Siempre fui una persona tímida. “Introvertido, introspectivo, con mucho
mundo interior” según palabras del psicólogo del colegio (sí, asistí a un
colegio de pago durante mi adolescencia con psicólogo incorporado).
Siempre me pregunté si sería capaz de sobrevivir, de buscarme la vida yo solo, de sacarme las castañas del fuego, lejos de mi familia y amigos. Siempre estuve protegido al ser el menor de tres hermanos, entre algodones, no vaya a ser que “el nene” se haga daño o descubra el feo rostro del mundo real.
Siempre tuve el sueño de volar, de salir del nido, de ver qué había uno poquito más allá del pueblo y un poquito más allá de la pequeña capital de mi provincia norteña. Pero nunca me había atrevido, o todavía no había llegado mi momento.
Siempre me pregunté si sería capaz de sobrevivir, de buscarme la vida yo solo, de sacarme las castañas del fuego, lejos de mi familia y amigos. Siempre estuve protegido al ser el menor de tres hermanos, entre algodones, no vaya a ser que “el nene” se haga daño o descubra el feo rostro del mundo real.
Siempre tuve el sueño de volar, de salir del nido, de ver qué había uno poquito más allá del pueblo y un poquito más allá de la pequeña capital de mi provincia norteña. Pero nunca me había atrevido, o todavía no había llegado mi momento.
Un domingo cualquiera, de un mes, de un año
me sorprendí sentado en la taza del baño, con dolor de cabeza debido a una
resaca del quince −como dicen ahora los
chavales − harto de Ella y de sus
miedos, harto de continuar bajo techo asegurado, harto de los que se hacían llamar amigos y de sus peleas callejeras, insultos y menosprecios, harto de la ETT y de su mierda de curros, harto de El-fin-de-semana
idéntico y repetitivo, harto de mi conformismo y de Mi cobardía… harto de TODO.
Harto de tanto Siempre.
Harto de tanto Siempre.
Ese domingo, gemelo de todos los
domingos, transcurría en el mes de octubre. Aquel año era el 2001.
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