban viviendo.
Me confesó que era la única vez que se alegraba de que yo no estuviera allá con
ellos. Que la distancia, de alguna manera, pudiera haber amortiguado el golpe.
Pero los golpes en el alma no entienden de millas ni de kilómetros.
Encendí la televisión. Canal
internacional de televisión española. Ahí estaban los políticos de turno,
diciendo estupideces, echando paletadas de estiércol sobre las víctimas,
parapetándose en complots disparatados y teorías trasnochadas. Mintiendo, como
siempre. Temerosos de que su pequeña burbuja de cristal saltara por los aires,
cubriendo sus impecables trajes con trozos de vidrio.
Cada vez que llega esta fecha,
junto a todos aquellos que murieron de una forma tan absurda e injusta, mi
pensamiento también busca a mi joven amiga madrileña.
11 de marzo, feliz cumpleaños,
Azucena.