Retornemos una vez más a la senda cronológica de mis
andanzas por esta ciudad, mágica, hermosa y romántica al tiempo que fría,
anónima y oscura.
Mientras el 2004 ya ha calentado las piernas y del trote
inicial progresa hacia una velocidad de carrera, mi recién estrenado segundo
año escocés cambia los primeros pañales.
En aquellos primerizos años no planeas, no te paras a
pensar, no tratas de divisar el futuro próximo, ni mucho menos el lejano. Al
menos yo no lo hacía. Tal vez conservaba el miedo primerizo, aquel que empapó
de sudor mi cuerpo las últimas noches, previas a mi escapada, a mi huida, a mi adiós
al Taller de Hombres, a Ella, a Ellos, a mi otro Yo, y a toda mi estructurada vida española.
Tan sólo te limitas a vivir día a día, madrugón tras
madrugón, fiesta tras fiesta, sueño tras sueño. Tu vida es como uno de esos
clásicos juegos de trenecitos de madera, tú eres el niño que arrastra con su
manita la vieja locomotora, seguida de cuatro cochecitos, hasta el último borde
de la pista, entonces te detienes, eliges otro tramo de raíles, lo acoplas y
sigues deslizando tu pequeño tren, despreocupado por completo por la próxima
curva, el siguiente desnivel, el posterior corte de vía.
Mi tren seguía avanzando con sigilo en el Hospital Sin
Sangre. Madrugada, uniforme, té y tostadas para los viejitos, aspiradora,
máquina enceradora, jarras de agua y lavaplatos. La buena de Bridget continuaba
tratando de escapar de aquel laberinto de cristales, camas y puertas cerradas,
asustada de aquella señora vieja y arrugada que le miraba con cara de susto
tras el espejo. El viejo gruñón Billy, en su habitación individual, seguía
protestando y susurrando juramentos en escocés y arameo, cansado de tanta
miseria y de su propio olor, incapaz de hacer nada por sí solo para remediarlo.
Mi novia octogenaria, Doris, llamando mi atención, presumida, coqueta,
arrojando miguitas de galleta sobre la alfombra para que tuviera que acercarme
a aspirarlas, avergonzada como una chiquilla cuando le echaba la bronca, con más
sonrisas que ceños fruncidos. El loco de Tobbie empujándome al precipicio de
las risas lacrimógenas y dolor de tripas, dejando atrás el tranquilo mirador de
la rutina diaria. Mi viejo amigo alemán Hans, con su pronunciación lenta y
sencilla “Goood Mooorning”, siempre
sonriente y educado con todos, sabiendo que despierto ya no sufriría sus viejas
pesadillas, recuerdo tal vez de la guerra que combatió en mi país;
desempolvando su oxidado castellano conmigo “Hola mi amiggo espaniol, vi-va Es-pa-nia”,
desconocedor del terrible sacrilegio que reflejan dichas palabras en mi
querido, y a veces odiado, país hoy en
día. La bruja Winnie, con su cara de vinagre y su sombrero negro y puntiagudo,
la escoba escondida tras el mostrador de enfermeras. La dulce Sally, mi dulce
Sally, iluminando los pasillos y las habitaciones con cada batido de pestañas.
La china altiva y torera, taconeando su altanería por aquellos largos pasillos
que yo acababa de fregar y pulir, con chulería y desprecio, mirándome desde las
alturas, como diciendo: “¡Tú a limpiar y a callar!”.
Todo normal, todo rutina, un martes más, mi manita
colocando tramo de vía tras tramo. Es muy temprano, prácticamente acabo de
llegar al hospital. Reviso la máquina de limpiar alfombras, relleno el depósito
de agua. Me siento un rato en ese cuarto lleno de fregonas, aspiradoras y otras
máquinas de limpieza y exterminio de gérmenes. Huele a goma y a productos
químicos. “Jorge, acabarás pillando cualquier cosa en este lugar”, me dice mi
lado más paranoico e hipocondriaco.
Un martes como el martes anterior, un martes como
cualquier otro de este largo año en el hospital. Preparo las tostadas, con
mucha mantequilla como les gustan a los abuelos, hartos ya de esta vida de
cuidarse y sufrir, dispuestos a salir de este mundo si no por la puerta grande,
al menos por la vía más rápida, a base de emparedar poco a poco sus viejas
arterias a golpe de paladas de colesterol. Empujo el trolley cargado de manjares mañaneros y presentes, cual rey mago
tempranero o Santa Claus que hubiera mudado el uniforme rojo hortera, por un azul marino de lo más chulo.
Un martes más recorro ese pasillo. Habitaciones de seis u
ocho pacientes. También las hay individuales, para aquellos más desafortunados,
que necesitan cuidados especiales o vigilancia las veinticuatro horas del día.
Los viejecitos comienzan a despertar, se desperezan
cansados y confusos, todavía no seguros de alegrarse por abrir los ojos un día
más o mosquearse con El de Arriba por dejarlos en este valle de lágrimas una
nueva jornada. Reparto tés, cafés, sonrisas y galletas. “Este té está muy flojo”,
protesta el de cada mañana, a pesar de que introduzco doce bolsitas de té en la
gigantesca tetera, en lugar de las diez estipuladas oficialmente. “Quiero
galletas de chocolate”, suplica la anciana de la esquina, traviesa como una
adolescente, habiendo visto que aquella mañana tan sólo había traído pastas de
mantequilla y galletas digestivas.
Doblo la esquina hacia la derecha, ya quedan pocas habitaciones
que servir. Observo que uno de los cuartos individuales está todavía a oscuras.
Las gruesas cortinas cerradas completamente. Como si fuese un guión malo de
película barata, me cruzo con Wendy, que me mira con rostro extraño, mezcla de
lástima, hacia mí, y tristeza. Ni rastro de vinagreta en sus ojos. Me pregunto
qué diantres estará planeando, ¿tal vez me ordene limpiar tras el microondas
justo en el último minuto de mi jornada? mas no lo parece, no hay malicia tras
su inclinación de cabeza, a modo de saludo… y a continuación se acerca Sally,
mi dulce Sally, pero no parece ella. Algo no marcha bien. Algo no funciona. El
pasillo sigue a media luz, sus ojos no lo han iluminado como es habitual.
Cuando está a dos pasos de mí compruebo el motivo. Sus ojazos azules están
empañados por unas lágrimas que se resisten a desbordar, como un lago cubierto
de niebla en la madrugada.
̶ Sally, ¿qué
sucede?
̶ Jorge… es
Hans ̶ dice señalando tímidamente con su
dedo las cortinas.
̶ … ̶ miro
confuso la oscuridad que oprime la habitación individual, la miro a ella.
̶ Falleció anoche ̶ su
voz queda, su mano ligera sobre mi antebrazo, sus ojos sobre los míos.
Entonces sus lágrimas son mis lágrimas, trato de
contenerlas, de tragármelas, de no mostrarlas. Empujo el maldito trolley a lo largo del pasillo, cargado
de té, pastas y tostadas. Mucho más pesado que hace diez minutos.
Descansa en paz, querido Hans. Tu amiggo espaniol.