sábado, 24 de noviembre de 2012

F22 - Party time! (II) (29 Junio 2002).


Los años no pasan en balde. Escribiendo estas líneas trato de estrujar las neuronas. Les pido que trabajen overtime y me dejen acceso a mi memoria a largo plazo. En ocasiones les echo un cable, mediante alguna foto u objeto guardado (como la famosa entrada de fútbol). Pero soy algo perezoso. Todavía no metí mano a mi baúl de sastre. Bueno, en mi caso más bien un baúl desastre, en forma de cajas de plástico duro, llenas de libros, papeles, fotos y recuerdos, apiladas en una esquina de mi habitación.

Decía que los años no pasan en balde. Todavía recuerdo que en mis primeros meses de vida de emigrante, una de las cosas que más echaba en falta era mi coche. Mi flamante Citroen ZX blanco, equipado con un buen equipo de música (con altavoces adelante y atrás) donde escuchaba mis grupos favoritos, sin preocuparme por el nivel de decibelios (así que ahora estoy algo tapia, claro). En cambio, actualmente no soporto ni los punteos en guitarra eléctrica de mi actual flatmate, que me llegan débiles a través de las finas paredes de mi habitación. Los años no perdonan, Jorge, me digo. A este paso voy a convertirme en uno de esos viejos gruñones y cascarrabias.

Pero hace una década todavía tenía la sangre joven. Iba de fiesta en fiesta, con ganas de divertirme, de contar mis batallas y escuchar la vida de otros,  de conocer gente de países para mí exóticos, como Nueva Zelanda, Canadá o Andorra (recuerdo guardar una lista de países de procedencia, de gente que conocí aquel año. Por ahí la tendré, en mis cajas desastre, entre fotos, mis poemas en inglés y recetas de postres escoceses). Fiestas llenas de risas, alcohol, chicas bonitas y algún que otro pesado. Pero por aquel entonces, hasta el pesado de turno me caía simpático. Fiestas donde cada uno llevaba lo que podía: una botella de vino, un paquete de seis latas de cerveza o una caja de cuarenta y ocho botellines. Bolsas y bolsas de patatas fritas y algún que otro cake (lo único sólido que nos metíamos al cuerpo). Como pueden ustedes observar, pura dieta mediterránea, en versión Scottish.

Así que decidí montar mi propia fiesta. Era fin de curso, qué mejor excusa para preparar mi primera party en el piso. Diseñé unas pequeñas invitaciones, sencillas, con el ordenador y las imprimí en el colegio (que me salía gratis). En ellas indicaba el lugar, día y hora del evento, con la nota informativa (e innecesaria) de que cada cual llevara su booze, junto con algún tipo de aperitivo. Las repartí entre los compañeros de clase, mis amigos del trabajo y otros conocidos. También redacté, con ayuda de Rachel, una nota aviso para los vecinos, advirtiéndoles de posibles ruidos y pidiendo disculpas por anticipado.

Me acerqué al Hard Rock Cafe, para darle la invitación a John en mano. Me recibió como siempre, con una sonrisa, un abrazo y dos besos (John es muy afectivo, muy latino para ser escocés). Me dijo que no se perdería mi fiesta por nada en este mundo. Ante su pregunta: “¿Tienes equipo de música?”, le dije que claro que sí, que tenía un cdplayer portátil de lo más mono. Color azul cielo. Tras su risotada, me dijo que no me preocupara, que él se encargaría de la sección de sonido. No se pueden ustedes imaginar la cara que puse, cuando una hora antes del comienzo oficial de la party (que nunca es cuando empieza, pues los primeros llegan media hora tarde), veo aparecer a John con una furgoneta, cargando dos bafles tamaño discoteque, con su equipo de música, sintetizador y toda la parafernalia. Temí, de inmediato, acabar la fiesta en la comisaría del barrio, acusado de promotor de ruidos y escándalo público a altas horas de la madrugada. Ante mi perplejidad, me dijo que lo había cogido prestado del Hard Rock. Así era John, cortando el bacalao allí por donde iba.

Tras repartir las invitaciones, comprar alguna que otra lata de cerveza (incluida la favorita de John: Guinness draught) −pues no me parecía correcto no tener unas cuantas cervezas, frías y listas para los primeros invitados− comprar hielos en abundancia y algo de comida de picoteo, me lié la manta a la cabeza con el apartado “tapas”. Al fin y al cabo, soy español. Era mi fiesta. ¿Y qué anfitrión ibérico, que se precie, no ofrece unas sabrosas tapas a sus convidados? Puse todo mi empeño y dedicación, pero elegí la sencillez en lugar de la aparatosidad.  Taquitos de queso, paté, salmón ahumado en lonchas, crackers, choricito de pueblo al grill (la tapa favorita de John), la consabida tortilla de patata (cortada en cubitos) que me salió de órdago –perdonen la falta de modestia−, todo ello con rodajas de pan, pan (no de molde), patatas fritas, aros de cebolla, bolitas de queso de bolsa. A continuación llené la bañera de hielos, enterré en ellos las birras y allí fui metiendo toda la bebida que iban trayendo, a lo largo de la fiesta. Y es que en este país les da igual beber la cerveza  tibia o caliente, pero yo lo veo una aberración. La cerveza ha de estar fría, de lo contrario parece pis en lata, o en botella.

Sobra decir que el fiestorro fue todo un éxito. El piso (pequeño) abarrotado hasta la bandera. Gente de todo tipo y condición (estudiantes, trabajadores, vividores, etc) yendo de la cocina al living, del cuarto de baño a las habitaciones, uniéndose y mezclándose en el pasillo. Rachel (como ayudante de anfitrión) estuvo encantadora, como siempre (y en un momento de confidencia, en la cocina, con dos pintillas encima, me susurró al oído “Oh my God Jorge, Kelly´s breasts are not boobs, they are knockers!). Elie, también en su línea, se tomó un par de cervezas y se fue. Dijo que no era su fiesta, que era la mía (a pesar de que recibió su invitación, como todos). Imagino que se iría a buscar alguna que otra palabra, en su diccionario con pelos. Al final quedamos Rachel, Jennifer, John y yo. Charlando y riendo tranquilos.

 En aquella fiesta hubo risas, buena y potente música (dentro de los límites más o menos legales. Al menos no acabamos en la Police Station), ligoteos, confidencias, piropos a mis tapas (especialmente para la tortilla), borracheras simpáticas, viejas camaraderías y andamios de nuevas amistades. Pero también ocurrió algo muy especial. Algo que siempre John y yo nos recordamos mutuamente. En aquella fiesta se engendró una relación estupenda. En aquella fiesta surgió el amor verdadero. El amor entre dos maravillosas personas, el cual perdura hasta estos días. En aquella fiesta John comenzó a salir con Jennifer. Los cuales se convirtieron en mis mejores amigos en tierras escocesas.

Y años más tarde, yo recibiría una carta muy especial. Una carta donde se me invitaba a la Fiesta de Compromiso de mis amigos. La Engagement Party. Carta en la cual John volvía a recordarme donde empezó todo (en mi primera fiesta de piso) y en la que me advertía: “confírmanos si el día te viene bien, tu eres nuestro invitado especial. Si no te va bien, cambiaremos la fecha de la fiesta”.

Recuerdo las cálidas lágrimas corriéndome por las mejillas, tras leer esa pequeña cartulina. Así era John, así era Jenny. Así siguen siendo.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

F21 - Party time!! (I) (20 Junio 2002).


Tal y como mencioné con anterioridad los jueves solía salir con los del gimnasio. Camareros, personal de cocina, entrenadores, managers (a veces) e incluso hasta algún cliente o member. John también venía, a pesar de trabajar en otro lugar.

Kelly era mi camarera favorita. Esos ojazos azules, esos morritos provocativos que ponía al hablar conmigo, esa voluptuosidad. Pero no se confundan, yo era muy consciente de que la chica tenía 18 primaveras, yo 32 inviernos. Éramos como el agua y el vino. Pero imagino que ella sentía la misma curiosidad que yo. Recuerdo que a veces se me quedaba mirando, divertida, tras una de mis parrafadas (con mil pausas y mil ehhh entre frase y frase). Yo le preguntaba “Kelly, ¿tú me entiendes cuando te hablo?”, ella sonreía, ponía cara de traviesa, morritos de cómeme (mi sucia imaginación, no se crean ustedes) y respondía “Sometimes”.  Y yo le decía que eso se arreglaba rápido. Que tan sólo necesitábamos hablar más a menudo ella y yo solitos. La muy golfa se reía. Eso sí que lo había entendido. Cuando quería las pillaba al vuelo, la jodida.

Recuerdo que yo le decía a John, Kelly esto, Kelly aquello. Él me escuchaba paciente, sonreía con aquella sonrisa de ángel caído. Y negaba con la cabeza. “No, amigo. ¡Jennifer! Jennifer, corazón grande” y se daba golpes en el pecho. No he nombrado todavía a Jennifer, también camarera. Una bella persona. Y en efecto, tal y como mi amigo me decía, con un corazón que no le cabía en el pecho. Siempre amable conmigo, sonriente, atenta, ayudándome con los platos (algunos camareros colaboraban y arrojaban ellos mismos los restos de comida a la basura, mientras otros te dejaban todos los platos con todos los residuos ahí en tus narices. Como diciendo: “It´s your bloody job, not mine”). Jenny era de las que los vaciaba  y me miraba sonriendo. “Are you ok Jorge?”. O me preguntaba si quería tomar algo, siempre con una sonrisa. Un cielo de chavala. Mayor que Kelly. Quién me iba a decir a mí por aquel entonces, que años más tarde yo acudiría a la boda de Jenny y John, vistiendo mi propio kilt. Pero no adelantemos acontecimientos. Todavía quedan decenas de fargaditas entre medio.

A veces me metía en líos. Debido al idioma. Recuerdo estar de copas y conversando con la despampanante Kelly. La pobre debía tener mucha paciencia conmigo. Yo hablaba despacio, como he indicado, con pausas para pensar (al principio traduces tus pensamientos en español al inglés y eso lleva tiempo. Tan sólo los amigos y las personas con paciencia grande hablan contigo). Aquella noche Kelly estaba especialmente distraída. Yo le estaba contando mi vida y milagros de España (esa película la contaba a todo el mundo a la segunda o tercera pinta de cerveza). El porqué me fui, los problemas domésticos, la historia triangular e irreal con Ella (tan sólo ahora lo logro ver, sin el antifaz del enamoramiento), las broncas tan constantes con los supuestos amigos. Un rollo patatero para el pobre interlocutor (es lo que hace el alcohol). Y claro, la moceta miraba por encima de mi hombro (probablemente a algún muchachote escocés en la pista de baile). Y aquella noche le dije “Kelly, perdona, ¿te estoy aburriendo con mis historias?”. Y la chica se puso como una loca. ¡Madre mía, ya la he liado! Pensé. Supongo que usé la frase “Are you boring?” en lugar de “Are you bored?”. Que aunque parezca casi lo mismo, no lo es. En la primera, prácticamente le estás llamando aburrida en su cara. Menos mal que John estaba en mi retaguardia, y tras explicarle mi pequeño traspiés me echó un cable con ella.

Una de aquellas noches. Tal vez la misma. Recuerdo a John acercándose a mí (estábamos en un club, que es como llaman aquí a los afterhours). Me dijo al oído, en español: “Muy peligrosos”, señalando a un grupito de adolescentes con gorritas que acababan de entrar. No les mires, añadió en inglés. Y acabó con otra palabra en español: “cuchillos”. La curiosidad pudo más que la prudencia. Les echaba ojeadas de soslayo. A mí me parecían unos críos normales y corrientes. Tras un rato, se acercaron a nosotros. Kelly era todo un reclamo en estas circunstancias. Se pusieron a hablar con ella. Justo a mi lado, a mí ni me miraban. Ella sonreía, les seguía el rollo. Imagino que consciente de qué tipo de gente era. Incluso me pareció que les dio su número de móvil. Imagino que les daría cualquier número. Se retiraron a la barra.

¡Y de repente estalló la guerra!

No habían transcurrido ni dos minutos. Fue algo instantáneo, como un cartucho de dinamita con mecha corta. Volaron puñetazos y vasos. Empujones. Los bouncers salieron de la nada. Tirándose de cabeza a por ellos, con una agilidad y rapidez sorprendentes para su tamaño. Los sacaron en volandas. Uno de ellos con un reguero de sangre que corría sobre su ojo. ¡Se pegaron entre ellos! John me miró, me guiño el ojo sonriendo, como diciendo “te lo dije, amigo”, y llevándose el dedo a la sien me dijo, de nuevo en su español de guiri: “mucho locos”.

Esa noche comprendí que cada lugar tiene sus normas, sus reglas de juego. Que ciertos individuos, que a mí me parecen inofensivos, pueden resultar letales. Yo conocía las reglas en mi pequeña región norteña. Y en España, en general. Ahora debía aprender las que regían esta, todavía para mí extraña, sociedad escocesa.

lunes, 19 de noviembre de 2012

20- Sustos y tangas. Lágrimas y globos de colores. (15 Junio 2002).


No todo fueron risas y buen rollo. La convivencia, entre las paredes de un piso pequeño, no siempre es fácil. A veces escuchas a tus grupos favoritos, sin darte cuenta de que el alto volumen puede molestar a los otros. En otras ocasiones tu flatmate trae a un amigo a deshoras y se ponen a charlar y reir durante horas en la cocina, cuya finísima pared comunica con tu habitación. Entonces tú no logras dormir y estas de un humor de perros al día siguiente. La otra no puede concentrarse en sus estudios y pasea sus malas pulgas a lo largo de toda la jornada. Vienen los roces tontos, las discusiones, incluso las altas voces.

Entre Rachel, Elie y yo hubo muchas de esas situaciones. Bueno, tampoco demasiadas. Las habituales en estos casos. Yo a veces cedía, otras me ponía cabezón y seguía en mis trece. Casi siempre acabábamos pidiéndonos disculpas. En ocasiones yo me adelantaba, otras veces lo hacía alguna de ellas. Siempre fueron discusiones uno contra uno, y la tercera persona del triángulo se quedaba en su esquina, respetuosa hacia los dos combatientes. Sin meter baza. Eso sí, nunca las vi discutir entre ellas. O si lo hicieron fue con una sutileza femenina más allá del alcance de mis sentidos. Pero ya les conté que fue un gran año para mí. Nunca llegó la sangre al río.

Mi relación con Rachel fue más intensa y más vívida que la que tuve con Elie. Puede que fuera por sus diferentes personalidades –mucho más abierta y espontánea aquella que ésta− o pudiera haber sido por mi abierto ataque a la conquista de la petite francesa. Pero con el tiempo me di cuenta de que no me gustaba. Era demasiado fría y calculadora. Y tenía un punto de maldad retorcida, así como de refilón. Era la definición ilustrada de expresiones tan nuestras como: “ir de mosquita muerta” o “matarlas callando”. Rachel era más directa, más humana. Le notabas cuando estaba feliz y cuando la tristeza inundaba su alma. Muchas de mis discusiones estúpidas con Rachel concluyeron con un cálido abrazo en la cocina, o en su cuarto. Rachel tenía un buen corazón. Recuerdo una ocasión en la que discutí con Elie, delante de la escocesa. Estábamos en el living room y la bronquilla acabó con una puñalada trapera de la francesa en mi espalda. Algún recalco acerca de mi edad y mi situación económica-laboral. Algo por el estilo. Metiendo el cuchillo entre las costillas y haciéndolo girar dentro como tan sólo alguien con maldad puede hacer. Recuerdo retirarme a mi cuarto. Conteniendo el enfado. Al fin y al cabo era una chica y mi compañera de piso. Pero lo que más nítido viene a mi memoria (mucho más que la frase envenenada de la francesa) fue la reacción de Rachel. No dijo nada. Ya expliqué que el tercero se mantenía en una esquina durante una trifulca. Mas a los pocos minutos llamó a mi cuarto. “Are you ok?” Supongo que me vio tocado. Ante mi monosílabo afirmativo, insistió “Are you sure?” Aquella noche Rachel se ganó algo más que mi simpatía. Aquella noche se ganó mi amistad.

Rachel no era ninguna santa. Háganse cargo. 23 añitos, alta, con un cuerpo de escándalo, rubia y de ojos azules. Risa de muchacha traviesa y colores en el rostro cuando se acaloraba. Un cóctel molotov, así todo revuelto. Me empecé a dar cuenta de ello cuando veía el tendedero interior – uno de esos artefactos que se abren y tienen varias varillas para colgar ropa a secar dentro del piso – repleto de tangas de diversos colores y materiales. Ojo, no es que yo inspeccionara las braguitas de mis compañeras de piso, es que estaban ahí todas, a plena vista, al lado de la mesita del teléfono del pasillo. Y claro, de vez en cuando se traía una víctima a casa, a dormir. Víctima digo, porque ante tal juventud y atributos el pobre hombre estaba perdido.

Una mañana de domingo, serían las nueve aproximadamente – algo muy difícil de calcular en verano, debido a la total luminosidad en el cuarto desde las cuatro y media de la madrugada, pues no teníamos persianas, y las cortinas eran demasiado finas – estaba yo medio dormido en mi cama. Me encontraba en ese estado de duermevela, en el cual no estás seguro de si piensas o sueñas. De repente la puerta de mi habitación se abrió de par en par (justo al lado del cabezal de mi cama). En el umbral había un tipo alto, con el pecho al descubierto, en gayumbos (imagino, pues no llegué a verlo), ojos de ido y boca abierta. Me incorporé en la cama como un resorte. Yo también sin camiseta, luciendo pelo en pecho, con los brazos fuera del duvet, los puños cerrados. La adrenalina disparada y dispuesto para la pelea. Nos miramos ambos. Su cara era un poema. Recuerdo que dijo: “¡Chiissas!” que es como dicen aquí –estos herejes− el nombre de Jesús. Cerró la puerta y se retiró.

Pasado el susto y con la cabeza más refrigerada entendí que era uno de los ligues de Rachel. El chaval fue a hacer sus necesidades al baño, y a la vuelta en vez de la puerta de la izquierda (la de Rachel), escogió la puerta de la derecha (la mía propia). Se lo conté a Rachel en el desayuno. Yo con mi bowl de cereales con fresas, ella con sus huevos revueltos con bacon. Cómo se reía la condenada. Me decía que era un chico que estaba muy hot (muy bueno), pero que de aquí (y se señalaba la cabeza) hacía aguas como el Titánic en su primera y última travesía. La muy golfa (dicho con mucho cariño).

Pero el gran amor de Rachel había sido un chico cuyo nombre recuerdo, pero no escribiré. Ni tan siquiera lo cambiaré por otro de mi invención. A modo de respeto. Era su amor de juventud, su sweet heart que dicen aquí. Yo creo que seguía enamorada de él, a pesar de haberlo dejado ella hace un tiempo. Y él, definitivamente estaba loco por ella. Esas cosas suceden. Qué les voy a contar yo a ustedes. El chico trabajaba de camarero, como ella. Y por una de estas coincidencias de la vida – que es muy perra y no entiende de romanticismos− su ex coincidió, en un turno de trabajo en su club (bar de copas, no de señoritas de pago) con un nuevo portero o bouncer. Y hablando mientras fumaban un cigarrillo en la puerta, el portero, así como quien no quiere la cosa, le dijo que se había acostado con su ex. Con Rachel. El ex-novio de Rachel –yo lo conocí− era un pedazo de pan. Buen chaval. Se quedó confuso, incrédulo al principio, pero con la quemazón irremediable en su corazón. Al día siguiente quedó con ella, y se lo preguntó directamente. Ella no pudo o no quiso negarlo.

Todo esto me lo contó ella una tarde de lluvia, en su cuarto. Yo la había notado apagada todo el día. Tristona. No sonreía. No reía mis constantes tonterías. Llamé a su puerta y le devolví aquel “Are you ok?” que tanto me había impresionado a mí. Mas yo insistí hasta que me dejó pasar. Me senté en su cama, ella en la silla con la mirada fija en la pantalla del ordenador. El cursor parpadeando en medio de una línea de un essay, que ya no iba a finalizar aquel día. A lo largo de su relato, sus ojos se fueron llenando poco a poco de lágrimas. Hasta que las cartolas no pudieron contener más y se desbordaron, inundando sus mejillas. Lloraba de forma silenciosa. Con resignación y sin aspavientos. Su mirada dejó de ser azul, convirtiéndose en un gris pálido. Me dio una pena infinita. En aquel instante yo era un viejo, los nueve años que nos separaban se convirtieron en veintinueve. Tan sólo se me ocurrió abrazarla y susurrarle como a la niña pequeña que era.

El disgusto le duró días, semanas. Ignoro si alguna vez recuperó la amistad perdida con su ex. Ignoro si alguna vez se recuperó ella misma. Recordé que pronto llegaba su cumpleaños. Y comencé a mover las ruedecitas de mi mente, a pensar en algo para animarla. Fui a un supermercado, a la zona de cumpleaños y parties. Y allí me hice con el material requerido para mi plan.

Aproveché que ella trabajaba todo el día (en su cumple) y que yo disfrutaba de mi día off (tras más de 4 meses trabajando y estudiando sin un solo día libre, conseguí que me dieran más horas cada día para poder librar los viernes). Le llené toda la habitación de globos de colores – inflados a pulmón −, y sobre el duvet de su cama esparcí tres bolsas de flores secas, con diferentes aromas, y diversos colores rojizos, amarillentos y rosáceos (que imagino venden para otros fines que ignoro). Lo cierto es que quedó muy bonito. Perdonen la falta de modestia.

Sólo ver su rostro, al abrir la puerta (extrañada ante mis pasos tras ella, preguntándole tonterías para distraerla), sólo contemplar la carita que se le quedó, ya mereció la pena todo el esfuerzo. Se giró y me dio un abrazo, prieto y largo. Y al separarse me regaló su risa. Esa risita de niña traviesa. Esa risita espontánea y tierna, que siempre lograba hacerme temblar las piernas.

domingo, 18 de noviembre de 2012

19- "Susanita tiene un ratón". (1 Junio 2002).


“Un ratón chiquitín,
 que come chocolate y turrón,
y bolitas de anís”

A veces se dan extrañas coincidencias. O casualidades, o como quieran llamarlas. Llevo días pensando en la próxima fargadita que contarles a ustedes. Tengo muchas en la memoria. Se amontonan y pelean entre ellas para hacerse hueco. Me gritan en silencio: “¡A mí Jorge, elígeme a mí!”. Pero claro, necesito darles cierto orden cronológico. Y eso no es fácil tras una década desde que ocurrieron. Ya tenía en mente el próximo tema a elegir. Me faltaba un título acorde a él. Algo que llamara la atención del posible lector. Algo que os hiciera sonreir y abandorar vuestros quehaceres un par de minutos para su lectura.

Lo cierto es que el título elegido lo tenía pensado, junto a otros, desde hace días. Desde que anoté el tema de la posible batallita sobre el papel de mi libreta. Pero, por casualidad, por mera coincidencia, justo antes de ponerme a escribir estas líneas leí los titulares del periódico digital de mi pequeña región norteña. Allí, en España.

Hoy, a 18 de Noviembre de 2012, fallece “Miliki”, el inolvidable payaso de la tele. Y usando el título de una de sus canciones, desde aquí le rindo mi humilde homenaje a ese entrañable señor, que tantas sonrisas y carcajadas me regaló en mi infancia.

“¿Cómo están ustedeeees? ¡Bieeeeen!”. Va por ti Miliki.

Seguía conviviendo con mis dos dulces chicas. Rachel, con esa risa contagiosa y sus colores que le subían cuando tocábamos temas de sexo en nuestras conversaciones. Elie, con su timidez y sus maneras de ratoncito asustado. Debo confesarles que caí enamorado de ésta, en el mismo instante que me abrió la puerta aquel día que visité su piso. Petite, morena y de enormes ojos del color de la miel recién colectada. Yo de vez en cuando le tiraba la cucharilla. En realidad le tiraba la cucharilla, los trastos y todos los aparejos de pesca a mi alcance. Ella sonreía, me miraba tímida, se hacía la sueca con acento gabacho y pasaba de mí. Yo suspiraba y lloraba mis penas con una pinta de Guinness en el pub local del barrio. Y es que Elie andaba con las clavijas sueltas por un escocés de su clase. Un tipo altísimo y delgado. Juntos parecían el palo y el puntito de la “i”. Una pareja ridícula, a mi forma de ver. Por no decir que el escocés era más tonto que un zapato sin suela. Como dicen en mi pueblo era como Jacobo, cuanto más alto más bobo. Pero supongo que el amor es ciego, dicen. Y más el amor con fecha de caducidad, ese amor que se sujeta sobre los cimientos sólidos de una buena práctica de la lengua de Shakespeare con un diccionario con patas. Un altísimo diccionario con patas y pelos. Elie debía aprovechar los escasos nueve meses que le quedaban en la bella Escocia. Antes de su retorno a La France.

Mas la convivencia era buena. En realidad era fantástica. Hacíamos un buen trío (afortunadamente Jacobo aparecía poco por casa). Nos turnábamos en la cocina, compartíamos tazas de té en el salón, veíamos las series de la tele.

En esto último andábamos un mediodía Rachel y yo. Riéndonos de las tonterías del protagonista de Scrubs, mientras Elie trajinaba en la cocina. De repente oímos un grito desgarrador. Un grito de película. Un chillido de rubia tetona siendo apuñalada, sin piedad, por el loco de la máscara de hockey sobre hielo. Nos levantamos de un salto del sofá y corrimos hacia su lugar de procedencia: la cocina. Allí no encontramos a ninguna rubia tetona y ensangrentada. Allí sólo estaba la petite Elie, dando saltitos y gritándonos: “¡Un ratón, hay un ratón!”. Ante lo cual Rachel, haciendo girar los ojos con desdén, dijo: “Ah, ¿sólo eso?”.

“Duerme cerca del radiador
con la almohada en los pies
y sueña que es un gran campeón
jugando al ajedrez.”

Y es que, tener a roedores por animales de compañía es algo bastante habitual en este tipo de pisos en la capital escocesa. Y no me refiero a hamsters, o a bonitos ratones blancos. Me refiero a pequeños ratoncillos de campo. Grises, minúsculos y con el rabo largo. En mi cole− en el norte de Navarra− los llamábamos sabuchos. Al menos yo, hasta que años más tarde aprendí que su nombre era sagutxos. Estos animalillos corretean a sus anchas por la cocina, living y habitaciones de una inmensa cantidad de pisos de alquiler. Además, como dicen en inglés: “if you see a mouse, there are a hundred”.

Así que, desde aquel día, mi misión en aquel piso fue la búsqueda y captura del maldito roedor. Yo era el hombre de la casa. El cazador. Ellas confiaban en mí. Ponían sus tiernas vidas en mis manos. Y a ello me dediqué con ahínco y sin descanso.

Pero no vayan a creer ustedes que es tarea sencilla. Por estos lares la palabra “cazar” es un tanto inoportuna, digamos. Un tanto políticamente incorrecta. Todos los animalillos tienen derecho a la vida, incluso la más asquerosa y peluda de las arañas. Aquí no matan ni a las hormigas que se cuelan en el baño. Sobra decir que un ratoncillo, por muy puñetero que sea enredando entre las sartenes y cazuelas, es intocable. Es un ser vivo. Es un ser con sus sentimientos, sus pensamientos y sus cositas. Solución: hay que cogerlo vivito y coleando. De ahí la dificultad de la labor. Olvídense ustedes de cepillos-trampa con el trocito de queso, de venenos, de tirachinas o de zapatillazos. Hay que usar el ingenio, la inteligencia y una dosis de paciencia que bien quisiera para él el mismísimo Santo Job.

“Le gusta el fútbol, el cine y el teatro,
…¡y la televisión!

Pero un día la suerte me sonrió. O tal vez la dosis de paciencia dio sus frutos. Me encontraba yo en el living. Sentado en el sofá. Disfrutando de una cup of tea mientras veía el concurso Countdown en la tele. Un concurso tipo Cifras y Letras, muy popular en el Reino Unido. De repente me sentí observado. Noté una presencia en el cuarto de estar. Fue una sensación extraña. Entonces, cuando me incliné hacia adelante para dejar la taza sobre la mesita lo ví. Allí estaba. Sentado en el sofá. Les juro que el pequeño maldito roedor estaba sentado, sobre sus diminutas posaderas, en el sofá de al lado. Me quedé atónito, contemplándolo. Y el muy jodido, al notarse observado, giró su pequeño cuello y me miró fijamente con sus ojillos brillantes e inteligentes. Al cabo de unos segundos de reto de miradas, el bicho giró con desdén y altivez su cuellecito de nuevo, y siguió tratando de averiguar la siguiente palabra del concurso de la tele.

“Esta es la mía”. Me dije. Me incorporé con sigilo. Sin dejar de mirar al sagutxo retrocedí andando hacia atrás. Hacia el pasillo. Corrí a mi habitación. Regresé con la papelera escondida tras mi cuerpo. El ratoncillo seguía allí, a lo suyo. Al jodido sólo le faltaba el té y los biscuits. Me acerqué despacito, arrastrando los pies sobre la moqueta. En un rápido movimiento puse la papelera sobre la pequeña criatura. Al pobre no le dio tiempo ni a decir cheese.

Marque el número de teléfono del lugar de trabajo de Rachel. Aquello era una auténtica emergencia doméstica. “Rachel, I did it. I am THE man. I made fire!”. Ante su sorprendido “What?” y su “¿De qué carajo estás hablando?”. Le conté mi hazaña. El resultado de mi cazería. Y escuché su linda risa de colegiala. Tan sólo aquellas risitas merecieron todos mis esfuerzos. Pero le dije que tenía un pequeño problema. Había atrapado al bicho. Sí. Pero qué hacía ahora con él. La opción asesinato a sangre fría ya les dije que estaba descartada de antemano. Rachel me dijo que cogiera una cartulina, o un par de folios, y los deslizara bajo la papelera. De esa manera podría darle la vuelta a la misma sin que el ratoncillo escapara. Y que lo soltara en el parque. ¿En el parque? Rachel era así. Y me lancé a la tarea: “Tus deseos son órdenes para mí, Rachel”.

Y allí estaba yo. En pleno Junio, bajo el sol. Andando hacia el cercano parque, con una papelera en mis brazos, cubierta con un par de folios. Me crucé en la acera con unas preadolescentes que iban cuchicheando. Me miraron y se rieron. Me paré y les dije con una sonrisa extraña: “Aquí llevo un ratoncito, ¿queréis verlo?”. Obviamente las precavidas muchachas dejaron de reir y apretaron el paso. Sólo hoy en día sé que podría haber acabado en una celda tras semejante comentario jaja.

Llegué al parque. Hierba fresca. Florecillas. Me acuclillé y bajé la papelera de lado. Quité los folios que la tapaban. “Eres libre, amigo” le dije al ratoncillo. A esas alturas ya le había cogido cariño. El bicho me miró, luego contempló el verde color de la libertad y se alejó con pasitos tambaleantes.

Imagino que buscó otra salita de estar donde ver el siguiente programa de Countdown.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

18- ¿Cuánto dinero llevas encima? (II). (15 Mayo 2002).


Llegué en autobús. Había comprado el billete, semanas atrás, a través de internet: 3 libras (ida y vuelta). No estaba mal. Encontré, sin demasiada dificultad, el estadio de fútbol. El Hampden Park. En aquellos tiempos no existía Google map. Pero, tal y como dicen en mi pueblo, preguntando se llega a Roma. Y así lo hice. La gente de Glasgow es magnífica. Nada que ver con la población de Edimburgo. Aquellos son más abiertos. Más simpáticos. Más dispuestos a ayudarte, si te ven, medio perdido, mochila a la espalda. No hace falta ni preguntarles. Ellos paran y te dicen: “Are you ok pal?” con una sonrisa. Ese acento local me recordó de inmediato a mi amigo John. Pero al mismo tiempo, Glasgow arrastra fama de ciudad peligrosa. Peleas y navajazos nocturnos, y diurnos. Así que andaba yo con mil ojos. El miedo del novato. El miedo del primerizo.

Llegué prontito. Por la mañana. No me gustan las prisas. Necesito tiempo de sobra, para hacer las tareas. Y en aquel momento, la tarea era crucial: encontrar entrada para el partido. ¿Cómo encuentras a un reventas en Glasgow? ¿Qué aspecto tienen? No tenía ni la menor idea. Así que decidí caminar alrededor del estadio. Una y otra vez. O alejarme, a ratos, por las calles adyacentes.

Días antes recibí una llamada. Era mi hermano. ¡Venía desde España, a ver el partido! Él y un amigo. Yo no disponía de un móvil, así que acordamos que yo le llamaría, desde alguna cabina de teléfonos – todavía quedaban cabinas rojas, típicas de aquí – a partir de cierta hora. Ellos volaban desde Madrid.

Al poco de estar explorando las cercanías del estadio. Bufanda madridista al cuello. Y mis cien libras en el bolsillo. Se me acercó un tipo extraño. Venía de cara. En seguida me puse en guardia. Con la adrenalina, ahí esperando salir disparada. Un tipo  de unos treinta y tantos años. Muy alto. Musculoso. Tenía la cabeza afeitada. Vestía vaqueros y un chaleco de cuero, luciendo tatuajes en brazos y cuello.  Venía directo hacia mí, mirándome. Traté de no mirarle directamente, y al mismo tiempo, no dejar de mirarle. “Cien libras, Jorge, cien libras”. Era todo lo que me venía a la mente. Con todas las historias de terror, que había oído en Edimburgo sobre Glasgow, esperaba ver un cuchillo tipo-Rambo, a un palmo de mi cara.

Nada más lejos de la realidad. El calvo-cachas me sonrió: “Are you looking for tickets, mate? “  Tenía un acento de lo más extraño. No era local. Tampoco me sonaba a la capital. Le pregunté cuanto pedía. Me dijo que 270 libras. Zona Real Madrid. Le dije que era muy caro. Y seguí caminando.

Al cabo de un rato de dar vueltas, volví a cruzarme con el tatuado. Misma operación. Misma pregunta. 240 libras, su respuesta. “Too much, too much”, le dije. Me sentía como comprador en un puesto de Marruecos, regateando con el vendedor. Pero lo mío era pura necesidad. Realmente no podía pagar ese dinero. Si lo hubiera tenido, lo hubiera pagado. Sí, en aquel momento, había que priorizar. Incluso si el próximo mes, hubiera de alimentarme a base de pasta, de marca blanca a 50 peniques el kilo.  

Encontré a mi reventas personal varias veces más, a lo largo de todo el día. Ignoro si en Glasgow no existían más reventas, o si aquel tipo me había cogido cariño. En una de las ocasiones hablamos un rato. Me dijo que era de Newcastle. Yo a lo justo le entendía. El geordie es uno de los acentos más difíciles que jamás haya escuchado. Junto al acento de los de Liverpool (ese es terrible también). Me dijo que él era supporter del Newcastle. Pero que le gustaba el Madrid. Además, de alguna manera había que ganarse las alubias. Eso me dijo. Me cayó simpático, el cachas tatuado.

Llamé de nuevo a mi hermano. Lo había intentado varias veces, desde la hora que me dijo que aterrizarían. No contestaba. “El número al que llama, está apagado o fuera de cobertura en estos momentos…”. Empecé a preocuparme. Pero no quise ser negativo ni pensar en tragedias. Seguí a lo mío. Con mi objetivo. Encontrar MI entrada.

El rival era un equipo alemán. El Bayer Leverkusen. La inmensa mayoría de aficionados presente, era madridista. Los alrededores del estadio estaban tomados por la marea blanca. Con sus banderas, sus bufandas, sus cánticos. Todo buen humor y buen ambiente. Obviamente pregunté por entradas, pero nadie tenía una de sobra. Normalmente no viajas hasta otro país, y vendes tu preciosa entrada. Ni aunque te ofrezcan un potosí.

En la prensa había leído, que el Madrid jugaría como en casa. El apoyo de la ciudad de Glasgow era incondicional al club blanco. Esto era debido, entre otras razones, a que hace 42 años el Real Madrid ganó una final de la Copa de Europa. Aquí en el Hampden Park. Contra otro equipo también alemán: el Eintracht Frankfurt. Goleada de 7-3. Y aquello creó mucha afición y cariño hacia el equipo merengue.

En uno de mis paseos, me junté con dos chicos madrileños. Acababan de aterrizar. Les comenté, preocupado, que mi hermano debía haber llegado hace horas. Que no me contestaba al teléfono. Me dijeron que no me preocupase, que había un caos terrible en Barajas. Decenas de aviones con el mismo destino: Glasgow, Escocia. Se ofrecieron a acompañarme. A caminar entre la muchedumbre a la búsqueda de mi hermano mayor. Estábamos acordando esto, cuando nos cruzamos, de cara, con dos chicos. Los recién llegados se pararon en frente de nosotros. Levanté la cabeza para observarles, seguido miré a mis dos acompañantes madrileños, y les dije: “Pues, éste es mi hermano”. Fue algo de lo más extraño. Como si uno de los dos hubiéramos llevado un GPS incorporado. Nos encontramos frente a frente entre miles de personas, todos con bufandas de los mismos colores.

Me despedí de los madrileños. Nos deseamos suerte mutuamente, con un apretón de manos. ¡Hala Madrid!

Quedaba una hora para el pitido inicial. Y yo sin entrada. Les conté, a mi hermano y su amigo, mi aventura con el reventas. Y fuimos a la búsqueda del tipo. Calvo, gigante, tatuajes, chaleco de cuero. Esos eran los parámetros de búsqueda. Al poco rato mi hermano exclamó: “¡Allí está!”. En efecto, en la otra acera, allá estaba nuestro hombre. Nuestra salvación. Mi salvación (éstos iban a entrar sí o sí).

Cruzamos la calle. Tratamos de hacernos los encontradizos. Aunque me temo que mi rostro me delató. Cara de “¡Necesito una entrada ya!”. Pero claro, el cuchillo tiene dos filos, él necesitaba vender ese ticket ya… o se lo comería con patatas (otro dicho de mi tierra).

“Hello my friend!” dijo sonriente, según nos vio. Me preguntó si había encontrado entrada. Ante mi negativa, fuimos directos al grano. No había tiempo que perder. “Cuánto dinero llevas encima?”. 100 libras, contesté – pecando de pardillo, pues podía haber dicho una cantidad inferior. Pero el deseo de entrar ya, me traicionó −. “It´s ok”. Me contestó. Nos condujo a un callejón adyacente. Un callejón sin salida, lejos de las miradas de curiosos. Sobre todo lejos de la policía (había cientos de ellos, incluso a caballo). Nos miramos los tres españoles, entre nosotros un pensamiento común. Frío y agorero: “¿No nos pegará el palo ahora?”. Pero enseguida lo alejamos de nuestras mentes.

Nos enseñó la entrada. Zona madridista. Bien. Mi hermano sacó las suyas. Las comparó. Era auténtica. “Ok”. Le dije, sacando el fajo de billetes. Conté. “¡Mierda!” sólo había 90 libras. El tipo me miró, sonrió, soltó un gruñido, e hizo ademán con la mano: “Trae, trae, da igual”. (Más adelante encontré las 10 libras restantes, en el otro bolsillo). Y así conseguí mi entrada. Por 90 libras. La misma entrada que estoy acariciando, ahora mismo. Mientras escribo estas líneas. La entrada que me abrió un huequecito en la Historia. No como hacedor, pero como testigo.

Luego vino el golazo de Zidane, la euforia, los cánticos, las lágrimas, la lluvia. Vino la 9ª Copa de Europa del Real  Madrid. Y yo estuve allí. Yo lo viví, en vivo y en directo.

martes, 6 de noviembre de 2012

17- ¿Cuánto dinero llevas encima? (I). (15 Mayo 2002).


A veces nos gusta formar parte de la Historia. Aunque no seamos los hacedores de dicha Historia. Poder decir más adelante: “Yo estuve allí. Yo lo viví en vivo y en directo”. Quién me iba a decir a mí, hace tan sólo unos meses, que podría ser testigo de un episodio más de la Historia. La Historia deportiva, en este caso. Pero dejen que les cuente desde el principio.

Seguía trabajando en la cocina del gimnasio. Llenando el inmenso lavaplatos industrial. Bajando la gran chapa que lo envolvía. Y, como por obra de magia, se ponía a funcionar. O “haciendo bola” – como decíamos de críos – de tanto frotar aquellas cacerolas inmensas. Dale que te pego, detergente industrial y estropajo tamaño XXL.

Mi situación económica era la misma. Estancado en el escalón de los pobres. No avanzaba, ni hacia arriba, ni hacia abajo (poco daño me hubiera hecho si caía hacia abajo). El apaño del trabajo extra (aquel que parecía una prueba para hombre-rana sin equipo: crono en mano aguantando sin respirar), sí, el del burguer, me permitió saldar cuentas con April. Nada más, nada menos. Pero seguía haciendo cuentas y cuentas en mi libreta. Necesitaba seguir comiendo, no sé si me entienden ustedes.

Pero en la vida hay que saber priorizar. Hay eventos que no se pueden dejar pasar. Vine a vivir a Edimburgo, casi de casualidad. Y ahora resulta que acudiría, a la vecina ciudad de Glasgow, el equipo de mis amores de infancia y adolescencia: el Real Madrid. Debido al año tan movidito que tuve – en España − ni conocía el hecho de que la ciudad escocesa, acogería la Final de la Champions esa temporada.

Y claro. Yo no podía perderme tal acontecimiento. No tenía ni una libra en el bolsillo, pero eso era un detalle sin importancia. En cuanto conocí la noticia – el Madrid había alcanzado la final – me lancé a hacer planes. Pedí de inmediato dos días off en el trabajo -reservando la sagrada fecha, más el día siguiente- (eso me encanta de este país. Nadie te pide explicaciones cuando pides un día, o dos libres). Y seguí haciendo números en el cuaderno. Pero seguía sin cuadrar la estrategia. Necesitaba cómplices. Partners in crime, que dicen aquí. Y claro, en seguida vino a mi mente la imagen de John: sonriente, pillín y golfo.

Al día siguiente me acerqué a visitarle, a su lugar de trabajo. El Hard Rock Café es un sitio increíble para trabajar. Buena música, buen ambiente, camareras de película, decorado impresionante. John más de una vez me ofreció trabajo – en la cocina era el que cortaba el bacalao, en esos temas también – pero fui cobarde. Todavía tenía miedo a los cambios. Bueno, a lo que vamos, que me voy por los cerros de Úbeda. Le conté la situación. A él le resultaban imposibles las fechas. Pero me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo: “un momento amigo” – en español, con aquel acento que siempre me hacía sonreir −. Volvió al cabo de unos minutos. Me cogió la mano, la abrió y puso varios billetes en mi palma. Y me guiñó el ojo otra vez. “Real Madrid. Segundo mejor del mundo. Primero Celtic”. Así era John.

Me había dejado 50 libras (una pequeña fortuna para mí). Luego en casa le conté mis planes a Rachel. Me escuchó atenta. Riéndose de vez en cuando. No sé qué le hacía tanta gracia a esa chica. Siempre se meaba de risas conmigo. Supongo que mi acento vallecano (perdón a los de Vallecas) le resultaba gracioso. O los gestos que hacía yo, moviendo mucho las manos, los brazos, la cabeza. Todo. Yo movía todo. Para contribuir a que ella me entendiera. Vamos, que yo parecía un director de orquesta, dirigiendo una pieza con mucho ritmo. O tempo, o lo que sea. ¿Ven ustedes? Si tuviera una cultura musical decente, pondría aquí un buen ejemplo de pieza musical, dejándoles a ustedes con la boca abierta. Pero no es el caso (escuchar a Barricada y Marea no ayuda mucho, precisamente).

Rachel me prestó otras 50 libras. Esta vez las pedí yo. Le prometí una rápida devolución.

Y así me lancé a la ciudad de la otra costa. La ciudad maldita. La ciudad del Glasgow Rangers y el Celtic. La ciudad de los mil museos,  las mil tiendas y otros tantos cuchillos. Allí me lancé, con 100 libras en el bolsillo. Con una sonrisa en la cara. Y con un plan en la mente. Dicho plan sólo tenía dos alternativas: conseguir una entrada en la reventa, o ver el partido en un pub y beberme todas las pintas posibles. Al fin y al cabo, un hecho histórico no se repite. Hay que celebrarlo.

Continuará.

viernes, 2 de noviembre de 2012

16- Vida de estudiante (II). (Abril 2002)


Olía a Ella. Me di cuenta la primera vez que me senté a su lado, en clase. Solíamos variar las posiciones en el aula. No había sitios fijos. Lo noté al instante. Fue como un traslado en el espacio y en el tiempo. Era Su perfume. Cerré los ojos un instante. Mentalmente bloqueé mis oídos. Aspiré aquel aroma dulce, tan conocido. Por un momento temí abrir los ojos. Temí encontrarme, de repente, de vuelta en otra aula. En otro país. En otra ciudad. Tan lejana ahora. En el espacio y en el tiempo.

Mi nueva compañera se llamaba Cristina. Y no se parecía en nada a Ella. Ni en lo físico, ni en su forma de ser. Tan sólo en su aroma. Era una chica simpática. Muy maja, que decimos en mi pueblo. Valenciana. Había venido con su novio, desde allí. Compartí muchos cafés con ella. Cafés y lecciones. Incluso un día – ya no lo soportaba más −, le confesé la existencia de su gemela en aroma. En perfume. Y claro, le tuve que contar toda la historia. La historia con Ella. La historia que pudo pasar, pero que nunca sucedió. Una historia triste más. Una historia de miedos y de lágrimas. De sonrisas e insomnios. De amenazas y huidas. Una historia más.

“Tío, ¿cómo lo has hecho?”, me preguntó con su dulce voz un día. Compartíamos un break, en la cantina. Café de máquina en su vasito de plástico. “¿Cómo he hecho el qué?” – contesté a lo gallego: a una pregunta con otra pregunta −. Se refería a mi inglés. A mi mejora tan apabullante. Incluso la profesora me lo había comentado. Mi speaking y mi listening habían mejorado exponencialmente. En tan sólo un mes de convivencia con las chicas, la mejoría era obvia. Yo seguía con mis charlas con Rachel y con Elie. Además – olvidé mencionar – Elie hablaba fluidamente español y tenía un nivel advanced en inglés. Por lo tanto, en ocasiones, hacía de intérprete entre Rachel y yo. Detalle que me vino de maravilla desde el primer día.

En cambio Cristina, que vivía con su novio español, pues se sentía estancada. No avanzaba. Le dije que tuviera paciencia. Que poco a poco. Que hiciera intercambios de idiomas. Pero el novio debía de ser algo posesivo. Allí ya no quise entrar. No iba a repetir los mismos errores del pasado. País nuevo, vida nueva.

Otras veces nos juntábamos un grupo grande. En la cantina. En el break. Un grupo mixto: chicos y chicas de diversas nacionalidades. Y claro, ahí el inglés era la norma. Eran los descansos – recreos me suena a patio de escuela – más entretenidos. Era a lot of fun, que dirían aquí. Nos contábamos batallitas, nuestras vidas y las de otros. Lo que nos pasó el finde. Lo que sucedió en un viaje a las Highlands. De todo. Pero claro, siempre había mayoría absoluta de españoles. A veces, con la emoción, y el querer contarlo rápido, acabábamos hablando la lengua de Cervantes. Y los de otros países, los pobres, con cara de circunstancias. Pero en ocasiones, nos llamábamos la atención los unos a los otros:  “Hey, in English man!

La chinita se llamaba Lailai. Era una de esas chinas muy guapas, con cara de niña. Era joven, pero no tanto como aparentaba. Era muy graciosa y simpática. La recuerdo tapándose la boca al reir. En clase, en la cantina, en el pub. Siempre se tapaba la boca. También lo hacía al hablar con el móvil. Hablaba cantonés. Se retiraba un poco de la mesa, echándose hacia atrás, y se tapaba la boca y el móvil. Era como si le diese vergüenza mostrar los dientes. Le encantaba España y todo lo español. Pasaba más tiempo con Alvaro y conmigo que con sus amigas. Nosotros la llevábamos a los pubs y clubs, para corromperla un poco. Ella se escandalizaba enseguida, al ver el ambiente y a las escocesas (con sus pintas). Pero era una china moderna, digamos. Nos enseñó algunos saludos en su idioma. Y nosotros correspondimos en el nuestro. Muy linda la china Lailai.

También nos escapábamos a la playa de Portobello. No, no nos jugábamos clases. Eso era sagrado. Pero en algún break para comer, cogíamos unos emparedados y hacíamos un picnic playero. Siempre pendientes del cielo. Claro. Esos fueron los mejores descansos. Sentados en la arena, mirando las pequeñas olas, soñando con olas más grandes. Compartiendo risas. Compartiendo sueños.

Teníamos una profe genial. Muy enrollada, que diríamos en otros tiempos. Hacía las clases muy entretenidas. Su técnica me recordó a mi profe nativa de la academia, en mi pequeña ciudad española. Nos echaba la bronca – de forma muy ligera – al grupito de españoles. Pues siempre acabábamos haciendo el indio. Diciendo tonterías. Hablando en español. Pero tenía paciencia, la mujer. Era joven, pero tenía una hija adolescente. Nos contó un día. Supongo que por eso tenía mano izquierda. Sabía cómo tratar a los “chavales”, (aunque algunos ya peinásemos canas). El día de fin de curso organizó una fiesta en su casa. Yo me quedé alucinado. ¡En su propia casa! Era totalmente extra escolar. Tenía una mansión victoriana  gigantesca, apartada, con su caminito de gravilla, sus jardines alrededor, una fuente… (el marido y ella estaban forrados). Sacó todo tipo de comida, de bebida. Buena música. Muy buen ambiente. Fue algo sonado, aquella fiesta de la profesora.

Fueron unos pocos meses. Pero meses felices y memorables.

Al curso siguiente volví al Jewel. Esta vez el curso completo. Mi objetivo: el First Certificate. Pero eso todavía quedaba lejos.

15- Vida de estudiante (I). (20 Abril 2002).


Como ya comenté, acudía al colegio por las mañanas. A estudiar Inglés Como Lengua Secundaria. Me reincorporé en Marzo. Con el curso empezado desde Enero. Pero me aseguraron que no tendría problemas en catching up. El curso acabó en Junio. Fueron unos pocos meses, pero guardo numerosos recuerdos. Recuerdos felices. Recuerdos, de esos que te hacen sonreir. Desde la distancia temporal.

El Jewel Esk Valley College no me pillaba muy a mano. Vamos, que estaba en la otra punta de la ciudad. En Portobello, cerca de la playa. Pero era gratuito. Bueno, en realidad estaba subvencionado por la CE. Si eras español, por tanto perteneciente a la CE, no pagabas. Y la pela era la pela. Más en aquellos duros comienzos. Así, que paciencia tocaba. El autobús 44 lo cogía en Slateford Road. A la vuelta de la esquina de mi casa. Tardaba unos 45 minutos en llegar al cole. Una eternidad. Pero, mirando el lado positivo, tiempo que empleaba en leer el Metro (periódico gratuito), o en terminar el homework.

Seríamos una veintena en clase. Intermediate level (es decir, el famoso inglés nivel medio. El segundo idioma más hablado en España – broma privada para los lectores foreros de Spaniards −). En aquellos tiempos, la flora y fauna, en este tipo de clases, era mucho más variada que ahora. La mitad eramos españoles (eso no ha cambiado), pero el otro 50% era un batiburrillo cultural. Gente de diversos países. En mi clase había: dos chicas de la República Cheka, una china, una francesa, dos turcos, un italiano y alguna otra nacionalidad que no recuerdo. El resto, ibéricos (modo cariñoso de referirse a los españoles, de un servidor). Actualmente las clases contienen un fifty-fifty, que dicen aquí. Mitad españolitos, mitad polacos. Ni idea de dónde aprenden inglés los ciudadanos del resto de países. Es un misterio. Uno de los muchos misterios del actual Edimburgo.

En seguida hice buenas migas con Álvaro. Uno de los mejores amigos que he tenido en todos estos años. Álvaro era de Alicante. Se vino desde allá con su viejo Ford Fiesta rojo y con un par. Llevaba tres años en la ciudad. Estaba enamorado de Escocia y de la vieja Edimburgo. De sus gentes, de su cultura, de su magia y de su hospitalidad. Tres años. Le veía como un sargento veterano de guerra. Yo era un soldado raso, recién incorporado al frente. Con Álvaro compartí horas maravillosas. Salíamos de copas. Ibamos con su viejo Forito por la carretera de la costa. Hasta North Berwick. Parando a comer en algún puerto. Recuerdo un día que pedimos pescado. La señorita nos puso dos cucharas soperas, al lado de la servilleta. Nos miramos confundidos. Al cabo de unos minutos vino la chica con dos bowls de sopa. Sopa de pescado, claro. No pudimos contener la risa. Son cosillas que te pasan con los menús en inglés. También salíamos de copas, y a bailar, con las dos chekas de clase. O íbamos al cine. Lo habitual. Lo normal entre amigos.

Un día a Álvaro le dio un arrebato y se fue. Cargó todo lo que pudo en el pequeño maletero de su viejo Forito, y regresó a España. Nunca volvió a su querida Escocia. Incluso dejó casi todas sus pertenencias en la casa, que compartía con un escocés.

Supongo que la presión pudo con él. Pero no la presión de aquí. La presión que le llegaba desde España. Padres ya mayores, la hermana mayor todo el día diciéndole que qué hacía allí solo. Que en Alicante tenía a su familia, a sus amigos. Fue un duro golpe para mí. Es difícil de explicar. Te sientes como abandonado. Te sientes como empezando de cero otra vez. Lo que no sabía, por aquel entonces, era que ese capítulo – de la vida de emigrante – lo escribiría yo una y otra vez. El mismo episodio. Distintos protagonistas. Todos acaban yéndose. Y cada vez lo sientes un poquito menos. El corazón se va haciendo más acorazado. Incluso ya no te enganchas tanto a los demás. Me refiero a españoles, obviamente. Sabes que, tarde o temprano, se marcharán. Todos.  De regreso a España, o a otro país.

Escocia es un país hermoso. Mágico, romántico, hospitalario con el inmigrante (sobre todo con el español). Pero es un país duro. Eso no lo percibes al principio. El primer año son todo risas, parties, fotos y recién conocidos. Con los años, la rutina, la nostalgia y las cosas negativas alrededor – invisibles hasta entonces – hacen mella en más de uno. Hacen mella en la inmensa mayoría.

Un compatriota me dijo un día, medio en broma, medio en serio: “A partir del segundo año en Escocia… empiezas a perder la cabeza”. Tal vez sea cierto. Calculen ustedes, cómo estará mi azotea, tras casi 11 años en tierras escocesas.

Eso sí. Majara perdido, pero feliz.

jueves, 1 de noviembre de 2012

14- Limpiando mierda (literalmente). (Abril 2002).


No tenía dinero. Mejor dicho, no tenía suficiente dinero. Por mucho que presumiera ante April (recuerden, la señora de la agencia). No me llegaba. Llenaba hojas de mi libreta con cuentas. Seguía sin alcanzarme. Ignoro cómo se las apaña el resto de la gente. Yo soy un desastre para eso. Nunca me salen las cuentas. Pues eso. Tocaba mover ficha. Le di mi palabra a April. Y yo cumplo mi palabra.

Aquí no celebran la Semana Santa. Son algo herejes, ya saben ustedes. Pero los colegios gozan de vacaciones por esas fechas. Se inventan un nombre. Cualquier nombre. Middle Term Break, por ejemplo. Y se quedan tan frescos. Hay varios breaks de este tipo durante el curso académico. Así, aprovechando que teníamos uno de estos parones en el cole, me puse a buscar un segundo trabajo. Tenía dos semanas de vacaciones. Debía aprovecharlas ganando un extra.

Acudí al Jobcentre. Esta vez yo solito. Incluso realicé la llamada de teléfono, consiguiendo una cita, sin problemas. El trabajo era en uno de los Burguer King de la ciudad. No quiero dar datos más concretos. El trabajo tenía un título muy bonito y rimbombante. Tan ostentoso que ni lo recuerdo. Pero traducido al cristiano: limpia-retretes. Era el encargado − ¿o debería de decir, privilegiado? – de recoger y limpiar la zona de descanso del staff. Aquello incluía los baños.

Incluso para un trabajo de ese nivel, hay que seguir los trámites. Rellené la solicitud (application form), pasé una interview (donde me hicieron pruebas de matemáticas. Supongo en caso de que me ascendieran a atender la caja). Obviamente me callé que sólo iba a trabajar durante dos semanas (poco a poco iba espabilando. No se puede ir de bocazas todo el tiempo).

No recuerdo exactamente el horario. Sé que era muy temprano. Antes de las 7 de la mañana. Y por 2 o 3 horas diarias. Así que me pegaba un madrugón, me abrigaba. Y caminata. No tenía dinero para el bus. Así que a andar tocaba. Más de una hora desde mi zona. De noche. Con viento, lluvia o lo que tocase. Así llegaba todo despejadito. A la vuelta sí cogía el autobús. No era plan de agotarme, pues a la tarde acudía a lavar platos al gimnasio. Yo seguía haciendo números  en mi cabeza. Todo estaba bajo control.

El primer día fue horroroso.

Empecé por la zona común de descanso. Cajas de pizza por los suelos. Manchas de tomate en las paredes. Restos de queso y sustancias diversas en mesas y sofás. Suelos pegajosos. Allí no habían limpiado en décadas. Y allí estaba Jorgito, el privilegiado. ¡Toma ya, kas manzana! (que decíamos en mis tiempos mozos). Me armé de paciencia, guantes, bolsa gigante negra. Y a la faena.

Luego entré a los baños (de los chicos). Una bocanada de aire pestilente me golpeó de lleno. Como un puñetazo. Me tiré hacia atrás. Salí al pasillo a respirar. Sentí nauseas. Hice un segundo intento, esta vez conteniendo la respiración. Misión de reconocimiento. El suelo estaba casi negro. La taza con restos de excrementos “humanos” resecos. Sospechosas manchas de color marrón en las paredes (sólo un par de ellas, afortunadamente).

Subí a hablar con la manager. “Necesito apoyo logístico”. “Pardon?”. “Que necesito lejía, un delantal de plástico o algo, más pares de guantes, una fregona”. Una vez que reuní todo bajé al bunker otra vez. Me armé de valor. Guantes, delantal de plástico, lejía de 5 litros en mano, fregona, trapos. Y me lancé a la batalla. Recuerdo tener que salir continuamente tras unos pocos segundos. Lo juro. Entraba durante unos instantes. Tiraba un chorro de lejía. Y salía a coger aire.  Entraba otra vez y limpiaba. Así poco a poco. Salí colocado, a causa de los vapores de la lejía. Luego hice lo mismo con el de las ladies. Estaba algo mejor. Pero tampoco como para tirar cohetes.

El primer día fue lo peor. Quitar lo gordo, digamos. El segundo día y consecutivos fue limpiar sobre limpio. O al menos, sobre una suciedad aceptable. El tercer día pasó algo curioso. Estaba limpiando el baño de las chicas (staff, recordemos). Una chica quería usar el toilet. Así que hice una pausa, dejándola entrar. Esperé afuera, en el pasillo. Al cabo de unos minutos (sin haber escuchado el correr del agua del lavamanos, ni el ruido tremendo que emitía el secamanos… saquen ustedes mismos las conclusiones que gusten) la chica salió. Era alta. Obesa. Feucha. Tendría unos 24 años. Ojos saltones. Papada. Al salir me miró. La boca abierta. Los ojos que se salían de la cara. Como si estuviera contemplando a un extraterrestre, recién salido de una bola de luz. O algo por el estilo. Le sonreí y pensé “Sí bonita sí. Lo he limpiado yo solito. ¿A que te ha gustado?”. Aquella muchachota no había meado en un lugar tan limpio en toda su vida.

Un día la manager, cuando yo estaba fichando, me dijo sonriendo: “George, I love you!” y me dio dos besos. Se lo juro. Imagino que se había dado una vuelta para cambiar de agua al canario.

En el Burguer no era el único español. Recuerdo que había un chico de Cádiz. Muy salao. Muy currante. Alto, flaco y moreno. “Aquí estoy quillo, que me tienen trabahando como un mono”. Era un chaval que animaba el lugar. Cotilleabamos y nos reíamos en español. Además siempre me daba comida extra, al acabar mi turno. Se fue antes que yo. Volvía a Cádiz. Estaba harto de tanto viento y tanta lluvia. Antes de irse me dijo: “Quillo, tú no te dehe que abussen de ti ehh. ¡Que no mentere sho!”. Me dio pena que se fuera. Se acabaron las risas. Se acabó el extra de comida.

No me pagaron. Sí, como lo leen, no me habían pagado. 

Era un trabajo con salario semanal (algo habitual por estos lares). Estuve esperando como un loco que llegara el viernes. Para cobrar. Comprobé la cuenta varias veces. Nada. Ningún ingreso. Me contaban que había problemas. Que mi NIN (número de Seguridad Social) era provisional. Que el banco esto. Que el banco lo otro. Seguí trabajando. Cada día – aprovechando que tenía acceso al almacén – me llevaba 2 o 3 barritas de chocolate (tipo Mars). No era robar, era cobrarme un extra por peligrosidad y malos olores. Rachel se escandalizaba cuando se lo contaba (a Rachel le contaba todo). Pero bíen que se comía su chocolatina, la muy jodida. A John también se lo conté. Y me dijo que tuviera cuidado. Hay cámaras por todos sitios. Ni me paré a pensar en ello. Si me vieron imagino que les daría lo mismo. Barato les seguía saliendo.

Un día me planté.

Hice mi sentada personal. Llegué a la hora habitual. Pero no me cambié de ropa. Me senté en la zona de descanso. Cogí el periódico. Me senté en el sofá. Los pies encima de la mesa (¡para algo era yo quien la limpiaba todos los días!). Y a leer. Vino el supervisor. ¿Había algún problema? Sí. Un pequeño problema. No me pagáis. No trabajo. Así de sencillo. Yo si trabajo, cobro. Si no cobro, no trabajo. Ni un minuto más. Se lo dije tranquilo. Usando un poco el inglés de los pieles rojas. No quería malos-entendidos. Fue a llamar a la manager. Me hicieron presentarme en la oficina. Repetí las mismas frases. Serio. Tranquilo (al menos todo lo tranquilo que podía estar). “No te preocupes George. Yo personalmente te voy a adelantar 100 libras en cash, cuando acabes tu turno. Te lo prometo. Y lo del banco te lo soluciono lo antes posible”. Hice mi turno. Y me fui con 100 libras en el bolsillo. A los pocos días recibí el resto de dinero en mi cuenta.

Luego el curso proseguía, dije que lo sentía en el alma (que dejaba el trabajo de mis sueños), y ahí les abandoné. Con sus hamburguesas, sus chips y sus toilets.

Estuve una temporada contando la batallita, sobre todo cuando salíamos de copas. Le decía a John. “John, ¡nunca salgas con una chica que esté trabajando en un Burguer King! ¡Que son unas cochinas!”.  Y John se tiraba por los suelos, de la risa.