Aquel lejano diciembre fue helador, o tal vez fue la
sensación que a mí me produjo. Quizás la temperatura fue idéntica a la del año
anterior y tan sólo mi bajada de euforia
ocasionó un mayor enfriamiento interior. Era mi segundo invierno en la oscura
Escocia, ya no viajaba flotando sobre las aceras, ahora pisaba firme y seguro y
mirando hacia el suelo para evitar las cagarrutas caninas.
Abrí la puerta del piso y enseguida supe que estaba vacío.
Juliette estaría todavía trabajando pues a pesar de la oscuridad apenas
rondaban las cinco de la tarde, y la ausencia del aroma que desprendía el pan
especial que horneaba Rolf indicaba que éste todavía no había regresado de sus
vacaciones en su Noruega natal. Tan sólo olía a calefacción recién puesta.
Cerré los ojos, aún con el abrigo puesto, y aquella fragancia me transportó de
inmediato a una escena familiar de hace mil años: mis hermanos y yo sentados a
la mesa de la cocina, pintando con acuarelas mientras mi madre nos preparaba
chocolate a la taza, hecho con una oscura tableta, que luego nos serviría bien
caliente junto a gruesas rodajas de pan hueco untadas con Natacha.
A falta de chocolate me preparé un café de kettle ̶ agua hirviendo, Nescafé y una gota de leche ̶ y me encerré en mi cuarto. Encendí el
ordenador, puse la mente en blanco, para fundirme con la pantalla, y me lancé a
teclear lo primero que se cruzó por mi cabeza. Así solía escribir pequeños
relatos, a modo de entrenamiento. Alguno salía decente, pero la inmensa mayoría
era pura bazofia digna de ser arrugada y arrojada a la oscuridad de la papelera
virtual.
Aquel viejo armatoste electrónico (CPU y pantalla-monocromo
gigantescos) siempre me hacía sonreír. Lo encendía y veía la cara alegre y
pícara de Koldo: “Toma Jorge, quédatelo si quieres. Tengo que comprar uno nuevo para la Uni”. En
realidad todo aquel piso de Morningside siempre lo asociaré al bueno de Koldo,
tal vez porque él fue el único que me ayudó con la mudanza. Los dos, cargados
como mulas, viaje para arriba, viaje para abajo, sin dinero para un triste
taxi. También por el hecho de que le guardé varios días unas cuantas cajas
enormes, con su nombre en negras mayúsculas sobre los laterales, seguido de un
número: KOLDO1, KOLDO2,… KOLDO7, mientras él ultimaba su cambio de residencia.
Ese mismo fin de semana me lo había cruzado por la calle,
él subía por Leith Walk y yo bajaba: “Jorge kabrón, ¿qué andas?” (Aunque suene
igual, siempre sentí que lo pronunciaba con ʹKʹ, y marcando la ʹrʹ intercalada).
Entramos en el pub Brass Monkey para celebrar el encuentro.
Nos acomodamos en una mesa al fondo del bar, y allí
frente a dos pintas de Guinness un Koldo de ojos brillantes y sonrisa más
bobalicona y menos pícara que la habitual me confesó que se había enamorado.
Que bebía los vientos por una compañera de clase, una neozelandesa morena de ojos
verdes y cuerpo de amazona. Que llevaban poco tiempo pero que la cosa iba en
serio. Tenían planes hechos, un futuro a compartir. Había hallado a la madre de
sus hijos.
Había estado trabajando extra, saliendo poco o nada,
ahorrando. De esta forma logró comprar una vieja DKV, de quinta o sexta mano,
que ellos mismos pintaron a brocha gorda, utilizando alegres colores, buenas
vibraciones y signos de paz, amor y buen rollito : soles, lunas, arcoíris,
símbolos del Yin Yang, hojas de maría. Vamos, una mezcolanza hippie-surfista.
Yo los visualizaba con camisas hawaianas y flores en el pelo.
Pasado lo más duro del invierno realizarían viajes por
las Highlands y por la costa oeste, saco grande de dormir en la parte de atrás.
Quiero imaginar que llevarían un colchoncillo también. Así pasarían fines de
semana, vacaciones y fiestas de guardar (no muy abundantes por estos lares,
dicho sea de paso).
Todo sería amor, felicidad, suavidad y ternura.
No volví a ver a Koldo hasta muchísimo tiempo después.
Pasado ya aquel Summer of Love planeado
y otro otoño y otro invierno. Lo encontré como siempre, quizás algo más serio,
más maduro también.
Volvimos a festejar el encuentro con unas pintas de oro
negro. Me contó que todo había resultado genial con la kiwie, que disfrutaron de sus viajes de bocata y furgona. Que
continuaron estudiando y planeando sobre pisos y niños. Hasta que un día,
estando ambos nadando en la piscina climatizada de la Commonwealth, entre
risas, aguadillas, besos y juegos, ella le miró sonriendo y dijo: “El lunes me
vuelvo a Nueva Zelanda”. Una despedida
que lo dejó con el corazón inundado de agua, cloro, lágrimas y penas.
Era jueves. Black
Thursday.
Y allí se quedó el pobre Koldo, con un castillo
construido con nubes, soles y arcoíris. Un castillo tan alto como frágil. Un
castillo derruido.
Me lo contó en tono tranquilo, cordial, sin rastros de
rabia. Ya se la había tragado toda, supongo. Luego bebió un largo trago de la
segunda pinta de Guinness, me miró y soltó una frase contundente. Fría y pesada
como una losa. Sobre todo teniendo en cuenta que Koldo se había criado en
Elizondo, en el Valle del Baztán, donde en los cercanos caseríos todavía se
cocina con leña y se elabora queso de oveja de manera artesanal. La dijo con
una sonrisa cruzada, más triste que enojado: “Jorge, estos Kiwis se las dan de viajeros y de exploradores del mundo… pero en el
fondo son unos putos aldeanos”.
Quién sabe, tal vez la muchacha añoraba terriblemente el
queso de oveja hecho por su abuelita.