viernes, 5 de julio de 2013

f47- Hospital Sin Sangre (Junio 2003).

El trabajo resultó monótono y sencillo. No necesitas ser ingeniero de minas para preparar té con tostadas, cambiar jarras de agua, quitar el polvo aquí y allá, aspirar la moqueta y fregar cuatro suelos. Además pagaban bien, puntual y religiosamente. Eso era lo bueno de estar empleado por la NHS (Servicio Nacional de Sanidad). Consistía en hacerse a una rutina, respetar una serie de horarios y normas para con los pacientes. Todo lo demás venía rodado.

Hacía ya unas semanas que logré pasar la entrevista. Mi cuarta interview en poco más de un año. Tres trabajos, cuatro entrevistas. Sí, han leído bien, no es ningún error matemático, recuerden que para mi primer empleo tuve que responder a un segundo entrevistador debido a que el primero se presentó un poco piripi en su día.

En esta ocasión fue una entrevista de lo más profesional. Despacho privado, frente a frente con la Jefa del departamento que me correspondía. Una señora de edad indefinida y aspecto risueño, pequeñita y delgada como un pajarito, que me trajo gratos recuerdos de mi querida April (recuerden, la mujer de la inmobiliaria). “No te relajes, Jorge”, pensé. Una cosa era camelarse a alguien para que te alquile un piso sin poseer el dinero suficiente, y otra muy distinta conseguir un empleo.

La nueva April intercalaba cuestiones profesionales con otras más personales. Se mostraba seria, en su papel de juez y ejecutora (de ella dependía al fin y al cabo mi futuro más próximo), no obstante de vez en cuando sonreía y hacía algún comentario tontorrón, supongo para que yo me relajara. Y es que no olvidemos que nos encontrábamos en un hospital, en un despacho inodoro e insípido pero dentro de un hospital. Este sencillo hecho de por sí me mantenía alerta, intranquilo. No soporto esos lugares. Incluso a día de hoy me sigo mareando cada vez que debo hacerme un análisis de sangre. Es totalmente vergonzante.

Aquella mujer menuda poseía dotes adivinatorias. Me miró a los ojos y sonriendo con dulzura dijo algo así: “Don´t worry this is a no-blood hospital”. Me explicó que era un centro de reposo para pacientes que habían sido sometidos a operaciones en otros hospitales , o que sufrían enfermedades incurables. También existía un ala donde acomodaban a ancianos y otro donde trataban a enfermos con lesiones cerebrales. Eso hizo que me relajara un poco, que mi aprensión quedara apartada por un instante. Entonces, como si lo hubiera olvidado exclamó: “Ah, también existe un ala donde la mayoría de los pacientes han sufrido alguna amputación. Espero que no tengas ningún problema con eso. ¿Te supone algún inconveniente contemplar gente con sus miembros amputados?”. Automáticamente respondí que no, sonriendo, ningún problema. Mientras mi mente fantasiosa me mostraba pasillos llenos de viejitos sin una pierna, niños con patas de madera y parches en el ojo, mujeres sin brazos que me miraban y reían a carcajadas. “Jorge, no la cagues ahora”, me abronqué tratando de eludir aquellas repentinas visiones.

Salí de aquel despacho algo más paliducho pero con una oferta de trabajo a tiempo completo bajo el brazo.  Misión cumplida Jorge.

Me asignaron un buddy, es decir un compañero veterano para enseñarme el  oficio. Para decirme qué hacer, cómo y cuándo. Era un chico portugués llamado Fabio (aunque las malas lenguas proclamaban que su nacionalidad verdadera era la brasileña y que poseía un pasaporte de Portugal falso para evitar la solicitud de visado). Fabio se mostraba risueño, con su eterna y blanca sonrisa que brillaba en su amulatado rostro. Siempre contento, algo melancólico. Fabio trabajaba a otra velocidad. No es que fuera vago ni nada por el estilo, era un trabajador diferente. Motor de gasoil, frente al motor de gasolina de un trabajador español, por ejemplo. Si algo podía limpiar en dos horas, ¿por qué hacerlo en la media hora que exigía el protocolo de limpiadores? Se movía por el hospital como Pedro por su casa. Era como el sereno, poseía acceso a cualquier cuarto o despacho. Siempre con un gigantesco manojo de llaves en el bolsillo trasero de su pantalón de faena. Fabio era un chico joven, amulatado,  musculoso (grandes pectorales, fuertes brazos, poderosas piernas), penetrantes ojos negros, sonrisa de anuncio de Profidén. Las malas lenguas también aseguraban que manejaba una llave inglesa del 15, y que se dedicaba a contentar a compañeras, enfermeras y alguna que otra manager entre fregada y fregada. Esto último nunca me atreví a preguntárselo. Hay cosas que entre hombres jamás se sacan a relucir. Pero no hagan demasiado caso a simples habladurías.

Aún recuerdo mi primer break oficial en el hospital. Quince minutos para tomar una taza de té a media mañana. O al menos eso decía el horario. A los diez minutos todavía había compañeras calentando tostadas, a las que luego añadirían un dedo de grasienta mantequilla, sirviéndose tazas de té con leche hasta el mismísimo borde sin importarles en absoluto ir derramando su contenido. Por fin nos sentamos todos. Yo con mi triste banana y un café de kettle, ellas con un opíparo almuerzo. Todos sentados alrededor de una mesa redonda. Minuto doce de nuestro descanso. Ya acabé mi plátano y doy los últimos sorbos al amargo café. Mis compañeras siguen engullendo: tostadas con butter, chocolatinas, bolsas de patatas fritas, restos de una tarta. Todo ello acompañado de té hirviendo y café aguado. Todo ello entre carcajadas de película de miedo. De esas películas de locos, que son las que siempre me produjeron más desasosiego. Todo ello envuelto en una conversación en un idioma extraño. Un idioma hecho de medias palabras, de vocales imposibles, de verbos inventados. Un idioma que no me enseñaron en aquella academia de mi pequeña capital de región norteña. Un lenguaje totalmente incomprensible para mí, tras más de un año en la bella Edimburgo. Quiero despertar de esta pesadilla, deseo que alguien me explique donde aterricé al final. Esto no es Edimburgo, ni siquiera debe de ser Birmingham. Maldigo entre dientes, ¡alguien me engañó! ¡malditos sean! No vine al Reino Unido, emigré a Leipzig sin tan siquiera saberlo. Y todos a mi alrededor hablan en alemán.


8 comentarios:

  1. Fin del primer acto......

    ......a la espera del segundo acto.

    Santurtziarra

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Uf Santurtzi, podría sacar mil actos sobre el hospital :-), pero tampoco pretendo aburrir al personal. Ya veremos como depara la cosa.

      Eliminar
  2. Ya me lo imagino (Es un suponer) con el brasileiro repartiendo amor a las parroquianas. Había aqui en Barakaldo un centro comercial que debía ser lo mas parecido a Sodoma y Gomorra.

    Y eso que Basque country para el sexo is a shit.

    Santurtziarra

    ResponderEliminar
  3. Esos cotilleos se dan en todos los países...
    La gente se aburre, digo yo.
    Y yo feliz como una perdiz por poder seguir leyendo tus fargaditas ;)

    ResponderEliminar

Su opinión me interesa