jueves, 27 de diciembre de 2012

F29 - Colores que Matan (y II) (20 octubre 2002).


En otra de mis escapadas futboleras elegí otro pub en zona Hearts. Cerca del piso que compartía con mis chicas. Un pub local pequeño y acogedor, con una camarera que me traía por el camino de la amargura. Pues a pesar de mis intentos y de mis remolques de tejos, la escocesa se hacía la sueca. Sonriéndome siempre, eso sí. Allí vi otro partido del Madrid. Uno de los clientes habituales – o al menos así me lo pareció a mí− comenzó a charlar conmigo. Sobre fútbol, sobre sangría y sobre las españolas. Cómo no. Era un chaval simpático, amigable. Incluso me invitó a una segunda pinta de cerveza.

Por aquel entonces yo no había aprendido todavía todo lo que les he explicado, sobre colores y lealtades religiosas y futboleras. Yo, en toda mi ingenuidad de recién llegado, le pregunté a aquel buen hombre, a qué equipo apoyaba: al Celtic o a los Rangers. Era una pregunta inocente, como cuando en España te dicen si prefieres al Real Madrid o al Barcelona, o así lo creí yo. Pobre de mí -que se acaban las fiestas de San Fermín-. El tipo me miró extrañado y se echó a reir. Siempre una buena reacción, mucho mejor que romperte un vaso de pinta en la cara. Entonces me explicó lo de los equipos de Edimburgo frente a los de Glasgow. Las rivalidades y los odios hacia los habitantes de la otra costa. Y concluyó entre risas, dicíendome “Pregúntale a ese, pregúntale si apoya al Celtic o al Rangers” señalando a un gigante que estaba tapando todo el marco de la puerta de la calle. Pelo en cresta a lo mohicano. Cazadora vaquera sin mangas. Biceps que dejarían a Popeye en ridículo. Y unos ojos de loco que ni el mismísimo Jack Nicholson. “No, gracias” le respondí. “Me gusta mi cara tal como la tengo”.

...

Aquel 20 de octubre todavía no trajo el frío. No el verdadero frío. Hacía una noche agradable. Pero en Edimburgo nunca te puedes fiar. El tiempo es impredecible. Y cambia con una facilidad increíble. Puedes vivir las cuatro estaciones en un solo día. Salía del trabajo. Cansado pero satisfecho conmigo mismo. “Another day, another dolar”, como me decía cada jornada el bueno de Mark, el jefe de cocina.

La parada de autobús estaba en una zona un tanto desangelada. En las afueras de la ciudad, cerca del gimnasio. Cuando llegué estaba desierta, salvo por la presencia de una ancianita, con pelo blanco y bien vestida, que me recordó a la Reina Madre. La carretera desierta, a penas pasaban coches, no digamos autobuses. Tocaba armarse de paciencia y  esperar. Era domingo, mal día para trasladarse en bus.

Los vi acercarse en la distancia. Había varios, cinco o seis creo recordar. Caminaban en abanico, abarcando parte de la calzada (sin miedo a ser arrollados) y parte de la acera. Eran muy jóvenes, críos. Portaban gorritas… y botellas en la mano. Iban descamisados, pero con ropa de marca. No vestían colores de ningún equipo, mas a pesar de estar en zona de los Jambos, podía ser una manada de Hibs buscando una pequeña hazaña en territorio comanche. Para luego contar la batallita, en un pub de Easter Road, a los amigotes, mientras tumbaban pintas de oro negro acompañadas de shots de whisky. Llevaban una gran pancarta, invisible a otros ojos, que decía en letras grandes y en color rojo sangre: problemas.

Al acercarse a la parada, la Reina-Madre se encogió. Era como si quisiera hacerse no visible a los ojos de los cachorros alcoholizados. Como si con su encogimiento quisiera fundirse con el fondo de la marquesina, deshacer su delgada figura entre las sombras de su interior. Su estrategia tuvo éxito, los jóvenes la ignoraron por completo.

Fueron directos a por mí.

“Jorge, que no te huelan el miedo”, me dije. Porque los conozco. No a estos en particular, pero sí a este tipo de gentuza. Siempre en grupitos. Te atacan a la inglesa. Cuatro o cinco contra uno. Un golpe por la espalda, a traición, y luego todos como chacales rabiosos se lanzan a darte patadas por todo el cuerpo. Sólo te queda cubrirte en posición fetal y rezar porque no les dé por saltar sobre tu cabeza, para abrirla como si fuera un melón maduro.

Se colocaron en frente de mí. Sin llegar a rodearme del todo. Eso me dio un pelín de esperanza. Pero no quise fiarme. Les miré a los ojos, a los dos que llevaban la voz cantante. Sin perder de vista sus manos, que seguían sujetando botellines de cerveza. Y ante la duda, la más tetuda. Que dicen en mi pueblo. “En ello te va la vida, Jorge”. Sonreí. Sonreí como si los conociera de toda la vida. Como si fueran mis amigos del alma. Tratando de que no salieran a la superficie de mi rostro mis verdaderos pensamientos. Intentando que los ojos no me traicionaran. Esos espejos del alma. Sonreí como modelo de Profidén para un anuncio. Sonreí como si me fuera la vida en ello. Tal vez realmente me iba la vida en ello.

Era como si les hubiera leído la mente. Me preguntaron, ahí a bocajarro y mirándome a los ojos, cuál era mi equipo de fútbol. No tuve tiempo, ni necesidad de pensar. No podía jugármela con apuestas estúpidas, diciendo que me gustaban los Hearts o los Hibs. Así que sin quitarme la careta, con la gomita y la sonrisa, les dije “Real Madrid. Do you know Real Madrid? I am Spanish”. En Glasgow experimenté el cariño que nos tenía la gente. Tanto a los españoles como al Madrid. Esto era Edimburgo. Nada que ver. Pero yo sabía que el Madrid era querido y respetado en aquellos años (repito, todavía Mourinho no lo había contaminado). Entonces los dos tipos gritaron a la vez: “Hey man! Rial Madrit oh aye! Roul eh?” Y yo que sí. Que Raúl (bendito seas) era el puto amo del calabozo. Y eso les despertó las carcajadas. Y vinieron los apretones de manos, los abrazos. La oferta (amablemente rechazada) de traguitos de sus birras.

Raúl me salvó la vida, aquella noche templada de octubre.

No quiero ni imaginar que tal episodio hubiera sucedido en octubre de 2012, con el Madrid secuestrado bajo la tiranía del portugués. Tal vez me hubieran pateado como a un balón de rugby.

Quizás no les estaría contando todo esto a ustedes.

El Raúl Madrid fue mi salvación.

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