domingo, 28 de octubre de 2012

F7- ¿Birmingham? ¡Ya la he cagado! (20 Feb. 2002)


Al fin llegó la mágica fecha. Me disponía a realizar el segundo vuelo en mis 31 años de vida, y el primero de ellos yo solo. El chico de la agencia de viajes había sido muy amable. Me explicó todo pasito a pasito, como haces con un principiante. Debía de coger un autobús de madrugada con dirección a Madrid. Allí apearme en la estación. Salir a Avenida de América y allí coger el autobús al aeropuerto de Barajas (todavía no habían rediseñado la estación, y debías de salir al exterior para acceder al autobús del aeropuerto). Sencillo y con plenty of time.

El autobús hacia Madrid era todo lujo, cuero y sonrisas de azafatas. Cuando subías te daban una cajita de cartón pequeña. Recuerdo abrirla, según sentarme en mi asiento numerado, con curiosidad infantil. Era un pinganillo de color azul. Unos auriculares de esos para escuchar la radio o la televisión de a bordo. Recuerdo que pusieron vídeos de la serie Friends. Más adelante nos dieron la prensa y un desayuno a base de café y sobaos pasiegos.

Allí estaba yo, en un enorme aeropuerto, con mi maletón, mi makuto y mi mochila. 42 kilos de ropa, viandas y sueños. Bueno, algún kilillo de miedo también se me coló en su interior. Allí estaba yo, estrenando la Visa que había sacado para la ocasión – por si me perdía o por si acaso Iberia enviaba mi equipaje a Munich, así por error −. La chica de Iberia fue muy simpática y amable. Me explicó las reglas de la restricción de peso en el equipaje. Le conté que lo ignoraba – una mentirijilla −, que iba a Edimburgo – ella sonreía amable aguantando al pueblerino perdido en la capi – y que sólo tenía billete de Ida. Vamos, en pocas palabras, que me hice un poco el tonto – no se me da nada mal poner carita de niño extraviado −. La señorita se apiadó de mí y tan sólo me cobró la mitad de kilos de exceso. Yo creo que si insisto un poco más, me hubiera llevado de la mano y me hubiera convidado a un chocolate caliente con un bollo suizo. Pero tampoco era plan de abusar de la amabilidad de la bella azafata terrestre.

Subí la escalerilla metálica de aquel enorme aparato blanco con aprehensión y un ligero temblor de rodillas. Era una sensación como de quemazón y de ansiedad, que no tenía nada que ver con el miedo a volar. Recuerdo llegar a lo alto de aquella temblorosa escalera, y antes de dar ese pasito al interior de la nave – un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto…, y todo eso – me giré sobre los talones, mi mano izquierda agarrando la barandilla y contemplé aquel bello cielo sobre la distante ciudad de Madrid. En ese instante supe o intuí que pasaría mucho tiempo sin volver a contemplarlo. Fue una sensación agradable, al igual que inquietante y con un puntito de nostalgia prematura. Y pensé, “adiós Madrid, hasta pronto España”.

El vuelo fue tranquilo, cómodo. Me gustó la profesionalidad de las azafatas de Iberia. Pero claro, con mi escasa experiencia voladora, tampoco tenía datos para comparar. Nos dieron de comer, cosa que me hizo una especial ilusión. Sé que es un cliché de esos, pero me sentí como un chiquillo con zapatos recién comprados. Con esa ligera incomodidad del   roce primerizo, pero con el rostro iluminado por la novedad y el estreno. ¡Allí estaba yo, sentado en aquel avión, comiendo aquel menú de las alturas y con rumbo a Edimburgo! … o al menos eso pensaba yo.

Al cabo de una hora aproximadamente, tras la comida, la voz estridente de los altavoces me sacó de mi pequeña cabezada entre nubes de algodón. Si añadimos mi sopor post siesta a mi paupérrimo listening de por aquel entonces, es comprensible que no me enterase de un carajo del mensaje. Pero como en tales mensajes todo se repite un par de veces, al final deduje que íbamos a aterrizar en… Birmingham. ¿En Birmingham? ¡Qué! o What? (para meternos más en situación). Me giré hacia mi pasajero vecino de butaca, un businessman todo trajeado. “Excuse me, is this Birmingham? I am going to Edinburgh!”, el tipo sonrió con cara de lástima y se encogió de hombros: “Yes, this is Birmingham”.

Tras aterrizar, antes de bajar del avión, pregunté apurado a la azafata, la cual amablemente me dijo que no me preocupara, que simplemente siguiera al resto de pasajeros. Y así lo hice. Más tarde comprendí que era una escala de espera, para rellenar combustible, limpiar el parabrisas, comprobar el nivel de aceite y la presión de las ruedas, y todas esas cosillas que se hacen en las gasolineras para aviones. ¡Pero el chico de la agencia de viajes podía haberme advertido! Ya me tranquilicé al observar que otros pasajeros esperaban, junto a mí, en aquella gigantesca habitación sin salidas. Todo iba sobre lo planeado y en una hora aterrizaría en Edimburgo, Escocia (Reino Unido).

1 comentario:

  1. Joder que susto, me dicen a mi tambien que para en otro sitio y no a donde voy y me da un patatus!!!!

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